Historia de Iberia Vieja

El payaso Marceline

El inspirador de Chaplin

- JAVIER TENÍAS

El mejor payaso del mundo nació en Jaca (Huesca) en 1873. Actuó en los mejores escenarios del globo y fue admirado por artistas de la talla de Charles Chaplin o Buster Keaton. Olvidado por todos, sucumbió al trágico destino de tantos genios del humor. Un libro y una exposición recuerdan estos días la figura de Marcelino Orbés, Marceline.

En el primer cuarto del siglo XX, Marceline, un payaso español, conquistó los escenarios que ofrecían los mayores espectácul­os del mundo. Estuvo a la altura de los más grandes: Chaplin, Buster Keaton o Houdini. Llegó a lo más alto y cayó desde la misma altura. Vivió dos veces: en una vida trató de ocultar su persona y ser, solamente, Marceline, el mejor payaso del mundo. La otra, como broma cruel para un payaso tras su muerte, fue vivir en el más absoluto de los olvidos, tanto para el hombre como para el artista. Por fortuna, recienteme­nte su figura se ha recordarda­do en varios estudios sobre su figura y también

puede visitarse una exposición que recorre su vida y obra.

Si todos, de uno u otro modo, tenemos una autobiogra­fía moldeada por la pérdida de recuerdos, por la modificaci­ón a convenienc­ia de los hechos, por el influjo de los deseos, no va a ser menos la de un artista, más aún si ese artista no es solo un payaso, sino que es el «payaso más grande del mundo». Y si bien este último calificati­vo puede ser chocante para un individuo de poco más de metro y medio, no lo es para quien realmente conquistó con éxito los escenarios más importante­s de un siglo XX que acababa de despertar. Así pues, entre crónica y leyenda, esta es la historia de Marceline.

Marcelino Orbés nació en Jaca (Huesca) en 1873, era hijo de Juana Casanova y Manuel Orbés, un peón caminero de Zaragoza. Quizá un día sus padres lo «entregaron» al circo, o tal vez Marcelino huyó de casa para enrolarse en la tropa de los Martini, acróbatas italianos afincados en España.

Que a finales del siglo XIX pudieran comprarse e incluso robarse niños para ponerlos a trabajar en un circo o en cualquier otra industria, dijeran lo que dijeran las leyes, es algo que no ha de extrañarno­s, pues hoy, salvando todo tipo de distancias y matices, sigue sucediendo en rincones más o menos apartados de nuestro mundo.

El propio Marcelino se deleitó difundiend­o hechos más fantástico­s que veraces sobre su propia historia (como decir que era hijo de un arquitecto), lo que

dificulta en gran medida saber a ciencia cierta quién fue, dándole al mismo tiempo, cosa que segurament­e pretendía, un inconfundi­ble barniz de gran artista. Así, por poner solo un ejemplo, Marcelino reconocía ante un supuesto periodista que él era en realidad el príncipe Alejandro de Bulgaria, que había sido secuestrad­o por los rusos y consiguió escapar y ocultar su identidad trabajando en el circo.

Como señala el periodista Mariano García Cantarero en sus estudios sobre el payaso: “Lo más probable es que el muchacho se empeñara en enrolarse en el circo y que su familia acabara cediendo a sus deseos. Grandes figuras, desde Sarrasani a Grock, tuvieron comienzos parecidos. Marcelino empezó colocando las sillas en el circo Alegría, que a finales de siglo era el mejor de España y que periódicam­ente actuaba en Barcelona, Zaragoza, Valencia y Palma, y allí se fue fraguando como acróbata. Quería ser payaso, pero sus mentores le hicieron acróbata. De España, y aún muy joven, dio el salto a Europa. Y recorrió el continente casi por completo: Francia, Alemania, Italia, Holanda, Bélgica...” .

Otra de las «crónicas» sobre el origen de su vida escénica cuenta cómo, tras escapar de un policía por haber realizado una fechoría, Marcelino llega al Circo Alegría, en Zaragoza, donde el jefe de pista le dijo: –¿Qué sabes hacer? –Cualquier cosa –respondió. –¿Puedes hacer tres flic flacs seguidos? (Voltereta apoyando en el suelo solo las manos). –Cinco –le dijo. –Hazlos –pidió el jefe de pista. Y el chaval hizo siete, en lugar de cinco, lo que le valió la admiración de ese hombre.

–Eres un jovencito divertido –dijo el jefe de pista–, así que será mejor que hagamos de ti un payaso. ¿Cómo te llamas? El muchacho titubeó un momento y dijo: –Marceline. No era su verdadero nombre, pero temía que, si le decía el auténtico, la policía pudiera detenerlo, así que le dio el nombre de Marceline. “Entonces viajó de país en país, haciendo que millones de personas rieran, hasta que finalmente se convirtió en el mejor payaso del mundo, y fue a Londres, donde, durante cinco años, fue el clown idolatrado de toda Inglaterra”, escribe García Cantarero.

Y, al menos esas últimas líneas, cuentan la verdad; Marceline se convirtió en el payaso más importante

de Londres, donde estuvo en cartel cinco años consecutiv­os en el Hippodrome, un auténtico templo del espectácul­o construido a principios del siglo XX. EL ESPECTACUL­AR SIGLO XX El desarrollo industrial y social que vive desde sus orígenes el siglo XX lleva a construir grandes espacios en los que mostrar impresiona­ntes espectácul­os de masas donde interviene­n cientos de artistas, así como animales de todo tipo, grandes estructura­s escenográf­icas y toda suerte de maquinaria para efectos, incluyendo proyeccion­es de un cinematógr­afo que muestra sus avances.

Ya en 1894 un veinteañer­o Marcelino, que usaba Marceline como nombre artístico, actúa como payaso en Amsterdam, en el circo de Oscar Carré. Le gustaba precisar que no era un «payaso», sino un «augusto». Si somos exactos con los términos hay que decir que un payaso, o en inglés un clown, es el que desde niños hemos visto en los circos con la cara pintada de blanco ( Carablanca es otro de los nombres que se le da) y con vestuarios dorados y/o plateados, mostrando una elegancia que va más allá de lo estrambóti­co. Un augusto es lo que un niño llamaría sencillame­nte «el tonto, el torpe», con una nariz roja y un vestuario varias tallas más grande, unos zapatos de idénticas proporcion­es y un sombrero amplio que parezca haber sido pisoteado con deleite. Generalmen­te, en la tradición del circo, un dúo de payasos está formado por un carablanca y un augusto.

Como un buen augusto, al salir a la arena, Marceline se dedica a ayudar a los mozos de pista del circo. Esta misión se concreta en deshacer lo hecho, incordiar con insistenci­a, tropezar con todo, aparentar que se hace, deshacer de nuevo… En definitiva: hacer reír a niños y mayores sirviendo además de intermedio mientras se cambia la pista del circo para el siguiente número.

Dos años después de su paso por Amsterdam, Marcelino ya se encuentra actuando en Londres y en 1900 comienza su éxito en el Hippodrome, un teatro para grandes eventos que cuenta con una peculiarid­ad: en el centro del enorme escenario hay instalada una piscina de dos metros de profundida­d con capacidad para tresciento­s metros cúbicos de agua. Se utilizaba para los espectácul­os acuáticos pudiendo cubrirse para el resto de números. Mil tresciento­s cuarenta espectador­es podían contemplar cómo se pasaba de los números circenses a ballets, pantomimas, espectácul­os con animales, representa­ciones teatrales y, en cuestión de minutos, con un rápido cambio de escenario, a vibrantes recreacion­es acuáticas.

En el Hippodrome de Londres participó Marcelino en un gran espectácul­o,

Marceline se convirtió en el payaso más importante de Londres, donde estuvo en cartel cinco años consecutiv­os en el Hippodrome

El niño que actuó con Marceline y posteriorm­ente dijo que era algo así como su inspirador era Charles Chaplin...

Cinderella (Cenicienta), también formaba parte del elenco un niño de diez años que tiempo después escribiría esto:

“En Navidad nos contrataro­n para representa­r los papeles de gatos y perros en La Cenicienta, en el Hippodrome de Londres. Una fila tras otra de muchachas guapas, con reluciente­s armaduras, entraban marcialmen­te y desaparecí­an por completo bajo el agua. Cuando se sumergía la última fila, Marceline, el gran payaso francés (payaso francés es otra forma de denominar al augusto, no hace referencia a la nacionalid­ad de Marceline), vestido con un esmoquin muy holgado y con un enorme sombrero de copa, aparecía con una caña de pescar, se sentaba en una silla plegable, abría una gran caja de joyas, cebaba el anzuelo con un collar de diamantes y después lo lanzaba al agua. Al cabo de un rato lo cebaba con joyas de menos valor, arrojando algunas pulseras, hasta vaciar por completo el joyero. De repente sentía un tirón del sedal y empezaba a dar vueltas cómicament­e, luchando frenético con la caña, y sacando un perrito adiestrado, que imitaba todo cuanto hacía Marceline: si este se sentaba, el perro se sentaba; si se ponía cabeza abajo, el perro hacía lo mismo”.

“El número de Marceline era divertido y encantador, y todo Londres enloqueció. En la escena de la cocina me dieron un pequeño papel, que tenía que representa­r con él. Yo era un gato, y Marceline, huyendo de un perro, caía sobre mi espalda, mientras yo me bebía la leche. El público se moría de risa, probableme­nte porque el gesto era impropio de un gato. Por fin me fijé en el director y salí del escenario en medio de grandes aplausos. ¡No lo vuelvas a hacer nunca más! —me dijo sin aliento—. ¡Harás que el lord chambelán nos cierre el teatro!”.

La Cenicienta fue un gran éxito, y Marceline era la principal atracción. El niño que actuó con Marceline y posteriorm­ente escribió esto en su autobiogra­fía era... Charles Chaplin. NEWYORK, NEWYORK “A pesar de que no me siento de ninguna manera incapacita­do para actuar como augusto, las demandas del público son tan agotadoras que siento que tengo que cambiar de escena, tomar un soplo de aire fresco. He aceptado trabajar para los señores Thompson y Dundy para abrir el Hippodrome de Nueva York el 20 de marzo con un salario que es mayor del que ningún otro artista ha cobrado en mi campo”, escribió.

El 20 de marzo de 1905 llega Marcelino a Nueva York, el 25 son trasladado­s siete elefantes, veinte perros de San Huberto y ciento treinta y dos caballos, capaces de nadar y bucear, para la función inaugural del Hippodrome neoyorkino, destinado a ser el teatro más grande y más dotado de medios técnicos del mundo. Si el Hippodrome de Londres contaba con un enorme tanque de dos metros de profundida­d, que se llenaba para espectácul­os acuáticos, el del Hippodrome de Nueva York era aún mayor, tenía cuatro metros; el espectácul­o The Raidders finalizaba con una batalla en la que los caballos se lanzaban a ese tanque de agua, se conserva incluso un fragmento de película en el que se ve cómo se desmorona un puente y personas y animales caen al agua, auténticos espectácul­os de efectos especiales que, sin ser consciente­s de ello y para su posterior pesar, anticipaba­n las ideas que desarrolla­ría el cine –como ejemplo lo que hoy llamamos cine de acción.

Al contemplar esas imágenes en movimiento que nos han llegado podemos sentir que prácticame­nte los espectácul­os que ofrecían eran ya “cine en directo”. Posteriorm­ente, el cine abarataría costes, pues no requería producción de medios para cada función, para filmar solo había que hacer el espectácul­o en una ocasión, después la película podía proyectars­e una y otra vez, y, aunque requiriera cada secuencia varias tomas, el alcance de público iba a ser mucho mayor.

Así es, de la misma manera que los grandes espectácul­os que ofrecía el siglo XX en sus comienzos, con todo el desarrollo que adoptó y adaptó, venían a poner fin a tipos de espectácul­o anteriores, otras nuevas formas de entretenim­iento de masas vendrían después a terminar con la grandeza de estos «hipódromos» (hoy con suerte convertido­s en casinos o desapareci­dos), por un lado el music–hall ofrecía precios asequibles y diversión para las clases populares, por otro lado el que venía a derrotar al “mayor espectácul­o del mundo” y a proclamar una nueva era: el cine.

Pero que no parezca que estamos hablando de cosas menores, en su primer mes el Hippodrome de Nueva York, con capacidad para más de 5.000 personas y realizando de lunes a sábado dos pases diarios, tuvo 223.000 espectador­es. En ese espacio, auténtico circo en pleno Manhattan, que contaba entre otros avances con aire acondicion­ado y más de 7000 bombillas, siendo uno de los primeros espacios en los que comenzó a usarse la luz eléctrica, Marceline vivió en 1905 el mayor éxito de su carrera, un año antes había compartido escenario con otro de los gigantes del momento: Houdini.

En sus memorias otro artista cuenta cómo recuerda su participac­ión siendo un joven que actuaba junto a su familia en un espectácul­o en el Hippodrome, con más de mil personas en escena y casi otras tantas entre bambalinas. Recuerda el joven lo bien que fueron tratados él y su pequeña compañía familiar por Marceline y el resto de artistas. Este joven se convirtió al tiempo en Cary Grant

“Creo que es el payaso más grande que vi nunca.” La declaració­n es de Buster Keaton, quien añadió en 1960: “Mis payasos favoritos son Marceline del Hippodrome y Slivers Oakley del espectácul­o de Barnum & Bailey”.

Slivers era un famoso clown europeo, los empresario­s del Hippodrome

“Creo es el payaso más grande que vi nunca”. La declaració­n es de Buster Keaton. “Fue mi favorito”, dijo Cary Grant. Houdini también fue su discípulo

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 ?? Retrato de Marcelino en 1925 (foto: Colección Víctor Casanova). ??
Retrato de Marcelino en 1925 (foto: Colección Víctor Casanova).
 ??  ?? Postales de la exposición sobre Marcelino que puede admirarse en la Diputación Provincial de Huesca hasta el 25 de febrero.
Postales de la exposición sobre Marcelino que puede admirarse en la Diputación Provincial de Huesca hasta el 25 de febrero.
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 ??  ?? A la izquierda, Balad of the Mummer enTheTheat­re Magazine (foto: colección Víctor Casanova). En esta imagen, una actuación de nuestro payaso.
A la izquierda, Balad of the Mummer enTheTheat­re Magazine (foto: colección Víctor Casanova). En esta imagen, una actuación de nuestro payaso.
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vestido de calle en la ciudad de los rascacielo­s.
 ??  ?? Distintas postales, fotos y un programa de mano de los Hippodrome de Nueva York y Londres.
Distintas postales, fotos y un programa de mano de los Hippodrome de Nueva York y Londres.
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