La emperatriz Eugenia de Montijo
Eugenia de Montijo, la española que “conquistó”a Napoleón III
Fue una de las mujeres que ostentó un mayor poder en su tiempo, aunque sus últimos años estuvieron marcados por la tragedia. La española Eugenia de Montijo se convirtió en la esposa del emperador Napoleón III de Francia en un siglo de tantos cambios como el XIX, pasando a formar parte de la todopoderosa familia Bonaparte. Amiga de grandes intelectuales, decidida y controvertida, llegó a ser regente del país galo durante la ausencia de su esposo e intervino activamente en la política, aunque las últimas décadas de su vida fueron una sucesión de tragedias.
Eugenia María vino al mundo en Granada el 6 de mayo de 1826. Lo hizo cuando tenía lugar el terremoto de la ciudad de la Alhambra, que provocó que se adelantara el parto un par de semanas, toda una señal para muchos de que aquel bebé haría grandes cosas. Era la segunda hija de Cipriano Palafox y Portocarrero, con tantos títulos nobiliarios que enumerarlos da vértigo – entre ellos, el de conde de Montijo–, y María Manuela Kirkpatrick, hija de un vinatero escocés exiliado en España. Creció entre las comodidades de ser hija de un Grande de España y pasó en Granada los primeros cuatro años de su vida, trasladándose entonces con su familia a Madrid.
Su padre había luchado a favor de José Napoleón en la Guerra de la Independencia, y trasladó su espíritu afrancesado –era liberal y masón– a su familia. La educación de Eugenia, así como la de su hermana Francisca –a la que todos conocían como “Paca”– fue la de dos jóvenes ilustradas y de clase alta. Por la casa de los Montijo, tanto en España como en Francia, pasaron intelectuales como Merimée –amigo de su padre y autor de Carmen–, además de viajeros que traían noticias sobre lo que ocurría en otros lugares de Europa. También se ofrecían grandes fiestas a las que acudían diplomáticos, escritores, toreros… Eugenia no tardó en dominar los usos y costumbres cortesanos y en convertirse en una auténtica dama de palacio de agudo ingenio.
Mientras que su progenitor era un hombre modesto, poco dado a la ostentación y los lujos, su esposa, inquieta y soñadora, pero de ambición sin límites, aspiraba a casar a sus hijas con el mejor partido posible. Así que un día decidió trasladarse a París con Eugenia y Francisca, dejando al conde de Montijo con sus asuntos en España. Allí Eugenia se educaría en el hermoso barrio de Montmartre, en el Colegio del Sacre Coeur, donde tuvo una profunda formación católica que marcaría su carácter. En París se codeó también con grandes intelectuales y, gracias a la amistad de personajes de la talla de Stendhal, logró introducirse y hacerse notar en la alta sociedad de la capital francesa.
A la muerte de Cipriano, en 1839, María Manuela regresó con sus hijas a España
La decisión de tomar a la española por consorte escandalizaría a otras monarquías de su tiempo, pero contó con el apoyo del pueblo
y aprovechó el usufructo de la herencia para vivir rodeada de lujos. Para afianzar su posición en la alta sociedad española, organizó un suntuoso baile de máscaras en su madrileño Palacio de Ariza, y sus hijas no tardaron en tener la edad para contraer matrimonio. En 1844, “Paca” Montijo tomaba por esposo a Jacobo Luis Stuart Fitz-James y Ventimiglia, nada menos que duque de Alba y Berwick, el que ocupaba el primer puesto entre los Grandes de España, de quien supuestamente Eugenia estaba enamorada. Y aunque algunas malas lenguas hicieron correr el rumor de que odiaba a su hermana por aquello, lo cierto es que todas las crónicas contemporáneas recogen que la relación de nuestra protagonista con ellos y más tarde con sus hijos fue inmejorable, pasando largas estancias en su residencia del Palacio de las Dueñas, en Sevilla.
Eugenia estuvo un tiempo enamorada del marqués de Alcañices, pero tras ser traicionada por éste, parece que llegó a barajar la posibilidad de tomar los hábitos, algo bastante habitual entre las jóvenes de familias adineradas. Sin embargo, era un dama de tanta belleza que la superiora del convento que fue a visitar parece que la disuadió con estas palabras: “Es usted tan hermosa que más bien parece haber nacido para sentarse en un trono”. No iba desencaminada. Al parecer no fue la única situación “premonitoria” acerca de su futuro. Está muy extendida la creencia de que cuando tenía 12 años una vieja gitana del Albaicín se acercó a ella para leerle las manos y predijo que llegaría a ser reina. Diez años más tarde, el abate Brudinet, que ejercía el ejercicio pastoral y era a su vez una suerte de nigromante, “visionó” en la misma mano de la joven una corona imperial. Al menos eso recogen varias crónicas, aunque parece un episodio apócrifo que no viene sino a recalcar la importancia que ostentó Eugenia en su tiempo.
MADRID-PARÍS
En 1849, la condesa de Montijo se trasladó e instaló de nuevo en París, una ciudad políticamente convulsa tras la Revolución del año anterior que sacudió Europa. Ostentaba el cargo de presidente de la República un sobrino-nieto del mismísimo Gran Corso, Carlos Luis Napoleón Bonaparte, que no tardó en fijarse en ella, concretamente en una recepción en el Palacio del Elíseo el 12 de abril de ese año –fueron presentados por la prima de éste, Matilde Bonaparte–. Este personaje de grandes aspiraciones y convulso pasado político – ver recuadro– acabaría por convertirse tres años después, tras un golpe de Estado y un plebiscito en el que aumentó su
poder, en emperador de los franceses el 2 de diciembre de 1852.
Al ya bautizado como Napoleón III no le fue nada fácil conquistar a la andaluza, y eso que arrastraba fama de gran mujeriego. Una vez coronado, insistió a su círculo íntimo para que las Montijo, madre e hija, acudieran a sus propiedades parisinas. Así, en una recepción en el Palacio de las Tullerías, viéndola asomada a un balcón, junto al salón inmediato a la capilla, se acercó a Eugenia y sin titubeos le espetó: “Necesito verla. ¿Cómo puedo llegar hasta vos a su alcoba?”, a lo que la española respondió con ingenio: “Por la capilla, señor, por la capilla”.
Más allá de frases que han hecho historia, sean apócrifas o no, la negativa de Eugenia a convertirse en la nueva amante del galo hizo aumentar la fogosidad y el deseo de éste, que acabó por llevarla hasta el altar. Él tenía 45 años y ella 26 y en España pronto comenzó a circular una copla que se acabó haciendo muy popular: “Eugenia de Montijo, qué pena, pena que te vayas de España para ser reina. Por las lises de Francia Granada dejas, y las aguas del Darro por las del Sena. Eugenia de Montijo, qué pena, pena”. El 30 de enero de 1853, contraían matrimonio en la catedral de Notre Dame, y Eugenia se convertía en emperatriz de Francia.
Una decisión, la de tomar a la española por consorte, que escandalizaría a otras monarquías de su tiempo y que, sin embargo, contó con la aprobación del pueblo. Los ministros del rey le aconsejaron que se decidiera por un compromiso matrimonial que le reportara algún beneficio político, pero el emperador galo se negó y se dejó llevar por lo que le dictaba su corazón. Dejó claras sus intenciones en un inolvidable discurso ante senadores, diputados y
Eugenia aceptó el reto de subir a uno de los tronos más importantes del Viejo Continente con cierto vértigo e inquietud
consejeros de Estado el 18 de enero de 1853, donde señaló: “No es un consejo lo que les pido. Les hago saber una resolución (…). La unión que voy a celebrar no se ajusta a las tradiciones de la vieja política. Ésa es su ventaja. Vengo a decir a Francia: he preferido una mujer a la que amo y respeto…”. Todo muy bonito, aunque no tardaría en dejar de respetar a su consorte para entregarse a todo tipo de aventuras amorosas...
Eugenia aceptó el reto de subir a uno de los tronos más importantes del Viejo Continente con cierto vértigo e inquietud, aunque con una admiración sin fisuras hacia su esposo, al que consideraba, según escribió, “un hombre de una fuerza de voluntad irresistible que, sin ser testarudo, era capaz de los mayores y de los más pequeños sacrificios”.
Ya desde el primer momento, nuestra protagonista mostró su devoción al pueblo francés, y el día de la boda, desde el mismo atrio de la iglesia, se volvió hacia el gentío, coronada con la diadema que lucieron sus predecesoras Josefina y María Luisa, e hizo una reverencia de sumisión, el primer
Apenas habían pasado las celebraciones nupciales cuando su fogoso esposo comenzó a mantener constantes relaciones extramatrimoniales
acto que la haría famosa. Una entrega y generosidad de las que haría gala en varias ocasiones. Por ejemplo, cuando el municipio de París, como rezaban las ordenanzas, le entregó una recaudación de 250 mil francos como regalo para joyas, Eugenia decidió donar dicha cantidad para fundar un orfanato para chicas que recibiría el nombre de Eugenia Napoleón.
Tras el enlace, los contrayentes pasaron la luna de miel en Saint-Cloud, donde Eugenia quiso ocupar las habitaciones de la reina mártir, María Antonieta, mientras preparaba su regreso a su país natal. En diciembre de 1854 la Montijo sufrió un primer aborto, tras una caída para la que le fueron prescritos baños calientes que no sirvieron de nada.
Apenas habían pasado las celebraciones nupciales cuando su fogoso esposo comenzó a mantener constantes relaciones extramatrimoniales. Aun así, Eugenia se quedó de nuevo embarazada, pero volvió a abortar. Finalmente, el 16 de marzo de 1856, tras un largo y accidentado parto, nació su único hijo varón, el heredero tan anhelado Luis Eugenio Juan José Bonaparte. Aquel día, como acto de gratitud, los soberanos apadrinaron a todos los niños nacidos en la misma fecha, además de conceder la amnistía para los presos políticos y dar una importante donación a los indigentes de París.
Mientras tanto, en el terreno político, Napoleón III, déspota en algunos sentidos pero de mentalidad abierta en otros, suprimió los trabajos forzados y permitió el sindicalismo. En cada una de sus decisiones contó con el apoyo de su esposa, la cual, a pesar de su ferviente catolicismo, lucharía contra el clero a favor de la enseñanza pública superior femenina y se convirtió en mecenas de las artes y las letras, así como en baremo para la moda del momento: todas imitaban a la emperatriz. El emperador, como muestra de respeto y admiración a su esposa, la ayudó a introducirse en las cuestiones de Estado.
DE LA ADMIRACIÓN AL DESENCANTO
La admiración y casi sumisión de la emperatriz, que en los primeros años de matrimonio llamaba a su esposo delante de terceros como “vos”, no tardaría en convertirse en desencanto con el paso del tiempo. Luis Napoleón, al que sus biógrafos, como el historiador Octave Aubry, señalan como voluble y caprichoso, tuvo una vida privada sembrada de escándalos, principalmente debido a sus escarceos amorosos. El político e historiador galo Émile Ollivier –republicano y abiertamente en contra de Napoleón III, lo que puede hacer dudar de su objetividad– describiría a Luis como “un torturado de la carne”, pues mantuvo relaciones extramaritales con la actriz y cortesana británica Elizabeth Anne Howard –Napoleón llegó a pagar sus deudas y ésta financió parte de su ascenso al poder–; y con Virginia Oldoini, más conocida como la condesa de Castiglione, la “Perla de Italia”, una de las agentes secretas más importantes de su tiempo, quien se acercó al emperador por mediación de su primo, Camillo Cavour, primer ministro del rey Víctor Manuel II, para convencer al francés de que apoyara la Unificación italiana.
Considerada una de las mujeres más bellas de su tiempo, su relación adúltera con Luis no pasó desapercibida a Eugenia, que
Aunque nunca fue muy bien recibida por los franceses por su carácter de extranjera, ocupó la regencia del imperio hasta en tres ocasiones
sufrió mucho por el escándalo y mantuvo una guerra abierta con aquella que se jactaba en público, sin pudor, de ser amante del emperador –solía referirse a la soberana, sin ningún respeto, como “esa rubia andaluza”–. Una relación que duró dos años, hasta que se descubrió la condición de espía de la italiana, siendo expulsada de Francia y provocando que su marido, Francisco Verasis, verdadero conde de Castiglione, pidiera el divorcio.
REGENCIAY COMPROMISO POLÍTICO
Puesto que Napoleón III no dejó de mantener relaciones adúlteras, Eugenia se centró en su pequeño, que fue el hijo de sus ojos, pero las circunstancias extraordinarias de los tiempos que le tocó vivir hicieron que tuviera que hacerse cargo del poder a pesar del desencanto. Aunque nunca fue muy bien recibida por los franceses por su carácter de extranjera –la llamaban despectivamente “la española”– ocupó la regencia del imperio hasta en tres ocasiones: durante las campañas de Italia en 1859; durante una estancia de Luis Napoleón en Argelia en 1865, y en 1870, en los estertores de un imperio llamado a desaparecer.
Sus decisiones políticas –como el apoyo al malogrado emperador Maximiliano en México o la negativa a secundar la unificación saboyana en Italia a favor del poder del Papa–, las tomó tras dejarse aconsejar por sus ministros y por senadores y otros asesores políticos de renombre, aunque fue acusada por sus opositores de mostrar una soberbia desmedida en sus actuaciones en este sentido.
Cuando la guerra francoprusiana se puso en contra de Napoleón III, mientras éste y su hijo de tan sólo catorce años luchaban en el frente, la derrota en Sedán obligó a Luis a claudicar, y a Eugenia a tomar el camino del exilio, huyendo de París y refugiándose en Inglaterra.
Durante los años de destierro, y tras tantos años de problemas conyugales, se produjo un acercamiento del matrimonio, que parecía más unido en la desdicha, a través de un ingente intercambio epistolar. Napoleón III era destronado oficialmente
en 1871 y, tras ser liberado de su custodia prusiana, se reencontraba con su esposa española en su residencia inglesa de Candem Plance, tras una larga y dolorosa ausencia.
Apenas dos años después moría Luis, dejando a Eugenia de Montijo desconsolada. Sin embargo, aquella que había sido amiga íntima de otra de las más grandes soberanas de su tiempo, la también desdichada Isabel I de España, que igualmente se vio obligada a exiliarse de su país, no conseguía una existencia placentera. Se trasladó entonces a una villa en Biarritz, donde viviría alejada de los asuntos de la política francesa que en otro tiempo le habían quitado tantas horas de sueño.
REGENCIAY COMPROMISO POLÍTICO
Tras la muerte de Napoleón III tan sólo le quedaba su hijo, el príncipe que se había quedado sin corona –cuentan que llegó a estar enamorado de la infanta española María del Pilar, hija de Isabel II– que, con una gran educación y deseoso de cosechar méritos propios, se alistó en el ejército británico durante el exilio. Fue destinado al sur de África, donde el 1 de junio de 1879, con tan sólo 23 años, moría trágicamente abatido a lanzazos por los zulúes tras caerse de su caballo en el transcurso de una emboscada. Apenas dos meses después fallecía de meningitis la infanta española que podría haberse convertido en su esposa.
Eugenia de Montijo quedó desolada, pero aun así hizo de tripas corazón y organizó una comitiva para viajar por el continente africano durante dos meses, hasta que dio con el lugar donde estaba enterrado su amado hijo, donde rezó, durante toda una noche, con la única compañía de unas velas. Exiliada viviría una larga existencia, marcada por el dolor de sus recuerdos. Regentaba las fiestas de la alta sociedad y residió en distintos lugares de España: en el Palacio de Liria en Madrid, en su Quinta de Carabanchel –que hoy ocupa un barrio de la capital que lleva su nombre– y en el Palacio de Dueñas, en Sevilla, donde residían los Alba. Durante sus estancias en nuestro país, fueron frecuentes sus visitas a la reina consorte Victoria Eugenia de Battenberg, esposa de Alfonso XIII, de la que era madrina y gran amiga.
Durante uno de sus viajes a España, a primera hora de la mañana del 11 de julio de 1920, con una avanzada edad, 94 años, fallecía la otrora emperatriz de Francia de un ataque de concentración de urea en la sangre –uremia–. Había sido un personaje decisivo de la política y la sociedad europea durante casi un siglo. Se hallaba en el Palacio de Liria e inmediatamente su cuerpo fue trasladado en tren a París, acompañado por una comitiva de grandes de España encabezada por el Duque de Alba. El féretro fue expuesto durante tres horas en la estación de Austerlitz con todos los honores, escoltado por el embajador de España y la flor y nata de la aristocracia francesa y española. Custodiado por el diplomático español Carlos de Goyeneche, el féretro fue trasladado a la cripta de la abadía benedictina de Saint Michael, en Farnborough, Inglaterra, donde reposaban los restos de su marido y su hijo, muy lejos de su país natal.
Durante uno de sus viajes a España, el 11 de julio de 1920, a la avanzada edad de 94 años fallecía la otrora emperatriz de Francia