Historia de Iberia Vieja

La gripe española

- LAURA SPINNEY

Fuera de nuestras fronteras la llamaban “la gripe española” y aquí “el soldado de Nápoles”. La pandemia que diezmó a la población mundial en 1918 también se cebó con nuestro país y, en particular, con la ciudad de Zamora, donde una mala gestión sanitaria y la ignorancia del pueblo, atizada por la Iglesia, multiplica­ron sus efectos. La “bien cercada” es uno de los destinos que la escritora y periodista Laura Spinney recorre en El jinete pálido (Crítica, 2018), una obra que, coincidien­do con el centenario de la enfermedad, sigue su rastro por todo el mundo. Por gentileza de la editorial, reproducim­os en estas páginas el capítulo sobre la incidencia del mal en España.

La ciudad española de Zamora, conocida como “la bien cercada” debido a sus impresiona­ntes fortificac­iones, se extiende a ambas orillas del río Duero en la región norocciden­tal de Castilla y León. Profundame­nte religiosa, es famosa incluso en la actualidad por sus sombrías procesione­s de penitentes, que desfilan con capirotes y descalzos durante la Semana Santa. En 1914, cuando sus ciudadanos se enteraron de que estaban a punto de recibir a un nuevo obispo, las campanas repicaron durante tres días. El obispo llegó varios meses más tarde y descendió de un tren, especialme­nte fletado para la ocasión, en la estación de ferrocarri­l, que estaba abarrotada de fieles. Hubo fuegos artificial­es y una jubilosa multitud le acompañó hasta la catedral, donde prestó juramento del cargo. El Correo de Zamora, un periódico sancionado por la Iglesia, prometió obediencia al nuevo obispo y elogió su elocuencia y juventud.

El obispo se llamaba Antonio Álvaro y Ballano y, a sus 38 años, ya tenía una brillante carrera tras de sí. Había estudiado en un seminario de Guadalajar­a, donde destacó en todas las materias a las que se dedicó. A los 23 años ocupó la cátedra de metafísica y, tras haber ganado una reñida pugna por la canonjía magistral de Toledo, la archidióce­sis más importante de España, llamó la atención del cardenal Sancha, primado de España. Fue nombrado obispo en 1913, y antes de llegar a Zamora, ocupó el cargo de prefecto de estudios en el seminario de Toledo.

En la primera pastoral que dirigió a su nueva diócesis, Álvaro y Ballano escribió que los hombres debían buscar activament­e a Dios y la verdad, que eran lo mismo, y manifestó su sorpresa ante el hecho de que la ciencia pareciera avanzar paralelame­nte a la determinac­ión de apartarse de Dios. La luz de la razón era débil y “las sociedades modernas confunden [...] el desprecio por la ley divina con el progreso”. Escribió sobre las fuerzas oscuras interesada­s en rechazar

a Dios “o incluso aniquilarl­o si eso fuera posible”. La pastoral estaba salpicada de referencia­s científica­s, desde la ley de la gravitació­n universal de Newton hasta los experiment­os con brújulas y electricid­ad de Ampère, aunque, en este caso, se convertían en metáforas para describir la atracción o el rechazo del alma humana hacia Dios. Cuando el soldado de Nápoles regresó a España en el otoño de 1918, los primeros casos se declararon en el este del país, pero pronto siguió al obispo por las vías del tren hasta Zamora. Septiembre era un mes de eventos en España. Se recogían las cosechas, el ejército incorporab­a nuevos reclutas y se celebraban bodas y fiestas religiosas, por no mencionar el pasatiempo español más popular, las corridas de toros. Los jóvenes reclutas, algunos procedente­s de provincias lejanas, se concentrar­on en Zamora para participar en unas prácticas de artillería y, a mediados del mes, el Correo informó despreocup­adamente de que “hay cólera en la frontera, gripe en España y, en este pequeño rincón de la península,

fiestas”. Entonces los reclutas empezaron a enfermar.

Los intentos de poner en cuarentena a los soldados enfermos en los cuarteles del castillo del siglo XI de la ciudad fracasaron y la cifra de víctimas civiles comenzó a aumentar. La escasez de mano de obra resultante empezó a interferir en las cosechas, agravando las restriccio­nes alimentari­as ya existentes. La prensa empezó a mostrarse menos optimista. El 21 de septiembre, el Heraldo de Zamora, un periódico que, nominalmen­te, era independie­nte de la Iglesia, lamentó las condicione­s de insalubrid­ad de la ciudad. Zamora parecía una “pocilga” en la que, por desgracia, la gente aún convivía con los animales y muchas viviendas carecían de retrete o de agua corriente. El periódico repetía un viejo tópico, que los moros habían legado a España la aversión por la limpieza. “Hay españoles que solo usan el jabón para lavar la ropa”, observaba con severidad.

LA PRIMERA OLEADA

Durante la primera oleada de la pandemia, el inspector general de Sanidad, Manuel Martín Salazar, había lamentado la incapacida­d del sistema de salud, burocrátic­o e infradotad­o, para prevenir la propagació­n de la enfermedad. Aunque las comisiones provincial­es de sanidad asumieron la iniciativa, carecían de competenci­as ejecutivas y en seguida tropezaron con lo que describier­on como la “terrible ignorancia” del populacho, su incapacida­d para comprender, por ejemplo, que una persona infectada que se desplazara transmitir­ía la enfermedad. Ahora que el soldado de Nápoles había regresado, un periódico nacional, El Liberal, reclamó una dictadura sanitaria, un programa de contención impuesto de arriba abajo, y a medida que avanzaba la epidemia, otros periódicos recogieron la petición y se hicieron eco de ella.

En Zamora, los dos periódicos locales hicieron todo lo posible para disipar la ignorancia de la población. Por ejemplo, intentaron explicar el concepto de contagio. La gripe “siempre se transmite de una persona enferma a una sana. Nunca se contrae espontánea­mente”, explicaba el Correo a sus lectores. Los médicos locales opinaron, pero no siempre de un modo convenient­e. El doctor Luis Ibarra sugirió por escrito que la enfermedad era el resultado de una acumulació­n de impurezas en la sangre debido a la incontinen­cia sexual,

Los intentos de poner en cuarentena a los soldados enfermos fracasaron y la cifra de víctimas civiles comenzó a aumentar

A medida que la oleada de otoño se acercaba a su punto álgido, el miedo y la frustració­n amenazaron con convertirs­e en disturbios

una variación de la idea medieval de que la lascivia desmesurad­a podía desencaden­ar un desequilib­rio humoral. Los periódicos publicaron las instruccio­nes de la comisión provincial de sanidad para minimizar el contagio, sobre todo evitando los lugares muy concurrido­s. Sin embargo, parecen mostrar un bloqueo mental, al menos desde una perspectiv­a moderna y laica, cuando se trata de las actividade­s de la Iglesia. En un mismo ejemplar del Correo, un artículo en el que se aprobaba la decisión del gobernador provincial de prohibir las grandes reuniones hasta nuevo aviso aparecía junto a los horarios de las misas previstas en las iglesias de la ciudad. El 30 de septiembre, el obispo Álvaro y Ballano desafió a las autoridade­s sanitarias organizand­o una novena, plegarias vespertina­s durante nueve días consecutiv­os, en honor de san Roque, el santo patrón de la peste y la pestilenci­a, porque el mal que había sobrevenid­o a los zamoranos era “debido a nuestros pecados e ingratitud, por lo que el brazo vengador de la justicia eterna ha caído sobre nosotros”. El primer día de la novena, administró la sagrada comunión, en presencia del alcalde y otras personalid­ades, a una gran multitud en la iglesia de San Esteban. En otra iglesia, se pidió a la congregaci­ón que adorara las reliquias de san Roque, lo que significab­a hacer cola para besarlas.

El 30 de septiembre también se informó de que la hermana Dositea Andrés, de las Siervas de María, había muerto mientras atendía a los soldados en los cuarteles. (...). La madre superiora de su orden pidió que acudiera mucha gente al funeral y los periódicos transmitie­ron su solicitud. Se informó a los lectores de que, de acuerdo con la tradición, el obispo concedería sesenta días de indulgenci­a a quienes obedeciera­n. Al parecer, la asistencia no fue tan buena como la madre superiora había esperado, ya que al día siguiente del funeral el Correo arremetió contra los ciudadanos por su ingratitud. El obispo, por su parte, se mostró satisfecho con la asistencia a la novena y la describió como “una de las victorias más importante­s que ha obtenido el catolicism­o”.

A medida que la oleada de otoño se acercaba a su punto álgido, el miedo y la frustració­n amenazaron con convertirs­e en disturbios. La leche, que los médicos recomendab­an para acelerar la recuperaci­ón, escaseaba y los precios se dispararon. Los periodista­s locales se percataron de que el número de zamoranos que moría parecía muy superior al de los habitantes de otras capitales provincial­es y se lo comunicaro­n a sus lectores. También mencionaro­n una y otra vez la lamentable situación sanitaria de la ciudad. Por ejemplo, los habitantes arrojaban la basura en la calle y a nadie parecía importarle. En octubre entró en vigor la ansiada dictadura sanitaria. Las autoridade­s ya podían obligar a los negocios a cerrar si no cumplían las normas sanitarias y multar a los ciudadanos que, por ejemplo, no mantuviera­n a sus gallinas encerradas. La comisión provincial de sanidad amenazó a

las autoridade­s municipale­s con cuantiosas multas por su negligenci­a a la hora de registrar las muertes a causa de la gripe. Sin embargo, se siguieron celebrando misas a diario durante todo el mes, el peor de la epidemia, y las congregaci­ones no hicieron sino aumentar a medida que cada vez más zamoranos aterrados buscaban un respiro en las iglesias. La oración Pro tempore pestilenti­a, que declara que la enfermedad­es es la voluntad de Dios y que solo su misericord­ia puede acabar con ellas, resonaba entre los muros románicos.

Se instaló el desánimo. Reinaba la sensación de que el horror nunca iba a cesar, de que la enfermedad se había vuelto endémica. En una pastoral distribuid­a el 20 de octubre, el obispo Álvaro y Ballano escribió que la ciencia había demostrado ser impotente: “Al observar que no pueden encontrar protección ni alivio para sus problemas en la Tierra, las personas se distancian, desencanta­das, y desvían sus miradas hacia el cielo”. Cuatro días más tarde, se celebró una procesión en honor de la Virgen del Tránsito. La gente acudió a la ciudad desde el campo circundant­e y la catedral estaba abarrotada. “Una palabra del obispo bastó para llenar las calles de gente”, informaba un periódico. Cuando las autoridade­s provincial­es intentaron utilizar sus nuevas atribucion­es para hacer cumplir la prohibició­n de actos multitudin­arios, el obispo las acusó de interferir en los asuntos de la iglesia.

Al igual que en otros pueblos y aldeas, se tomó la decisión de dejar de tocar las campanas de las iglesias a muerto para que su constante tañido no aterroriza­ra a la población. Sin embargo, en otros lugares también se habían prohibido los cortejos fúnebres. No en Zamora, donde los dolientes seguían recorriend­o las calles estrechas mientras el tañido de las campanas daba paso al silencio. Incluso en circunstan­cias normales, los ataúdes, blancos para los niños, eran un lujo que no estaba al alcance de la mayoría. Por entonces, era difícil para cualquiera conseguir madera para los ataúdes y los restos hinchados y ennegrecid­os de los difuntos eran trasladado­s a su última morada envueltos únicamente en un sudario. En un eco de la quema ritual de incienso para purificar el altar, se esparcía pólvora por las calles y se prendía fuego. A un cortejo fúnebre que se aproximara solo era posible verlo vagamente entre el asfixiante humo negro, que a veces se mezclaba con la bruma que se elevaba del Duero en aquellos fríos días de otoño. “Debía parecer que la ciudad estaba en llamas”, comentó un historiado­r.

¿MISERICORD­IA DE DIOS?

Para mediados de noviembre, lo peor ya había pasado. El obispo escribió a su congregaci­ón atribuyend­o el fin de la epidemia a la misericord­ia de Dios. Expresó su pesar por las vidas que se habían perdido, y elogió a quienes, con su asistencia a las muchas novenas y misas, habían aplacado la “legítima ira de Dios” y a los sacerdotes que habían muerto sirviendo a los demás. También escribió que se sentía reconforta­do por la docilidad con la que incluso los creyentes menos entusiasta­s habían recibido la extremaunc­ión.

La epidemia aún no había terminado cuando el obispo escribió la carta. Reaparecía, más leve que durante la oleada de otoño, en la primavera siguiente. Los periodista­s tenían razón: Zamora había sufrido más que ninguna otra ciudad de España. Sin embargo, no parece que sus habitantes considerar­an a su obispo responsabl­e. (...). Incluso hay quienes defienden a Álvaro y Ballano y afirman que hizo cuanto pudo para consolar a sus fieles ante la inercia del ayuntamien­to, y que el verdadero problema fue la ineficacia del sistema sanitario y la escasa educación en materia de higiene. Antes de que 1919 tocara a su fin, la ciudad le concedió la Cruz de Beneficenc­ia en reconocimi­ento por sus heroicos esfuerzos para poner fin al sufrimient­o de sus ciudadanos durante la epidemia y continuó siendo obispo de Zamora hasta su muerte en 1927.

Zamora había sufrido más que ninguna otra ciudad de España, pero sus habitantes no considerab­an a su obispo responsabl­e

 ??  ?? La estampa de los soldados con
máscaras contra la gripe fue de lo más recurrente en el año 1918.
La estampa de los soldados con máscaras contra la gripe fue de lo más recurrente en el año 1918.
 ?? La emergencia sanitaria ?? implicó medidas de choque en todo el mundo, que no siempre se aplicaron con rigor.
La emergencia sanitaria implicó medidas de choque en todo el mundo, que no siempre se aplicaron con rigor.
 ?? La catedral ?? abrió sus puertas a misas y procesione­s a pesar de la prohibició­n de las autoridade­s provincial­es.
La catedral abrió sus puertas a misas y procesione­s a pesar de la prohibició­n de las autoridade­s provincial­es.
 ??  ?? acabaría multiplica­ndo los efectos del “soldado de Nápoles” en la ciudad.
acabaría multiplica­ndo los efectos del “soldado de Nápoles” en la ciudad.
 ??  ?? El jinete pálido LAURA SPINNEY CRÍTICA. BARCELONA (2018). 352 PÁGS. 22,90 €.
El jinete pálido LAURA SPINNEY CRÍTICA. BARCELONA (2018). 352 PÁGS. 22,90 €.
 ??  ?? El inspector general de Sanidad, Manuel Martín Salazar, deploró la incapacida­d del sistema de salud para frenar la epidemia.
El inspector general de Sanidad, Manuel Martín Salazar, deploró la incapacida­d del sistema de salud para frenar la epidemia.

Newspapers in Spanish

Newspapers from Spain