El Stonehenge español
Amanece en Antequera (Málaga). Los rayos solares besan el muro norte del corredor del dolmen de Menga, iluminando así las rocas que los antequeranos del Neolítico tallaron hace miles de años. De la mano de Javier García Blanco, viajamos a este “milagro” que acontece cada solsticio de verano.
Hace casi seis mil años, los antiguos pobladores del centro de Andalucía levantaron un colosal conjunto sagrado para fundirse con el paisaje y conectar con el cosmos. Hemos querido comprobar si era cierto que cuando llega el solsticio de verano, en ese mismo instante, la luz hace un extraño juego ... ¿Casualidad? Viajamos hasta Antequera para verlo, fotografiarlo y mostrarlo a nuestros lectores. ¡Este es el resultado!
De las tres construcciones megalíticas, solo la de Menga ha sido conocida ininterrumpidamente por los distintos pobladores de Antequera
Son casi las siete de la mañana del 21 de junio, día del solsticio de verano, y el sol está a punto de asomar por el horizonte. Un grupo de unas veinte personas esperamos con emoción mal contenida a que el astro rey haga por fin acto de presencia y despeje con su luz las tinieblas crepusculares que todavía cubren la vega de Antequera (Málaga), y al mismo tiempo nos regale un espectáculo realmente singular. Por fin, cuando falta tan sólo un minuto para las siete, el sol comienza a dejarse ver por encima de una loma en el horizonte; primero es apenas una pequeña “lenteja” de luz que tiñe el firmamento de tonos anaranjados, pero poco después se convierte en un disco perfecto que resplandece en el cielo. En ese instante se produce el “milagro”: los rayos solares inciden en el muro norte del corredor del dolmen de Menga, iluminando con tonos dorados las rocas que los antequeranos del Neolítico tallaron hace miles de años.
A pesar del curioso “fenómeno lumínico” –los investigadores siguen dudando si fue un efecto buscado o fruto del azar–, la verdadera orientación del dolmen es otra, y no pasa desapercibida. Frente a nosotros, en el horizonte, un rostro humano gigantesco yace mirando al cielo, mientras la claridad del amanecer se va abriendo paso y borra las últimas huellas de la noche. El misterioso rostro, conocido popularmente como “el indio”, no es más que una pequeña montaña, la llamada Peña de los Enamorados. Sin embargo, si para un observador del siglo XXI su visión resulta cautivadora, no es de extrañar que los hombres y mujeres de la Prehistoria identificaran aquella cima de aspecto singular con un enclave sagrado y mágico que ordenaba e influía en su territorio.
Hace seis mil años, Antequera era –al igual que hoy– una importante encrucijada, un cruce de caminos que conectaba todos los puntos cardinales del sur peninsular, lo que hacía de aquel enclave un lugar destacado para los primitivos pobladores de aquellas tierras. A su privilegiada ubicación se sumaba la presencia de dos hitos en el paisaje cuyo aspecto debió resultar casi sobrenatural para los hombres y mujeres de la Prehistoria: el citado “indio” de la Peña de los Enamorados y la sierra de El Torcal, un paisaje kárstico plagado de rocas con formas “imposibles”. Fue quizá aquella acumulación de elementos singulares la que llevó a aquellos antiguos habitantes a levantar el fascinante dolmen de Menga, y más tarde otras dos construcciones megalíticas no menos enigmáticas: el dolmen de Viera y el tholos de El Romeral.
LOS PIONEROS
Estas tres construcciones megalíticas antequeranas se cuentan entre las edificaciones más importantes de la Prehistoria europea debido a una serie de características que las hacen excepcionales –tamaño, variedad de técnicas constructivas, antigüedad, orientación singular…–, pero sobre todo por constituir un ejemplo paradigmático de monumentalidad paisajística, en el que naturaleza y arquitectura se integraron a la perfección para dar forma a un enorme santuario mediante la expresión patrimonial y cultural más característica de las sociedades neolíticas europeas: el megalitismo.
No es de extrañar, por tanto, que el Sitio de los dólmenes de Antequera se convirtiera en julio de 2016 en el primer conjunto megalítico de la Europa continental en recibir el título de Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, un reconocimiento que ya ostentaban desde hace años enclaves megalíticos insulares como Stonehenge (Inglaterra), Newgrange (Irlanda) o Hagar Qin y Ggantija, en Malta.
De las tres construcciones megalíticas, solo la de Menga ha sido conocida de forma ininterrumpida por los distintos pobladores de Antequera, desde sus constructores hasta nuestros días. Las otras dos cayeron en el olvido hace siglos, y sólo a comienzos del siglo XX fueron redescubiertas por los investigadores. La primera referencia escrita que se conserva sobre la Cueva de Menga –así se denominó a este dolmen durante
Menga siguió siendo utilizado como enclave sagrado o de enterramiento hasta la mismísima Edad Media
mucho tiempo– se remonta al siglo XVI, cuando el obispo de Málaga la citó en una licencia del año 1536. Sin embargo, no fue hasta el siglo XIX cuando el monumento prehistórico comenzó a llamar la atención de curiosos y pioneros de la Arqueología.
En 1810, por ejemplo, el conde André François Miot de Mélito –ministro de José Bonaparte–, visitó el recinto a su paso por Antequera durante una expedición por Andalucía en la que también participaba el hermano de Napoleón. En cualquier caso, no fue hasta mediados de siglo, en 1847, cuando el arquitecto Rafael Mitjana y Ardison publicó su ensayo Memoria sobre el templo druida hallado en las cercanías de la ciudad de Antequera. El trabajo de Mitjana, que como indica su título interpretaba el dolmen como un “templo druida”, marcó un punto de inflexión en las investigaciones sobre el megalitismo peninsular, y a partir de él muchos otros autores acudieron a la localidad malagueña para estudiar el dolmen de Menga.
En 1852 fue una extranjera, lady Louisa Tenison, quien quedó prendada del misterio y la belleza del dolmen antequerano. Tenison –artista, viajera y aristócrata británica– fue la primera en hacerse eco de la singular orientación del dolmen de Menga hacia la Peña de los Enamorados, y también nos dejó la primera mención que se conoce al pozo de la cámara interior, que caería en el olvido durante más de un siglo. A la dama inglesa le siguió Prosper Mérimée un año más tarde, quién trazó un plano detallado del dolmen, y algunos años más tarde, en las últimas décadas del siglo XIX, el arqueólogo belga Louis Siret y Cels dejaba constancia de Menga en su obra L’Espagne préhistorique (1893), refrendando aún más la importancia del megalito malagueño.
UNA CONSTRUCCIÓN COLOSAL
Aunque se desconoce con certeza cuándo comenzó a construirse el dolmen de Menga, los estudios más recientes apuntan a que fue aproximadamente en torno al 3700 antes de nuestra Era, en el Neolítico Final. Es decir, es unos 1.200 años más antiguo que el célebre crómlech de Stonehenge, en Inglaterra.
Menga es lo que se conoce como “megalito de galería” y fue erigido utilizando la técnica ortostática, empleando bloques de piedra verticales para conformar los muros de la estructura. El túmulo de tierra que lo cubre tiene un diámetro de 50 metros. Su longitud, desde el comienzo del atrio hasta el fondo de la galería, es de 27,5 metros, y su altura varía entre los 2,70 de la entrada a los 3,50 metros de la cabecera. Está compuesto por 32 megalitos o grandes piedras: 24 son ortostatos, es decir, bloques verticales a modo de muros; 3 son pilares de sustentación, y otros cinco megalitos se utilizaron como losas de cubierta. La más grande de estas últimas tiene un peso de 150 toneladas, equivalente al peso de un Airbus A310 a tope de carga. Se trata del megalito más grande jamás desplazado en la Prehistoria de la Península Ibérica, y uno de los más grandes de Europa. Para hacerse una idea, basta con señalar que cada una de las piedras verticales utilizadas en Stonehenge pesa unas 25 toneladas… Con estas características, es fácil entender que Menga sea el máximo representante de la arquitectura megalítica en España, y probablemente también en Europa.
Tal y como avanzamos antes, el corredor de Menga está orientado en dirección a la Peña de los Enamorados, con un acimut de 45º (al norte de la salida del sol en el solsticio de verano), una orientación inusual, pues la inmensa mayoría de los megalitos europeos están orientados hacia el este, a la salida del sol. De hecho, el dolmen de Menga es el único de toda la Europa continental que se orienta hacia una montaña de aspecto antropomorfo. Esta relación entre Menga y la Peña es conocida, como dijimos, al menos desde el siglo XIX, pero lo que se ignoraba entonces es que el corredor del dolmen apunta con exactitud al norte de la montaña, justo donde se ubica el llamado abrigo de Matacabras, un enclave en el que los arqueólogos han descubierto pinturas rupestres de estilo esquemático con una antigüedad similar a la de Menga. Esto indica, sin lugar a dudas, que el abrigo de Matacabras, al que el dolmen apunta directamente, fue un enclave
Los investigadores tienen claro que el conjunto de los dólmenes de Antequera fue erigido por sus constructores con una finalidad funeraria especial dotado de una significación mágico-religiosa para los pobladores neolíticos del lugar.
Tras su construcción, y durante siglos y siglos, Menga siguió siendo utilizado como enclave sagrado o de enterramiento a lo largo de la Edad del Cobre, del Bronce, el Hierro, la Antigüedad y la Edad Media.
Con el comienzo del siglo XX, el interés por Menga siguió en aumento, y no sólo entre los investigadores, sino que también despertó la curiosidad de algunos vecinos de la localidad. De hecho, serían dos de ellos, los hermanos Antonio y José Viera Fuentes, quienes protagonizarían un hallazgo que dispararía las cotas de interés del yacimiento hasta niveles difíciles de superar. En 1903, los hermanos –jardineros municipales a quienes se había encomendado el cuidado del dolmen de Menga– decidieron llevar por iniciativa propia una excavación amateur en busca de más pistas sobre los constructores del megalito. Fue así como en verano de ese mismo año, en una loma cercana conocida como Cerro Chico –llamada así por sus pequeñas dimensiones– los Viera descubrieron el dolmen de Viera, bautizado con ese nombre por el arqueólogo Manuel Gómez-Moreno Martínez en honor a sus descubridores. Animados por su éxito, al año siguiente los hermanos Viera ampliaron la zona de búsqueda, y de nuevo volvieron a dar en el clavo. A unos cuatro kilómetros localizaron el yacimiento de Cerrillo Blanco, hoy conocido como tholos de El Romeral, el tercer megalito que completa el actual Sitio de los Dólmenes de Antequera.
¿UN GIGANTESCO CENTRO SAGRADO?
En la actualidad, los investigadores parecen tener claro que el conjunto de los dólmenes de Antequera fue erigido por sus constructores con una finalidad funeraria, convirtiéndose en una gigantesca necrópolis prehistórica. De hecho, los diferentes estudios arqueológicos han podido determinar que con el paso de los siglos, otras civilizaciones, tanto en las edades del Cobre, Bronce o el Hierro, como en la Antigüedad o la Edad Media, emplearon el enclave para enterrar a sus difuntos. Tanto es así, que todavía hoy el cementerio cristiano de Antequera se ubica justo al lado del recinto de los dólmenes de Menga y Viera, manifestando así una continuidad de esta función por espacio de casi seis mil años de forma ininterrumpida.
Sin embargo, las peculiares características de los tres megalitos, su tamaño descomunal –sobre todo en el caso de Menga– y la singularidad de sus orientaciones, ha llevado desde antiguo a valorar la posibilidad de que el conjunto fuera algo más que una mera necrópolis. Ya en las primeras referencias a Menga –en el siglo XVI– se identificaba el monumento megalítico como un templo pagano de connotaciones mágicas e incluso diabólicas. En el siglo XIX, Mitjana apuntaba en su estudio una posibilidad menos exótica, aunque también alejada del criterio científico, al identificar el dolmen como un templo druídico. Poco después surgieron las primeras interpretaciones más convencionales, cuando autores como Ildefonso Marzo o Trinidad Rojas propusieron la hipótesis de la necrópolis, que se mantendría hasta la actualidad.
En cualquier caso, y aunque el carácter funerario del conjunto parece fuera de toda duda, es muy posible que no fuera esa su única finalidad. La clave de los dólmenes de Antequera parece radicar en su peculiar orientación y conexión con ciertos hitos geográficos del paisaje circundante. Como ya hemos visto, Menga está orientado a un punto concreto de la Peña de los Enamorados, el abrigo de Matacabras, de indudable carácter mágico-religioso para los pobladores prehistóricos. Por su parte, Viera tiene una orientación más convencional, dirigida hacia la salida del sol en los equinoccios, aunque también se encuentra en la prolongación del eje Menga-Peña, y el Romeral no sólo queda incluido en dicho eje, sino que está orientado al punto más alto de El Torcal –otro hito paisajístico de connotaciones sagradas– y al mismo tiempo con el equinoccio de invierno.
Teniendo en cuenta estas circunstancias, algunos autores han propuesto la hipótesis de la existencia de dos fases constructivas en el conjunto. En la primera se habrían construido los dólmenes de Menga y Viera como parte de un proyecto único, en el que Menga habría sido empleado con fines rituales y/o ceremoniales, mientras que Viera habría servido como lugar de enterramiento de grandes dimensiones. Surge la duda, en este punto, de si dichos enterramientos habrían tenido lugar coincidiendo con el fenómeno lumínico de los equinoccios –un evento que habría estado relacionado con la idea de resurrección– o si se habrían realizado durante todo el año. En el primer caso, quedaría por determinar qué sucedía con los cuerpos de los difuntos en otras épocas del año, aunque los expertos han sugerido que quizá se enterraran temporalmente en Menga, a la espera de trasladarlos más tarde coincidiendo con los equinoccios. Para los hombres y mujeres de la Prehistoria,
Los cuerpos de los difuntos serían enterrados en el interior de los dólmenes que, a modo de útero de la Madre Tierra, serían fecundados
el sol y sus ciclos habrían simbolizado a la perfección el ciclo de vida-muerte, pues el astro rey sale y se pone cada día a modo de eterno morir y renacer. En este escenario, momentos clave del ciclo solar como los solsticios y los equinoccios habrían tenido un significado especial, lo que explicaría la orientación de los megalitos en función de estas fechas, teniendo en cuenta su función funeraria. Así, los cuerpos de los difuntos serían enterrados en el interior de los dólmenes que, a modo de útero de la Madre Tierra, serían fecundados con la esperanza de la resurrección en la otra vida. Según esta hipótesis, en la segunda fase se habría levantado el tholos de El Romeral –muy posterior– que unificaría en un único recinto las dos funciones, ritual y funeraria, y que además quedaba unido con las anteriores construcciones al estar insertado en el eje visual Menga-Viera-Peña. Esta posibilidad parece refrendada, al menos en parte, por la existencia de los vínculos de orientación entre los megalitos y la Peña y El Torcal, así como con los fenómenos lumínicos de equinoccios y solsticio de invierno.
En cualquier caso, de lo que no hay duda es de que los constructores del conjunto buscaron con sus creaciones ordenar el paisaje y el territorio que los circundaba, en el que habían establecido sus asentamientos y su fuente de sustento: la agricultura y la ganadería. Al levantar los dólmenes de Menga y Viera, y el tholos de El Romeral, los pobladores prehistóricos de Antequera estaban creando hitos humanos que, cubiertos con túmulos, imitaban elementos del paisaje que los rodeaba y que para ellos poseían connotaciones sagradas, y al mismo tiempo creaban una vinculación con el cosmos. Un mensaje que ha perdurado hasta nuestros días, transmitiéndonos un legado excepcional sobre las prácticas funerarias y rituales de estas sociedades prehistóricas del Neolítico Final y la Edad del Bronce que, hace miles de años, ocuparon esta región del sur de la Península Ibérica.