En tiempos de la Ilustración
En 1812 la Constitución confirmó la libertad de imprenta en su artículo 371: “Todos los españoles tienen libertad de escribir, imprimir y publicar sus ideas políticas, sin necesidad de licencia, revisión o aprobación alguna anterior a la publicación, bajo las restricciones y responsabilidad que establezcan las leyes”. Solo un año y cuatro meses antes, las Cortes habían reconocido ya ese derecho en el preámbulo del Decreto IX.
El absolutismo de Fernando VII no tardó en mostrar el camino del exilio a una generación de eximios liberales. Volvieron la censura y la licencia previa, mientras la sombra de la tiranía se extendía a los dominios de América.
En enero de 1834 un decreto sobre prensa e imprenta quiso instalarse en una suerte de tierra de nadie, entre la “ilimitada libertad” y “las trabas y restricciones” que había sufrido hasta ese momento, pero la censura previa no pudo frenar la aparición de importantes publicaciones.
En 1868 concluyó un largo período en el que la prensa se había afianzado como un auténtico cuarto poder. Sometida o no a la censura previa, la opinión pública se reveló como un organismo vivo, indómito, heredero de un espíritu que había germinado ya en la época de la Ilustración. Entonces, los intelectuales que aspiraban a la modernización de España sabían por qué tierras movedizas transitaban. La monarquía absoluta era un mal necesario o inevitable para culminar las reformas en un tiempo en el que la Inquisición seguía haciendo de las suyas.Tal como apunta la historiadora y jurista Carmen Bolaños Mejías, “la intervención de la Inquisición en la censura y control de las obras impresas no puede ser vista como una competencia inquisitorial novedosa del siglo XVIII y mucho menos como una actividad política de carácter extraordinario”.