La lupa sobre la historia Raqueros de Santander
LLEVAN DESDE 2007 ROBANDO PROTAGONISMO a los muchos monumentos que acicalan la ciudad de Santander. Cuando menos, despiertan el interés de los muchos turistas que pasean por el Paseo de Pereda, que se dejan despeinar con gusto por la agradable brisa que despide el mar. Esas cuatro figuras de bronce que encarnan a otros tantos niños al borde del Cantábrico, todos mirando al mar, dos sentados, con los pies al vuelo, otro aparentemente vigilando el horizonte, el más valiente, inclinado, en el último escorzo antes de abandonar el suelo firme y volar hacia el mar. Al escultor santanderino José Cobo Calderón se le deben sus hechuras. Y al peculiar, triste y a la vez un punto nostálgico, relato de las vidas de ese grupo de niños es a lo que homenajea tan moderna escultura. Ya a finales del siglo XIX se los conocía como raqueros. Hoy, también.
Antes de la ubicación del monumento en el muelle santanderino, quien más hizo por dar a conocer este fenómeno tan local fue el escritor cántabro José María Pereda, uno de los más insignes representantes del realismo español decimonónico. En sus célebres Escenas montañesas (1864), recoge un capítulo dedicado a los requeros, de quienes asegura que “su destino es apropiarse de cuanto no tenga dueño conocido: si alguna vez se extralimita hasta lo dudoso, o se apropia lo del vecino, razones habrá que le disculpen; y, sobre todo, una golondrina no hace verano”. En cierto modo, el raquero era eso, un buscavidas, el traslado del arquetipo del pícaro castellano del Siglo de Oro a las ciudades marítimas del norte de la Península. Porque la acción de estos muchachos, su penuria y su granujería, no era exclusiva del Santander de finales del siglo XIX y comienzos del XX. Sí lo fue, sin embargo, el bautismo como raquero… y lo es el hecho de haber perdurado su imagen en una escultura frente al mar, que invoca unos personajes que el paso del tiempo había hecho olvidar en muchos lugares.
“El raquero de pura raza nace, precisamente, en la calle Alta o en la de la Mar”, nos explica Pereda. “Su vida es tan escasa de interés como la de cualquier otro ser, hasta que sabe correr como una ardilla”. Es entonces cuando entiende que es la picardía, y también la limosna, las que le van a permitir sobrevivir. Y todo ello estaba, por supuesto, causado por la escasez de la clase social en que habían nacido, pero también por el vagabundeo. Y una de los gérmenes más habituales del mismo era la insuficiencia y mala gestión por parte del sector público, en concreto la carencia de suficientes plazas escolares que llevaba a los más niños más
Eran grupos de niños humildes que, en los muelles de Santander, mendigaban entre paseantes y viajeros del siglo XIX en busca de caridad. No dudaban en lanzarse al mar para recoger las monedas que les arrojaban.
JAVIER MARTÍN
pobres a no escolarizarse y pasar el día merodeando por las calles de la ciudad.
Si bien en el resto de España no es un término muy utilizado, la RAE sí recoge hoy una acepción en la cual el raque sería la acción de “recoger los objetos perdidos en las costas por algún naufragio o echazón”. Y esa es, con ciertos matices, la labor que ha marcado la imagen tierna de estos niños de otra época y que llegó a hacer de ellos una atracción para los tripulantes y pasajeros de los barcos que amarraban en la costa santanderina. Los raqueros del muelle participaban en pequeños hurtos, pero por lo que llamaban especialmente la atención era por su disposición a recoger todo aquello que se lanzaba, bien fuera inconsciente o deliberadamente, al mar. Fue costumbre, un tanto cruel, por parte de dichos pasajeros e incluso por los propios santanderinos que paseaban por los muelles, lanzar monedas al agua con la intención de que los niños necesitados, se arrojaran al mar para hacerse con ellas y tomarlas como limosna. También, si el viento de la costa precipitaba al agua sombreros o prendas voladoras similares, los raqueros se lanzaban de cabeza a recuperarlos, con la confianza en que la devolución de la misma supusiera un donativo por parte del propietario.
Hoy, afortunadamente, los raqueros y su “oficio” solo permanecen en bronce. Sin embargo, a tenor de las decenas de turistas que se detienen a fotografiarse junto a sus representaciones, es evidente que el embrujo de su tierna leyenda se mantiene vivo en la ciudad del siglo XXI.