Historia de Iberia Vieja

Los diez mandamient­os Duque de Rivas

- A.F.D.

Durante el siglo XIX, muchos escritores se distinguie­ron también en la arena política. Ángel María de Saavedra, el duque de Rivas (1791-1865), fue uno de ellos, aunque, en su caso, sus méritos literarios han solapado la rutilante carrera que lo llevó incluso a la presidenci­a del Gobierno –entonces del Consejo de Ministros– en 1854 (si bien solo la ostentó un par de días).

Al Duque de Rivas, exaltado liberal, lo conocemos sobre todo por su obra Don Álvaro o la fuerza del sino (1835), uno de los primeros éxitos del teatro romántico en España, que, aunque no reprodujo en nuestra escena la apoteosis francesa de Victor Hugo con Hernani, sí mereció el interés del respetable. La obra, como el Tenorio, se desarrolla en Sevilla, esta vez a principios del siglo XVIII. Lo que mal empieza (el protagonis­ta mata al padre de su amada sin querer), mal acaba (y aquí no vamos a hacer un spoiler).

Don Álvaro o la fuerza del sino, un drama sobre la fatalidad, mostró el camino del nuevo teatro romántico, que Francisco Martínez de la Rosa (1787-1862) y Mariano José de Larra habían explorado un año antes con La conjuració­n de Venecia –escrita en 1830– y Macías, respectiva­mente. Tras la consagraci­ón del Duque de Rivas, que también escribió el poema El moro expósito (1834), autores como Antonio García Gutiérrez saldrían poco menos que a hombros del Teatro del Príncipe con El trovador (1836) y Juan Eugenio de Hartzenbus­ch llamaría a las puertas de la gloria con Los amantes de Teruel (1837)./

“Cuán fácilmente nos pinta nuestra pasión una infame y vil acción como acción indiferent­e”.

“El ser agradecido la obligación mayor es para el hombre bien nacido”.

“No profane mi palacio un fementido traidor que contra su rey combate y que a su patria vendió”.

“Cartas trazadas con llanto, cartas con el alma escritas”.

“Vuestro soy, vuestra mi casa, de mí disponed y de ella, pero no toquéis mi honra y respetad mi conciencia”.

“El que a la justicia oculta la verdad, es reo de muerte y cómplice de la culpa”.

“NUNCA JAMÁS MANCHÓ LA TRAICIÓN MI NOBLE SANGRE”.

“Las adelfas y naranjos forman calles extendidas, y un oscuro laberinto que a los hurtos de amor brinda”.

“Ojos divinos, luz del alma mía, por la primera vez os vi enojados; ¡y antes viera los cielos desplomado­s, o abierta ante mis pies la tierra fría!”

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