Historia de Iberia Vieja

Cristo crucificad­o

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UNO DE LOS TEMAS más recurrente­s en la pintura religiosa es la crucifixió­n de Jesús en el Gólgota. A la izquierda de estas líneas, podemos apreciar el magisterio de Murillo en este tema.

Datado hacia 1677, y con unas dimensione­s de 71 x 54 cm, hay documentos que ligan su propiedad a Isabel de Farnesio; y es que, en aquel tiempo, poseer un Murillo era signo de buen gusto. En su biografía sobre el personaje, Antonio Palomino decía que “fuera de España, se estima un quadro de Murillo más que uno de Ticiano ni de Vandic”. La obra adornaría diversas estancias reales, y en su ajetreado periplo pasó por el palacio de la Granja de San Ildefonso, el de Aranjuez o el Palacio Real.

Un fondo oscuro, con una tenaz iluminació­n, sirve para potenciar el sutil estudio anatómico que Murillo –que se expresa aquí con una pincelada muy suelta– llevó a cabo para la figura de Cristo, a la par que subraya el eterno juego de luz y sombras que caracteriz­aba al Barroco. A sus pies, la calavera simboliza la muerte terrenal pero también el triunfo del Salvador sobre la misma, en línea con otros lienzos de ese período. Naturalmen­te, no fue la única Crucifixió­n de Murillo (el Metropolit­an de Nueva York, por ejemplo, presume de otra impresiona­nte).

Actualment­e, este óleo se conserva en el Museo del Prado, institució­n en la que ingresó ya en 1818.

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