Juana llegó a Tordesillas en 1509, acompañada por la infanta Catalina, su hija menor. Y en Tordesillas iba a permanecer el resto de su vida
definitivamente recluida en Tordesillas (Valladolid), merced a las muestras de enajenación mental que mostraba; y que pudieron estar motivadas por la depresión en que le sumió la repentina muerte de su esposo, si bien había mostrado con anterioridad otros trastornos de carácter. MÁS DE MEDIA VIDA ENCERRADA Juana llegó, pues, a Tordesillas en 1509, acompañada por la infanta Catalina, su hija menor. Y en Tordesillas iba a permanecer el resto de su vida. Décadas y décadas. Lo que, según la promesa de su padre –que la convenció de que se trasladara desde Arcos habida cuenta de la falta de medios que allí había– iba a ser una estancia temporal, trocó en una morada definitiva. ¡Hasta 1555!
Madre e hija fueron confinadas en el palacio de esa localidad castellana, un edificio de dos plantas y con perímetro rectangular que había sido mandado construir por el rey Enrique III. Desde sus ventanas, los residentes contemplaban una privilegiada vista del río Duero que no creemos que facilitara a nuestra trastornada reina sensación alguna de libertad. Tal emoción no procede cuando una –aun siendo la reina– está prisionera de los más importantes grupos de interés de su nación. Mucho menos cuando se encuentra prisionera de sí misma.
Arribó a Tordesillas una oscura noche de invierno, convencida de que acabaría recalando en Granada. Fernando, que había recibido la cesión de los poderes por parte de Juana, no se podía quitar de encima el miedo a que los movimientos de las altas esferas finiquitaran su autoridad. Le inquietaba que esa nobleza castellana, con la que ya había sufrido no pocas disensiones, le volviera de nuevo la espalda y devolviese el gobierno a su legítima propietaria. Su estrategia era clara, y aprovechando su inestabilidad, iba a mantenerla recluida y controlada. CARCELEROS DE CONFIANZA Para ello, junto a la pequeña infanta y a las damas de la Corte que las acompañaban, Fernando ubicó un carcelero de su máxima confianza: Mosén Ferrer. Este clérigo