Convivieron en el mismo espacio público la cultura de la corte y la cultura urbana sobre la base de unas mismas convicciones religiosas
la jura: “tendréis realmente y con efecto a todo vuestro leal poder a dicho Serenísimo y esclarecido príncipe D. Fernando por príncipe heredero de estos reinos durante la vida de Su Magestad, y después de ella por vuestro rey y señor natural, y como tal le prestáis la obediencia, reverencia, sujeción y vasallaje que le debéis”.
El infante don Antonio fue el primero en realizar el juramento. Le siguieron los obispos y nobles, y cerraron los diputados. Tras pronunciar el juramento, cada uno besó las manos del rey, de la reina y del príncipe. Finalizados los juramentos, el secretario de la Cámara de Castilla, Manuel de Aizpun y Redin, preguntó al rey “si aceptaba como Rey y Señor natural de estos reinos y legítimo sucesor de ellos, y en nombre del Serenísimo señor Príncipe D. Fernando su hijo, el juramento y pleito homenaje y todo lo demás ejecutado en este acto en favor de S.M. y del Serenísimo Príncipe”. El rey dio su asentimiento. El acto finalizó con un tedeum. Había anochecido cuando el rey regresó a palacio.
Al día siguiente de la jura se celebró en la plaza Mayor una corrida de toros, con asistencia de los reyes y su familia. También se hizo un simulacro de batalla entre ejércitos mandados por generales, entre otros el duque de Crillon, el príncipe de Castelfranco, Ventura Escalante y el conde de Campo Alange. Los festejos se prolongaron con luminarias, bailes, refrescos y cenas en las casas de nobles y embajadores extranjeros, cuyas fachadas, como otras muchas, estaban suntuosamente engalanadas para la ocasión. Todo lo vivieron con entusiasmo y gran regocijo los habitantes de Madrid y el numerosísimo gentío que acudió a la ciudad para presenciar el acontecimiento. Se calculó que llegaron unos sesenta mil forasteros.
FIESTA PORTODO LO ALTO
Desde el 19 de septiembre, fecha de la reunión de los diputados a Cortes para acreditar sus poderes en la residencia del conde de Campomanes, hasta el 24, la ciudad vivió seis intensos días de fiestas y ceremonias vistosísimas. El ritual seguido para la transmisión de la corona estuvo organizado hasta el detalle de acuerdo con normas estrictas heredadas de la tradición, porque era esencial dar a entender la raigambre histórica de la monarquía; por esta razón se siguió el empleado en la jura del príncipe Baltasar Carlos en 1632. El ceremonial creó un sentimiento de “comunidad” entre los reyes y sus súbditos.
Durante unos días convivieron en el mismo espacio público la cultura de la corte y la cultura urbana sobre la base de unas mismas convicciones religiosas. Los participantes en el rito reconocían su respectivo lugar y sus competencias de acuerdo con las jerarquías y estructuras de poder establecidas. En consecuencia, el espectáculo no fue sólo una expresión del poder real, una forma de anunciarlo, de decirlo, sino también una manera de perpetuarlo. El futuro de la corona española estaba asegurado en la persona del príncipe Fernando de Borbón, a punto de cumplir los cinco años de edad.