El séptimo arte
El hilo invisible
LA PELÍCULA que nos trae Paul Thomas Anderson, El hilo invisible, recrea la madurez de un famosísimo modista, Reynolds Woodcock, un hombre de personalidad complicada: elegante, exquisito en sus modales, meticuloso en extremo, exigente con el trabajo y las trabajadoras y frío y desapasionado en sus afectos. Vive con su hermana en una casa-palacio que es a la vez vivienda, taller y pasarela. El personaje parece inspirado en la figura de Cristóbal Balenciaga, que también trabajaba voluntariamente recluido –en este caso en París, cuando salió de España– y sin participar en reuniones ni certámenes de moda. La sociedad que acoge a Woodcock es, por el contrario, la clase alta londinense de los años 50; las señoras más distinguidas y también las refinadas aristócratas acuden a sus salones a ponerse en sus manos.
Un día, en el retiro de su casa de campo, y casi por sorpresa, Reynolds cae fascinado por Alma, una joven camarera, a la que rápidamente convier- te en su compañera, su ideal y su musa. Alma se entrega enteramente a él, a sus dedos de artista, a su delicadeza y a su rudeza, a servirle de maniquí, de enfermera, de confidente y, por fin, de algo más. Woodcock, que se considera soltero de vocación y que ha convivido con otras amantes sin darles jamás la oportunidad del matrimonio, cede ante la belleza y la sutileza de Alma, una persona aparentemente frágil, pero dueña de una fuerza interior y una voluntad realmente indomables. Así, ambos profundizan en una relación que se sostiene sobre un hilo siempre a punto de romperse; nada es fácil en esa pareja ni en esa casa, y bajo la atenta mirada de la omnipresente hermana, y entre la legión de costureras y clientas que ocupan salones y talleres, menos aún. UN ARTISTA INDISCUTIBLE Pero el talento de Reynolds lo sobrevuela todo, capaz de crear diseños maravillosos y de construirlos con sus propias manos, y de destruir
Si es verdad que este es el último papel de Daniel Day-Lewis, habremos perdido parte importante de la historia del cine
toscamente un vestido casi terminado tanto como de hilvanar puntadas invisibles que pueden esconder más de un secreto. Cada pieza, cada tejido, cada patrón y cada trazo de tiza o de pluma esconde el esbozo de un resultado mágico, como sacado de la chistera inagotable de un gran artista. Y las mujeres de Londres, y Alma la primera, lucen encantadas las creaciones de Woodcock.
La película de Anderson es un retrato minucioso, pero sobre todo es un auténtico poema visual, pleno de imágenes fascinantes, bellísimas, y de un tempo de adagio que penetra en la psicología de los personajes al ritmo que les marca su relación con el protagonista. Un personaje, como decía, exigente, complicado y sabedor de un don inimitable. Que necesita, para expresar en la pantalla toda su vida interior, de la interpretación fastuosa de otro genio como Daniel Day-Lewis.
Vicky Krieps y Lesley Manville se lucen igualmente en sus papeles, contagiadas del fulgor que Anderson ha sabido imprimir a la historia y convencidas de acompañar al protagonista poniendo el alma en el empeño. De todo este ejemplar trabajo se benefician todos, y el que más, Daniel Day-Lewis. Si es verdad que este es su último papel, habremos perdido parte importante de la futura historia del cine. Su Reynolds Woodcock es descomunal: su composición es milimétrica, profunda y explosiva a la vez; está en casi todos los planos y en todos ellos su mirada, su gesto, su voz, su presencia, funden la pantalla. No sé si ganará otro Oscar, pero no lo necesita: Daniel Day-Lewis es un artista indiscutible.