Los frágiles puentes que Carlos I tendió con el erasmismo y la Paz de Augsburgo de 1555 saltaron por los aires tras el ascenso al trono de su hijo
con la ayuda de su colega Juan Calderón, salvó del olvido. Si hoy nos conmueven su carta a Felipe II y, sobre todo, su Epístola consolatoria, es en parte gracias a ellos. Esta última obra es sencillamente impresionante. A Pérez de Pineda le duele el hecho de que sus perseguidores no sean turcos ni paganos, sino “bautizados como nosotros”, que “dicen tener celo de Dios, y que lo que emprenden para afligirnos lo hacen por servirle y merecer el cielo”.
Gracias a internet, hoy nos resulta cuando menos familiar toda esta retahíla de nombres propios, que durante mucho tiempo conocimos sobre todo desde la orilla ortodoxa de Menéndez Pelayo. Si hacemos balance de lo expuesto, podemos extraer unas pocas conclusiones. La literatura evangélica en España, hostigada hasta el mutismo y publicada mayormente fuera de nuestras fronteras, pretendía la renovación de la Iglesia cristiana, criticaba el enrocamiento de las instituciones y se aferraba a la libertad de pensamiento para dominar el miedo. Con la misma intención que guiara a Lutero, algunos de sus representantes tradujeron la Biblia al castellano para acercarla al pueblo, si bien la represión de las autoridades obstaculizó su plan. Y podíamos cerrar este artículo hablando de las mujeres de la Reforma. No lo fue santa Teresa, aunque, desde luego, la fundadora de los Carmelitas Descalzos puso patas arriba a la Iglesia en España y sus ideas fueron sometidas a la lupa de la Inquisición. El grupo luterano de Valladolid se planteó incluso atraerla a su conventículo y una de sus asiduas, Ana Enríquez, fue confidente suya, como prueban las cartas que ambas se cruzaron años después del proceso de los Cazalla, del que Ana no saldría tan malparada. A su vez, Juan Gil, el famoso Dr. Egidio, predicó en varios conventos femeninos de Andalucía, donde amparó la justificación por la fe y, a decir de una priora, fue recibido casi en loor de multitudes.
Los frágiles puentes que Carlos I tendió con el erasmismo y la Paz de las religiones de 1555 saltaron por los aires en España tras el ascenso al trono de su hijo Felipe, que consideró toda heterodoxia un peligro para el Estado. Nadie –¡ni siquiera el arzobispo de Toledo Bartolomé de Carranza!– parecía libre de sospecha y la Inquisición dio el golpe de gracia al protestantismo con el fuego de Valladolid y Sevilla.
Se inició así una supervivencia difícil, poco menos que heroica, que la Constitución de 1869 alivió por fin, aunque fugazmente, en su artículo 21, relativo a la libertad de cultos.