El hombre lobo español
Petrus Gonsalvus fue uno de los personajes más extraños y fascinantes de la Europa del siglo XVI. Afectado por una rara enfermedad, este tinerfeño acabó por convertirse en un personaje importante en la corte real de Enrique II de Valois.
El Renacimiento fue una época de fuertes contrastes. Mientras en las cortes europeas se daban la mano el gusto por el arte exquisito, la protección e impulso del saber y una ostentación por el lujo y la etiqueta –salvo en la España de los Austrias Mayores, mucho más austera y temerosa de Dios–, digna de un cuento de hadas, los propios reyes y príncipes, cortesanos y duquesas, sentían una atracción que hoy tildaríamos de morbosa hacia lo raro, lo exótico e incluso lo monstruoso.
Fueron los años en que se hicieron célebres los llamados Gabinetes de las Maravillas o Cuartos de las Curiosidades, antecesores de los museos modernos, que consistían en amplísimas colecciones donde se acumulaban objetos traídos de los rincones más remotos, piedras preciosas, animales disecados, amuletos y artilugios a los que se atribuían propiedades curativas y mágicas, e incluso autómatas, los precursores mecánicos de la futura inteligencia artificial.
En un mundo de contrastes tan marcado, los bufones y otros personajes considerados extravagantes gozaban de posición tan privilegiada en palacio que, salvo los grandes aristócratas, eran los únicos autorizados a criticar directamente a los monarcas, incluso arrogándose licencias que no estaban permitidas ni a los privados. En este estado de cosas, una figura de origen tinerfeño sería una de las mayores atracciones de las cortes europeas del siglo XVI, un individuo que, a pesar de ser tratado con todo tipo de agasajos por sus contemporáneos, hubo de sufrir un régimen de semiesclavitud debido a su extraña condición: Petrus Gonsalvus –castellanizado como Pedro González–, conocido como “el Salvaje gentilhombre de Tenerife”, debido a que padecía en un grado muy avanzado la enfermedad de la hipertricosis, caracterizada por un exceso de vello que cubría todo su cuerpo –rostro incluido–, salvo en las palmas de las manos y los pies, un vello lanugo largo que podía llegar a medir hasta 25 centímetros y que hizo que fuese conocido siglos atrás como “el Síndrome del Hombre Lobo”. Una dolencia tan rara que sólo se han documentado unos 50 casos en todo el mundo desde el siglo XVI.
Su singladura y la de su familia son uno de los aspectos más fascinantes de esa otra historia del Renacimiento llena de contrastes y episodios marcados por lo inusual que darían forma a monumentales tratados que hoy son buscados con tesón por los bibliófilos más extravagantes. Y
es que González también pasó a engrosar la historia médica y “monstruosa” de los manuales académicos. Pero, ¿quién fue este extraño personaje?
UN ORIGEN INCIERTO
Sería a partir de su posición privilegiada en la corte francesa de los Valois, de la que me ocuparé algo más adelante, cuando el supuesto origen de nuestro protagonista empieza a ser registrado por cronistas europeos. El investigador Roberto Zapperi señala que nació el año de 1537 en Tenerife, poco tiempo después de la conquista de las islas por parte del español Alonso Fernández de Lugo, que derrotó a los antiguos aborígenes del archipiélago canario, conocidos como guanches. González siempre se jactaría de ser de origen hispano, pero también incidió en su “sangre real”, lo que ha hecho pensar que podía tratarse de un guanche perteneciente a un linaje de menceyes –jefes guerreros o pequeños gobernantes–, sin embargo, su destino sería muy distinto al mostrar esa pilosidad que sin duda debió dejar impresionados –cuando no paralizados– a sus contemporáneos, en la sociedad precientífica de los siglos pasados.
Sobre sus primeros años de vida no existe registro alguno, permanecen rodeados de sombras, y no es hasta que tiene diez años de edad cuando su nombre aparece en la historia, momento en el que, descubierto por europeos, es literalmente secuestrado para ser enviado a Francia como presente para el rey Enrique II de Valois, esposo de Catalina de Médicis y más tarde suegro del español Felipe II, que como buen soberano renacentista mostró un gran interés por lo extraño y exótico.
Enrique II, como buen rey del Renacimiento, le dio una esmerada educación y le asignó un puesto en palacio
Cuentan los cronistas del monarca que Petrus Gonsalvus –que no tardaría en castellanizar su nombre al de Pedro González para pasar desapercibido, algo que siempre anhelaría, aunque sin éxito–, fue ocultado en la bodega de un barco que partió de Tenerife con destino al puerto de La Rochelle, y de allí fue trasladado a palacio. Comenzaba así la vida cortesana de uno de los personajes más fascinantes de aquel tiempo, y más desconocidos hoy. Su condición era como la de aquellos que, siglos después, se exhibirían en ferias y circos itinerantes como “hombres leones”, o en el caso de sus hijas, como “las niñas con cara de perro”, en los espectáculos freaks que convertían la rareza en un negocio bastante denigrante.
GENTILHOMBRE DE PALACIO
Petrus fue, pues, un presente que algún noble, comerciante o dignatario –no se puede a día de hoy precisar quién– hizo a Enrique II con motivo de su coronación como monarca en la catedral de Reims. Era el año 1547 y llevaba casado con Catalina de Médicis desde 1533. Precisamente, en aquella corte renacentista se mostró un gran interés por lo extraño y lo mágico, hasta el punto de que la reina llegaría a ser acusada por sus detractores en medio de las guerras de religión de poco menos que ser bruja y realizar todo tipo de tósigos.
En palacio coincidieron personajes tan fascinantes como el médico y mago renacentista Michel de Nostradamus, que gozaba de la total confianza de la reina, o el filósofo, médico y humanista Julio César Escalígero –célebre por su saber enciclopédico y por haber anticipado el método científico en sus estudios–, y, aunque no sabemos si tuvieron relación directa con el “salvaje” tinerfeño, no sería de extrañar, habida cuenta de la pasión de estos hombres por el saber, hipótesis que plantea Enrique Carrasco en su libro Gonsalvus, mi vida entre lobos, publicado el mismo año, 2006, en que vio la luz, curiosamente, otra biografía en castellano de nuestro protagonista: El salvaje gentilhombre de Tenerife, del historiador italiano Roberto Zapperi.
Cuenta el investigador Javier García Blanco que aquel joven piloso parecía encajar a la perfección con el mito del “salvaje europeo”, de moda entonces, que hacía referencia a la existencia de hombres primitivos y monstruosos –mitad humanos y mitad animales– que tenían su cuerpo cubierto de vello, como era el presente caso. De hecho, durante muchos años fue conocido en los ambientes palaciegos como “el sauvage de Tenerife”, aunque años
En 1573 se casó con una joven parisina de la que solo conocía su nombre y dio origen a la leyenda de la Bella y la Bestia
más tarde, ya cercana su muerte, adoptó el apellido italiano “piloso”.
A pesar de ser una rareza y extravagancia cuyo cometido principal sería deslumbrar en las recepciones cortesanas, Enrique II, como buen rey del Renacimiento, le dio una esmerada educación: le puso un tutor para aprender latín y humanidades y le dio un puesto en la corte, destinándolo a su servicio en la mesa, concretamente al cargo de “sommelier de boca del rey”, disponiendo para él de una renta anual de 240 libras, una cantidad nada despreciable entonces, posición que muchos habrían querido ostentar en aquel tiempo de abismales contrastes sociales.
Finalmente, hablaría varios idiomas, entre ellos el español y el francés, y se haría gentilhombre ducho en las modas cortesanas y en los usos y costumbres palaciegos. Sin embargo, la triste realidad es que el “sauvage” siempre fue un presente, una curiosidad grotesca que tenía dueño en tiempo de bufones y esclavos exóticos.
Enrique II de Valois, su protector, moría trágicamente durante una justa el 10 de julio de 1559, precisamente cuando se celebraban los esponsales de su hija Isabel de Valois con Felipe II de España, que había heredado sus vastos dominios de su padre, Carlos V, apenas tres años antes de la boda, un matrimonio de Estado pensado para impulsar la paz entre España y Francia tras tantos años de guerra. Un hecho luctuoso, el de la muerte del monarca galo que, dicen algunos cronistas, fue profetizado por el propio Nostradamus en sus Centurias. Anécdotas aparte, lo cierto es que el destino de Petrus cambió debido a aquello: pasó a ser posesión de Margarita de Austria, hija de Carlos Vy a la sazón duquesa de Florencia y de Parma y, por aquel entonces, gobernadora de Flandes, no muy querida precisamente por los protestantes por su política persecutoria de la “falsa fe”.
En 1573 Gonsalvus –o Gonsales– se casó con la joven cortesana Catherine, una parisina de la que Petrus únicamente conocía su nombre –fue, por lo tanto, un matrimonio pactado y no sabemos la reacción que debió tener su prometida cuando se encontró con él por vez primera–, probablemente dama de compañía de la reina Catalina de Médicis, viuda de Enrique II. Aquel sería el origen, a decir de algunos exégetas, de la leyenda de “la Bella y la Bestia”, tan de actualidad por su versión cinematográfica recientemente estrenada. De hecho, un documental dramatizado del Smithsonian Channel lleva por título precisamente The Real Beauty and the Beast y se centra en la singular vida de nuestro protagonista. Quién sabe.
UNA FAMILIA CON HIPERTRICOSIS
Petrus y Catherine, con la que aparece en varios retratos que hoy son un documento de gran valor sobre la existencia del “sauvage” y su vida en la corte, tuvieron seis vástagos, tres varones y tres hembras, y cuatro de ellos, para pesar del paterfamilias, heredaron la rara dolencia de su padre. Sus nombres eran Enrique –claro homenaje
El matrimonio tuvo seis hijos, cuatro de los cuales heredaron la rara enfermedad de su padre
a su desaparecido protector–, Madeleine, Françoise, Antoniette, Horacio y Ercole. Tan sólo Françoise y Ercole, que moriría siendo apenas un niño, nacieron sin hipertricosis.
La más célebre de todos ellos en las cortes europeas fue Antoniette, que como enseguida veremos, fue objeto de estudio de varios humanistas y modelo de distinguidos pintores de cámara, siendo su retrato reproducido una y mil veces, incluso en los libros dedicados a la licantropía en siglos posteriores, como algunas ediciones de la obra del sacerdote anglicano Sabine-Baring Gould.
Aproximadamente hacia el año 1590, la familia Gonsalvus emprendió un viaje hacia el sur, hasta Parma, en Italia, gobernada entonces por la poderosa familia Farnesio, aliados de la corona española y cuna de papas, cardenales y generales.
Un naturalista escribió: “La cara de la niña estaba completamente cubierta de pelo, excepto las narices, los labios y alrededor de la boca”
La historiadora de la Universidad de Wisconsin-Milwaukee, Merry E. WiesnerHanks, autora de The Marvelous Hairy Girls: The Gonzales Sisters and Their Worlds (2009) señala que “los ‘Gonzales’ dependían de los Farnesio para su sustento y, aunque no eran esclavos, tampoco eran completamente libres”. El entonces duque de Parma, Ranuccio Farnesio, regaló al hijo mayor de Petrus, Enrico, a su hermano Odoardo, cardenal muy interesado también en lo exótico e insólito, algo bastante habitual en la cortes renacentistas e incluso en la Santa Sede, pasando el hijo de nuestro protagonista a vivir en el célebre Palacio Farnesio en Roma, donde más adelante lo acompañaría también su hermano menor, dispersándose así aquellos singulares “hombres lobo” de origen canario por diversas cortes europeas para asombro de sus contemporáneos. Al parecer, Petrus buscaba en cada uno de sus destinos un remedio para su dolencia y la de sus hijos, para acabar con su pilosidad, algo que, evidentemente, jamás encontró.
En 1594, durante una visita a una rica casa en Bolonia, el naturalista Ulisse Aldrovandi –más conocido como Aldrovandus–, se encontró con Isabella Pallavicina, la esposa del marqués de Soragna. Pero lo que sorprendió al erudito fue la joven que acompañaba a ésta, Antonietta Gonsalvus, la joven hija de Petrus. Tras pedir permiso, Aldrovandi examinó detenidamente a la muchacha y más tarde dejó anotado que “la cara de la niña estaba completamente cubierta de pelo, excepto las narices, los labios y alrededor de la boca. Los pelos de su frente son más largos y duros que los que cubren sus mejillas, aunque éstos son más suaves al tacto que el resto de su cuerpo, y tiene pelos en gran parte de la espalda, y pelos amarillos la cubrían hasta el inicio de las ingles”.
Dicho informe se publicaría más tarde, acompañado de grabados de Antonietta y otros miembros de su familia con hypertrichosis universalis, en un amplio catálogo de anomalías humanas y animales –célebres como los llamados Bestiarios–, bajo el título de Monstrorum Historia, cuya autoría principal se atribuye a Aldrovandi pero que no aparecería hasta casi cincuenta años después, en 1642.
Pronto en Bolonia y el resto de Italia fue célebre, como antes en Francia, la familia de “sauvages”. Así, Lavinia Fontana, pintora boloñesa que conoció a Antonietta a través de Aldovandi y que era conocida por sus pinturas de nobles y niños, realizó un retrato al óleo de ésta, un cuadro que hoy en día se encuentra en el Castillo de Blois –otro de sus retratos se conserva en el Pierpont Morgan Museum de Nueva York–. En la pintura la muchacha hipertricosa tiene en su mano una hoja que da detalles de su vida.
También su hermana Francesca aparece retratada en el volumen de Monstrorum
Petrus Gonsalvus falleció plácidamente en Capodimonte, Italia, a los ochenta años de edad. Su nombre ya era toda una leyenda
Historia, aunque no fueron las primeras en llamar la atención de los artistas. Un artista de nombre hoy desconocido ya había pintado en la corte de Guillermo V de Baviera retratos a tamaño natural de Petrus, su mujer y de varios vástagos velludos de la pareja, una niña de unos siete años y un niño de unos tres.
Al parecer, Guillermo V regaló aquellas pinturas a su tío Fernando II, archiduque de Tirol, apasionado de las monstruosidades y las rarezas, quien colgó los cuadros en su galería de retratos de su palacio veraniego, conocido como Schloss Ambras, cerca de Innsbruck, un lugar en el que al parecer se encontraban, entre retratos de seres grotescos y deformidades, aquel que representaba a Vlad Tepes, príncipe de Valaquia e inspirador de la figura del Drácula de Bram Stoker. Precisamente el hecho de que aquellas pinturas figurasen como algunas de las más relevantes de aquella galería hizo que el mal que padecía Petrus, dicha anomalía genética, pasara a la historia con el nombre no científico de “Síndrome de Ambras”.
Otros artistas se interesaron por ellos, como el flamenco Joris Hoefnagel, que realizó unas acuarelas de la familia Gonsalvus que, curiosamente, acabarían siendo las únicas representaciones de seres humanos en una colección de cuatro pequeños volúmenes de fauna animal. Sus libros se encuentran hoy en la National Gallery of Art de Washington.
También otros anatomistas, como Aldrovandi, siguieron interesados en aquella anomalía y en Basilea, el médico Felix Platter examinó a dos de los hijos del matrimonio, encargando, como ya era costumbre, dos retratos de ellos y ocupándose de su caso en un tratado de observaciones médicas.
Tras la violenta toma de Amberes por parte de las tropas españolas de Felipe II, comandadas por Alejandro Farnesio, la familia Gonsalvus sería enviada a su corte. A partir de ahí seguirían viajando, como prodigios de aquel tiempo, por gran parte de Europa, aunque sus cuadros llegarían mucho más lejos.
Petrus Gonsalvus fallecía plácidamente en Capodimonte, Italia, en 1618, a los ochenta años, una edad que muy pocos alcanzaban entonces. Su nombre ya era toda una leyenda en el Viejo Continente.