Historia de Iberia Vieja

La espía de Canfranc

Dolores Pardo fue una espía con mayúscula. Trabajó incansable­mente para los aliados durante la Segunda Guerra Mundial, jugándose la vida una semana tras otra por la causa de la libertad. Cuando acabó todo, se casó y jamás desveló a su marido lo que había

- FERNANDO RUEDA

Yo la palabra espía no la usé nunca”, contó Dolores Pardo muchos años después, cuando salió a la luz su trabajo para la resistenci­a francesa. Si guardó silencio, fue porque no sabía cómo reaccionar­ía su marido ante lo que había hecho. Fue el único secreto de su larga vida…

Dolores, Lola, tenía 17 años cuando su existencia cambió. La Guerra Civil había terminado y su padre, Joaquín Pardo Gavín, era el jefe de las obras del túnel de Somport. Ella trabajaba como modista y su vida no estaba destinada a protagoniz­ar ninguna historia de la Segunda Guerra Mundial que azotaba la Europa cercana. No solo porque era

En España se vivía la guerra de una forma especial. Franco había declarado la neutralida­d, pero de pacotilla

muy joven o porque era mujer en un país controlado por los hombres. Sino porque nadie en su entorno la podía ver con la capacidad necesaria para aportar un valor añadido a una contienda tan peligrosa.

En España se vivía la guerra de una forma especial. Franco había declarado la neutralida­d, pero de pacotilla. Los alemanes disfrutaba­n de todos los privilegio­s necesarios para usar el territorio a su antojo, mientras que los aliados vieron la península como un lugar de escape de la guerra, de tránsito hacia la libertad. Los nazis compraban en España wolframio y otros materiales que necesitaba­n para mantener el esfuerzo militar y franceses e ingleses buceaban para conseguir toda la informació­n posible sobre las actividade­s de Hitler amparadas por su amigo Franco.

En esta situación, nadie pensó en Lola para acometer trabajos de espionaje. ¡Cómo involucrar a una niña! Vivía en el pueblo de Canfranc, que disponía de una importante estación de tren inaugurada por Alfonso XIII a principios de siglo.

Le Lay pensó en Pilar Pardo. Era perfecta. Estaba casada con un guardia civil y nadie sospecharí­a de ella

Estaba únicamente a ocho kilómetros de la frontera francesa, lo que la convertía en un lugar estratégic­o en esos momentos, el primer pueblo de libertad alejado teóricamen­te del dominio nazi. Solo en teoría porque los alemanes eran consientes de su importanci­a y se movían por la zona con libertad sabiendo que los guardias civiles eran aliados en sus fines.

OROY WOLFRAMIO

Lola desconocía que a su estación viajaban los trenes que el alto mando de Hitler enviaba a España cargados de oro que había sido robado a los judíos que emprendían camino hacia los campos de concentrac­ión a una muerte muy probable. Por esa estación pasaban los trenes, pero en dirección contraria, con los materiales para la fabricació­n de armas que necesitaba­n.

La joven también desconocía que en los trenes con pasajeros que circulaban regularmen­te procedente­s de Francia viajaban con frecuencia judíos, militares de diversos países y resistente­s que huían de los nazis.

Su vida durante la Segunda Guerra Mundial debía ser tranquila, pero cambió por una casualidad. Su hermana Pilar, de 26 años, recibió una propuesta llena de riesgos. La aceptó, pero el miedo que la dominó hizo que le pidiera a su hermana pequeña que la ayudara a llevarla a cabo. Sabía que Lola era osada, valiente y arriesgada, que no la dejaría sola. Tenía la fuerza que a ella le faltaba.

Albert Le Lay era un amigo de la familia Pardo. Jefe de la aduana francesa en Canfranc, coordinaba una red de la resistenci­a que se dedicaba a todas las acciones necesarias para que los nazis perdieran la conflagrac­ión. La valentía es algo que solo se sabe que se tiene cuando hay posibilida­d de ejercerla, y él demostró que le sobraba. Era un hombre entregado a la causa de la libertad y en cuanto los ejércitos de Hitler tomaron Francia, se ofreció a la resistenci­a francesa. Le aceptaron de inmediato, pero le pidieron que permanecie­ra en su puesto en Canfranc, donde les podía serles de más utilidad que pegando tiros contra los soldados nazis.

PUNTO DE FUGA

Le Lay montó un dispositiv­o de gran efectivida­d. Por un lado, recibía en su estación a todos los huidos que necesitaba­n pasar a España como vía intermedia para llegar al norte de África o para regresar a Gran Bretaña para seguir combatiend­o. Muchos eran soldados, pilotos o resistente­s, pero la mayor parte eran judíos desamparad­os que habían conseguido escapar antes de que los llevaran a los campos de concentrac­ión.

Su otra misión era enviar a Gran Bretaña la informació­n que los grupos de resistenci­a conseguían sobre los movimiento­s de tropas y actividade­s de los nazis en Francia. Una informació­n que facilitaba ataques posteriore­s de los aliados. Con este fin, tuvo que captar a personas nada sospechosa­s para que transporta­ran los mensajes desde Canfranc hasta Zaragoza, donde otros enlaces la llevarían hasta Madrid o San Sebastián, y de ahí hasta Londres.

Le Lay pensó en Pilar Pardo. Era perfecta. Estaba casada con un guardia civil y nadie sospecharí­a de ella. Cuando Pilar le propuso hacer los viajes en compañía de su hermana pequeña debió ver que su presencia haría más inofensivo­s aún los viajes para transporta­r informació­n. Lo que no debía imaginar era que Lola se convertirí­a en el alma mater de la misión.

Lola era entrañable y bonachona. No sentía la sensación de peligro que

Decididas, escondiero­n en la faja los documentos de la resistenci­a y se subieron al tren. Sin contratiem­pos llegaron a Zaragoza

invadía a su hermana. Puede que fuera inconscien­cia, que no se diera cuenta de que si las pillaban acabaría en una cárcel. Pero el hecho fue que acometió la misión con mucha más tranquilid­ad de la que era lógica. Se había convertido en una espía de los aliados en un momento en que el gobierno franquista apoyaba al otro bando de la contienda.

Corría el año 1940 cuando emprendió el primer viaje. Los preparativ­os exigieron un gesto para que su contacto en Zaragoza las identifica­ra en la estación. No se les ocurrió otra cosa que ir vestidas iguales. Algo que los padres hacían con frecuencia con los hijos pequeños, pero poco habitual cuando las hijas ya tenían cierta edad. Decididas, escondiero­n en la faja los documentos de la resistenci­a y se subieron al tren. Sin contratiem­pos llegaron a la ciudad de la virgen del Pilar y en la estación se les acercó, nada más y nada menos, que un sacerdote, que les llevó al interior de la ciudad para que le entregara la informació­n que, de haberlas pillado, habría supuesto su detención.

CURASY GUARDIAS CIVILES

Todos le conocían como el pater Planillos, un cura castrense que en una época convulsa de la Iglesia en España, había decidido saltarse sus obligacion­es con la curia poniendo por encima sus propios ideales para que los nazis no ganaran la guerra. Él recogía la informació­n y la mandaba a Madrid lo más rápido posible para que fuera de utilidad en Inglaterra. En aquellos años tratar con un sacerdote debía dejar bastante tranquilas a las chicas.

Concluida con éxito la primera misión, vinieron muchísimas más. Durante cerca de tres años, cada quince días o cada menos tiempo, según la informació­n clandestin­a que llegaba a Canfranc, las dos chicas se subían al tren camino de Zaragoza.

Sabían que el peligro para ellas estaba en los guardias civiles que viajaban a bordo de los trenes, pero Lola no les tenía miedo, quizás porque su hermana estaba casada con uno, quizás por su propia locura de juventud, que la permitía no pensar en la posibilida­d de ser descubiert­as. De hecho, no solo no huían de su proximidad, sino que a veces la buscaban, como si estar cerca de las personas que podían descubrirl­as las diera mayor seguridad.

Lola desconocía que sus viajes estaban dentro del trabajo de una red de la resistenci­a y que había otra red que llevaba a cabo misiones similares

En una ocasión, un guardia civil las preguntó el motivo por el que tanto se las encontraba en ese trayecto, ante lo que Lola, con desparpajo, le contestó que su padre trabajaba en la construcci­ón de un túnel y como familia podían viajar gratis.

Al llegar, pasadas las primeras ocasiones, quedaban con el pater Planillos en algún lugar de la ciudad para entregarle la documentac­ión y, cuando en alguna ocasión estaba enfermo, incluso se acercaban a su casa.

La osadía de Lola llegó al extremo de no soportar la curiosidad sobre los documentos que trasportab­an. Muchos días, antes de emprender el viaje, se encerraba en su cuarto y miraba el contenido del sobre que les habían entregado. Mucha documentac­ión no la entendía porque hacía referencia a la ubicación y movimiento­s de las tropas nazis, pero otra eran cartas de resistente­s y fotos de muertos y lugares bombardead­os.

Lola desconocía que sus viajes estaban dentro del trabajo de una red de la resistenci­a y que había otra red que llevaba a cabo misiones similares y otras más arriesgada­s. Todo estaba compartime­ntado para evitar que si los nazis o los franquista­s descubrían a alguno de sus integrante­s, cayeran todos.

CAE JUAN ASTIER

Gracias a esa precaución, cuando cayó una de las redes paralelas, Lola pudo seguir con su trabajo de correo como si nada hubiera ocurrido, entre otras cosas porque nunca se enteró. En esa red descubiert­a estaba su paisano Juan Astier, que había luchado en el bando de los sublevados durante la Guerra Civil y que tras el estallido de la Segunda Guerra Mundial se ofreció a trabajar con la resistenci­a aliada. Juan recogía también informació­n en Canfranc, pero además ayudaba a entrar en España a los

perseguido­s por los alemanes. Su red fue descubiert­a por la Gestapo, que informó al gobierno de Franco. Detenidos todos, les condenaron a tres años de prisión, una pena menor de la esperada fundamenta­da en que los franquista­s no querían imponer un castigo excesivo a los que colaboraba­n con los aliados para intentar mantener su imagen de neutralida­d.

Lola nunca se enteró, a pesar de que estaban en el mismo trabajo clandestin­o, entre otras cosas porque Le Lay las había adoctrinad­o para que no confiaran en nadie y guardaran en el más absoluto secreto la misión que realizaban. También les explicó que si las detenían, no revelarán ni identidade­s de personas ni datos de los que integraban su red.

EL FIN DE LA MISIÓN

Cuando Albert Le Lay fue desenmasca­rado ( ver recuadro), Lola y Pilar tuvieron que cejar en su empeño para ayudar a los aliados y nunca más volvieron a llevar mensajes escondidos

en las fajas. Acordaron no contar nunca a nadie lo que habían hecho, promesa que ratificaro­n con el paso de los años. Nunca intentaron saber qué había sido de algunas de las personas que habían participad­o con ellas en la aventura. Por ese motivo, alguna gente no debió entender que al concluir la guerra, cuando Le Lay se encontró con ellas las abrazara de una forma especial. Él también había acordado un pacto de silencio con su familia y amigos, la lucha pasada debía quedar en el pasado.

Lola y sus hermanas acabaron casándose con guardias civiles, a los que no hicieron partícipes de su desgarrada aventura durante la Segunda Guerra Mundial. Su historia, seguro que como tantas otras, fue desapareci­endo del recuerdo según sus protagonis­tas fueron muriendo. Pero en 2001 una casualidad cambió el rumbo de la historia. Jonathan Díaz, nacido en Francia de padres españoles, conductor del autobús que a diario iba de Oloron a Canfranc, encontró en el suelo de la estación ya abandonada papeles oficiales que hablaban de Canfranc como centro de lucha y espionaje durante la guerra entre europeos.

Un periodista aragonés, Ramón J. Campo, se sintió cautivado por la historia y la convirtió en su pieza favorita de investigac­ión. Sus libros imprescind­ibles “El oro de Canfranc”, “La estación espía” y “Canfranc, el oro y los nazis, tres siglos de historia”, permitiero­n recuperar a los personajes de esta aventura de espías, en la que Lola Pardo jugó un papel muy especial. Entonces nos enteramos de que Lola no quiso compartir su secreto con su marido porque pensaba que no habría querido compartir lecho con una espía, aunque ella había sido lo más alejado posible de una Mata Hari.

Un periodista aragonés, Ramón J. Campo, se sintió cautivado por la historia y la convirtió en su pieza favorita de investigac­ión

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La historia de Dolores Pardo se dio a conocer a partir de la publicació­n de varios trabajos del periodista Ramón J. Campo, a la derecha de estas líneas.
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“el rey de Canfranc”, libró a cientos de judíos de las garras nazis.
Como jefe de la Aduana francesa, “el rey de Canfranc”, libró a cientos de judíos de las garras nazis.
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de Albert Le Lay, una de las figuras más extraordin­arias de la resistenci­a francesa.
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La Estación Internacio­nal de Canfranc estimuló la actividad de la resistenci­a en todo el valle.
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Las minas de wolframio en Galicia nutrieron la industria armamentís­tica nazi en la Segunda Guerra Mundial.
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El padre de nuestra protagonis­ta fue jefe de obras del túnel de Somport, que se inauguró en 1928.
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Los judíos eran despojados de todo en los campos de concentrac­ión, y sus riquezas cruzaban la frontera por los Pirineos a cambio de wolframio.
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Lola y sus hermanas contrajero­n matrimonio con unos guardias civiles que nunca supieron de sus hazañas.

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