Inés Suárez
Inés de Suárez fue una mujer valiente, tierna, cruel, desesperada, enamorada, devota y hereje, una fuente de contradicciones de lo más humana. Los azares del destino la llevaron a vivir una vida llena de aventuras, convirtiéndola en una de las figuras clave de la historia de Chile.
Cuando Isabel Allende escribió su novela Inés del Alma Mía, inspirada en la vida de Inés de Suárez, no tuvo que inventar mucho, como ella mismo reconoció. “En estas páginas narro los hechos tal como fueron documentados. Me limité a hilarlos con un ejercicio mínimo de imaginación”, confesaba la autora chilena en las primeras páginas del libro. Su arranque de sinceridad ya nos da una gran pista sobre lo que vivió aquella mujer: una auténtica vida de novela.
La conquistadora Inés de Suárez llegaría a convertirse en una de las figuras más influyentes del panorama político y económico en la configuración del territorio chileno durante la conquista, de acuerdo a las Crónicas de Indias. Sin embargo, los historiadores decidieron borrar su protagonismo durante más de cuatrocientos años, haciéndola invisible a los ojos del público. LA HISTORIA EMPIEZA EN EXTREMADURA Inés de Suárez nació en Plasencia, Extremadura, en el año 1507, en el seno de una familia humilde. Por no tener, no tenía ni padre, o mejor dicho, sí que hubo de existir un progenitor, pero ella nunca llegaría a saber quién fue, por lo que todo lo relativo a su origen resulta una misterio y deja en el aire toda suerte de especulaciones. Algunos rumores aducen al hecho de que su padre huyó al enterarse del embarazo. Otras sospechas apuntarían a que el padre de Inés era, en realidad, su propio abuelo, quien pudo estar abusando sexualmente de su propia hija.
Fue precisamente su abuelo, un ebanista de la cofradía de Veracruz, quien tuvo que hacerse cargo de la pequeña Inés. Poco más sabemos de su familia, salvo que tenía una hermana llamada Asunción, y que su madre tenía una enfermedad del aparato digestivo un tanto incapacitante. Aún así, logró sacar
a Inés adelante, dándole la mejor herencia que pudo: transmitirle sus conocimientos y enseñarle el oficio de costurera.
En 1526, contando Inés con la edad de 19 años, conoció a Juan de Málaga, con quien gracias a las influencias y e intercesión de su abuelo acabaría contrayendo matrimonio. La joven pareja no tuvo hijos, pues al parecer Inés de Suárez era estéril, y los años de sequía maternal, durante los cuales tuvo relaciones sexuales con al menos otro hombre más, vendrían a confirmar que no podía tener hijos.
En algún momento del periodo comprendido entre 1527 y 1528, su marido Juan de Málaga decidió probar suerte y buscar fortuna en las Américas – concretamente en Panamá–, como hicieron muchos intrépidos extremeños por aquel entonces. No había pasado ni un año desde el enlace conyugal, pero Inés aguardó pacientemente a que el esposo cumpliera la promesa de volver a buscarla. Los años empezaron a pasar, y con ellos, se hicieron cada vez más evidentes las ausencias y noticias más escasas sobre Juan de Málaga, que en última instancia siempre llegaron desde Venezuela. Hasta que un día, no se volvió a saber nada de él. Era como si la tierra se lo hubiera tragado. Habían pasado diez años, lo que se dice una década, desde su marcha. Las relaciones a distancia son difíciles, pero en el siglo XVII mucho más, con pocos medios para comunicarse salvo el de la carta y el correveidile, sin otro medio de transporte para cruzar el charco salvo el barco, y hasta para aventurarse allende los mares había que pedir permiso a la Corona. Pero también eran tiempos en los que una mujer, cuando se casaba, normalmente, lo hacía para toda la vida. No obstante, Inés no era de esa clase de mujeres capaces de quedarse sentada sin hacer ni de resignarse a las incertezas del destino. Y como el que espera desespera y el que viene nunca llega, Inés de Suárez decidió que ya había llegado el momento de pasar a la acción y salir a buscar a su marido.
EL VIAJE AL NUEVO MUNDO En 1537 Inés de Suárez consiguió la licencia real necesaria para embarcarse con destino a las Indias en busca de su marido. El permiso del rey pasaba por presentar testigos que avalasen su cristiandad y por prometer que no emprendería sola tal aventura, sino que se haría acompañar por una sobrina. Los preparativos del viaje se tomaron su tiempo, pero unos meses más tarde, ya estaba embarcando. En 1538 pisó tierras caribeñas y, desde allí, se encaminó hacia el Perú.
Una mujer en tierras lejanas y desconocidas, sin otro deseo que el de encontrar a su marido. Y le encontró, pero no como ella esperaba, porque le encontró muerto. Y lo peor de todo es que no llevaba muerto un año, ni dos, ni tres. Le dijeron que había muerto en la Batalla de las Salinas, un combate en el que las tropas de los hermanos Pizarro, Hernando y Gonzalo, vencieron a las de Diego de Almagro, en su disputa por el control de la ciudad de Cuzco. La guerra civil entre estos conquistadores del Perú tuvo lugar el 6 de abril de 1538. Es
En 1537 Inés de Suárez consiguió la licencia real necesaria para embarcarse con destino a las Indias en busca de su marido
decir, aquel mismo año. Si hubiera llegado un poco antes, habría podido abrazarle, aunque tal vez, no habría podido cambiar su destino. Lo cierto es que lo nefasto de aquellas noticias que de repente la convertían en viuda también la iban a situar en la antesala de un destino tan épico y emocionante como dramático e injusto. Y todo empezó precisamente por eso, porque se había quedado viuda, la viuda de un soldado español, en tierras lejanas.
Así, cuando la burocracia terminó de engrasar sus resortes, el gobierno dio a Inés de Suárez su correspondiente pensión de viudedad en aquella época y contexto, por ser la viuda de un soldado español. ¿En qué consistió la compensación? En una pequeño trozo de tierra situado precisamente en Cuzco, la ciudad en disputa por la que había muerto su marido. Pero no sólo recibió una parcela, sino una encomienda de indígenas que debían retribuirle con el fruto de su trabajo. Decidió instalarse en la propiedad e intentar sacar la explotación adelante. No tenía nada que perder y, tal vez, sí “algo” que ganar. Y lo cierto es que no le fue del todo mal, entre lo que le sacaba a la tierra y lo que se ganaba ejerciendo el oficio de costurera que había desempeñado ya antes en España. Fue encontrando su sitio en un lugar remoto y exótico, a veces inhóspito, lejos de la familia, de los seres queridos.
EL ROMANCE CON PEDRO DE VALDIVIA Quiso la casualidad que su vecino de finca fuera Pedro de Valdivia, aquel conquistador que además era paisano suyo, pues procedía de la extremeña localidad de Villanueva de la Serena. Valdivia ya había destacado como soldado en la Guerra de las Comunidades de Castilla, y posteriormente en las campañas de Flandes, las Guerras Italianas, la batalla de Pavía y el asalto a Roma. En 1535 puso rumbo al Nuevo Mundo dejando atrás a su esposa Marina Ortiz de Gaete, de origen noble. Después de dar algunos tumbos por las Américas, que si una expedición aquí, que si una fundación allá, con su correspondiente rosario de alianzas y desavenencias incluido, acabó dando con sus huesos por tierras peruanas. Allí, en 1538, se alistó bajo las órdenes de Pizarro para luchar contra Diego de Almagro en la Batalla de Salinas.
Una vez finalizada la contienda bélica, y habiendo guerreado en el bando vencedor, fue recompensando por su desempeño militar con unas minas de plata en el Cerro de Porco (Potosí) y unas tierras en el valle de la Canela (Charcas), donde tenía precisamente como vecina a Inés de Suárez, la viuda de su compañero de armas Juan de Málaga, caído en aquella misma batalla que la dejó viuda. Azares del destino, que diríamos. La cuestión es que estos paisanos extremeños, convertidos en vecinos terratenientes por tierras peruanas, se mantuvieron alejados de las consabidas disputas por linderos, y acabaron haciendo buenas migas, prestos a ayudarse, visitarse y ayudarse en lo que hiciera falta. No sabemos cómo fue la primera cita amistosa, si una invitación formal a tomar el chocolate o quién sabe qué, pero lo que sí sabemos es que “la amistad terminó por fraguar en romance para escándalo de propios y extraños, pues ella era libre para comenzar una relación o incluso casarse, en cambio el militar estaba casado con Marina Ortiz de Gaete”, tal y como lo expresaron Silvia Casasola y Juan Antonio Cebrián en El valor es cosa de mujeres.
“La Corona española se preocupó por introducir orden y control en la vida de la sociedad colonial en detrimento de la lógica moral del mundo prehispánico. Tal orden era mucho más riguroso cuando se trataba de la vida afectiva”, decía Hermes Tovar Pinzón en su obra La batalla de los sentidos: infidelidad, adulterio y concubinato
Quiso la casualidad que su vecino de finca fuera Pedro de Valdivia, aquel conquistador que además era paisano suyo
Tras once largos meses, a la altura del valle del río Mapocho, fundaron Santiago de Nueva Extremadura, actual Santiago de Chile
a fines de la Colonia. Así, en América no sólo estaba prohibido y seriamente castigado el adulterio, sino que la corona obligaba a los españoles casados residentes en las Indias a vivir con las esposas que habían tomado en la península. Es decir, Pedro de Valdivia sabía que tarde o temprano le obligarían a cumplir con la ley, como también lo sabía Inés de Suárez. Aún así, optaron por hacer como que la cosa no iba con ellos, y se lanzaron a vivir su apasionado amor, haciendo oídos sordos a los rumores que los relacionaban.
LA CONQUISTA DE CHILE Tan locos y enfebrecidos se encontraban los amantes en las mieles del amor, que al poco de enamorarse, decidieron enrolarse en una expedición a tierras chilenas, una aventura tan excitante como peligrosa, no sólo por los devenires y acechanzas del camino, sino porque era necesario mentir sobre Inés de Suárez y enseguida veremos por qué. Valdivia le había escrito a Pizarro acariciando la posibilidad de explorar aquellas tierras, pero el gobernador de las tierras peruanas de Nueva Castilla, trató de disuadirle por todos los medios de emprender una hazaña tan arriesgada. Sin embargo, Pedro de Valdivia se empeñó en seguir sus propósitos, e invirtió todo lo que tenía en organizar el viaje. Pocos fueron los que se sintieron atraídos por aquella “excursión”. A falta de hombres y con otro protagonista en escena –Pedro Sánchez de la Hoz– con capitulaciones selladas por el emperador para acometer la misma empresa, la joven pareja ya se vio en aprietos y polémicas antes de partir. Como tanto un Pedro como el otro eran hombres de confianza de Pizarro y ambos le habían servido fielmente, y además habían invertido sus bienes en sufragar la ruta, se llegó a la decisión salomónica de que los dos se ayudasen en la tarea. En 1540 partirían de Cuzco mil indígenas porteadores, un jovencísimo ayudante adolescente, ocho soldados y una sirvienta, que no era otra sino Inés de Suárez, de incógnito, pero es lo que tuvo que poner Pedro de Valdivia en la solicitud que elevó a firma de Francisco de Pizarro y el padre Comendador de Nuestra Merced para que le dejaran llevarse a aquella mujer en su expedición. “Una sirvienta”, sin más. Si hubieran sabido que se trataba de Inés de Suárez no la habrían dejado ir. Así fue como Valdivia y Suárez burlaron las estrictas leyes y convencionalismos religiosos y morales de la época y se dirigieron a conquistar el mundo. Y así fue, también, como ella se convirtió en la primera mujer española, por no decir la primera europea, en pisar tierras chilenas.
Durante la durísima travesía por el desierto de Atacama, con las tropas engrosadas, pues se habían unido a la expedición más ciento cincuenta hombres procedentes de otras expediciones fracasadas que decidieron probar fortuna con Valdivia, Inés de Suárez destacó por su gran valentía y aguante. Según Tomás Thayer Ojeda, sus compañeros de viaje la describían como “una mujer de extraordinario arrojo y lealtad, discreta, sensata y bondadosa, y disfrutaba de una gran estima entre los conquistadores”. Fue en aquella época cuando todos conocieron su cara amable, aquel rostro angelical que los servía y cuidaba cuando caían enfermos.
LA GUERRERA Tras once largos meses, a la altura del valle del río Mapocho, fundaron Santiago de Nueva Extremadura, actual Santiago de Chile, una región amplia y fértil, rica en recursos hídricos. Pero como es de imaginar, a los nativos de la zona no les vino bien la intrusión. Se avecinaban vientos de guerra. Los expedicionarios decidieron establecerse entre dos colinas para asegurarse una posición defensiva, con el río Mapocho a sus pies, a modo de barrera. Valdivia envío la habitual embajada de ofrendas y regalos a los caciques locales con la pretensión de hacerles entender que venían en son de paz. Ellos, aceptaron los regalos, pero lanzaron un ataque a aquellos españoles que venían en son de paz, sí, pero a quedarse con sus
Los españoles salieron al rayar el alba a enfrentarse a un cuerpo de entre 8.000 y 20.000 soldados indígenas... Demasiados
tierras, dibujarlas en un mapa, establecer fronteras, imponer sus leyes y costumbres y arrebatarles la libertad de ser quienes siempre habían sido. Eran indígenas, pero no tontos.
En la ofensiva contra los españoles, el cacique Michimalonco lideraba a su gente y a punto estuvo de acabar con los españoles, de acuerdo a la historiografía española. Sin embargo, hubo un momento en el que los indígenas empezaron a huir en estampida, abandonando las armas, muertos de miedo. Los españoles lograron capturar a algunos de ellos como prisioneros de guerra. Preguntados por el motivo de su huida, los cautivos declararon que habían visto “a un hombre montado sobre un caballo blanco que, empuñando una espada, bajó de las nubes y se abalanzó sobre ellos”. Los españoles, claro está, pensaron que la misteriosa aparición no podía ser otra cosa que la milagrosa intervención del apóstol Santiago, a lomos de su caballo blanco. Ese fue el motivo por el que bautizaron como Santiago de Nueva Extremadura a la ciudad que fundaron el 12 de febrero de 1541. Habría que matizar, en cualquier caso, que la conquista de Chile se hizo a pie y a lomos de caballos y mulas, y que fue el propio Pedro Valdivia quien introdujo esta especie animal en la región, partiendo en su día con 75 ejemplares con los que cruzó el desierto de Atacama. No es difícil imaginar la impresión que los equinos produjeron en los indígenas la primera vez que los vieron. Jamás habían visto semejante animal y cuando veían a los jinetes cabalgando a lomos de un caballo, más de uno llegó a creer que se trataba de extrañas bestias con mitad cuerpo de hombre y mitad cuerpo de animal fundidos en un solo ser, como el Minotauro del Laberinto.
El enfrentamiento fue complicándose cada vez más, y el 11 de septiembre, los españoles salieron al rayar el alba a enfrentarse a un cuerpo de entre 8.000 y 20.000 soldados indígenas, según estimaciones. Demasiados. Los españoles contaban con mejores armas, eso sí, pero eran infinitamente inferiores en número. Al anochecer no tuvieron más remedio que batirse en retirada y amotinarse en la plaza. Entonces dio comienzo el asedio. Los indígenas no dejaban de lanzarles flechas incendiarias, quemaron buena parte de la ciudad, y fueron logrando causar bajas humanas y animales La desesperación se palpaba en el aire y el sacerdote de la expedición, Rodrigo González de Marmolejo, llegó a decir que aquel era el Día del Juicio y que sólo podía salvarlos un milagro, y aquel milagro, según cuentan, fue la mismísima Inés de Suárez.
INÉS DE SUÁREZ DECAPITA A LOS CACIQUES La joven Inés, quien hasta entonces había estado mostrando su lado angelical actuando como enfermera, curando
Inés dijo que, si decapitaban a los caciques y lanzaban sus cabezas al enemigo, hundirían la moral de los atacantes
heridas, atendiendo a los enfermos, dándoles de beber agua, llevando víveres a los combatientes, inspirando ánimos con sus palabras, salvando animales y vituallas, y hasta ayudando a montar a caballo a un jinete que no podía valerse por sí mismo a causa de sus heridas, mostró su lado oscuro. Viendo que estaban perdidos, y llevada por la desesperación de conservar el esqueleto y salir viva de aquel infierno, resolvió tomar una decisión que marcaría el desenlace de la lucha. Tenían que matar a los siete caciques –prisioneros de guerra cautivos– con el fin de sembrar el pánico entre los suyos. Muchos españoles se opusieron a la idea: si mataban a los caciques, se quedarían sin su última baza para negociar y, en última instancia, sobrevivir; pero Inés defendió su postura con vehemencia, arguyendo que si los decapitaban y lanzaban sus cabezas al enemigo, lograrían hundir la moral de los atacantes. Y como nadie parecía darle la razón o atreverse a ejecutar la idea, fue ella misma quien se encaminó hacia el lugar donde se encontraban los cabecillas, hasta el momento protegidos por Francisco Rubio y Hernando de la Torre. Una vez allí, dio la orden de matar a los caciques a los guardianes custodios y según los testigos del suceso, a Hernando de la Torre se le ocurrió preguntar de qué forma debían ajusticiarlos, y ella respondió: “De esta manera”, y en diciendo esto tomó la espada del guardia y decapitó ella misma al primero de los
caciques, Quilicanta. Tras él, procedió con el resto de rehenes, sin dejar de empuñar la espada, arrojando las cabezas por encima de la muralla contra el enemigo. Según las crónicas: “[…] salió a la plaza y se dispuso frente a los soldados, enardeciendo sus ánimos con palabras de tan exaltadas alabanzas que la trataron como si fuese un valiente capitán, y no una mujer disfrazada de soldado con cota de hierro”. Los indios reaccionaron huyendo del lugar. Además, Inés había logrado salvar algunos animales durante el ataque, porque lo que al finalizar el asedio, tuvieron con qué alimentarse.
En el siglo XIX, intelectuales e historiadores como Claudio Gay y Benjamín Vicuña Mackenna negaron que Inés de Suárez fuera capaz de actos de semejante violencia, amparándose en el hecho de que no aparecían consignados en las Actas del Cabildo de Santiago, y tal vez movidos por una suerte de incredulidad y/o sesgo machista, pero en el proceso judicial que posteriormente habría de enfrentar Pedro de Valdivia y otros conquistadores, todos dieron como ciertos estos sucesos. Eso sin mencionar la condecoración militar que Pedro de Valdivia le concedió a Inés de Suárez por estos mismos hechos tres años después, en 1544.
LATRAGEDIA DEL AMOR IMPOSIBLE La felicidad no podía durar mucho para esta pareja que cohabitaba sin reparos, y tarde o temprano, alguien aprovecharía aquella circunstancia para meterse con Pedro de Valdivia, quien contaba con no pocos enemigos roídos por la envidia. En 1548 tramó amistad con el virrey Pedro de la Gasca, quien le reconoció como gobernador de la Capitanía General de Chile, pero llegaron unos vecinos hostiles desde Chile provocándole un juicio de residencia. Valdivia, quien ya había partido hacia el sur, tuvo que volver a Arequipa y responder ante los cargos de los que se le acusaba, entre ellos, la unión ilegítima con Inés de Suárez. Sus enemigos no lograron su propósito, pues el virrey Pedro de la Gasca, tras escuchar los alegatos, le exoneró de todos los cargos menos de uno: la unión ilegítima con Inés de Suárez. Triste pero cierto. La Gasca les ordenó terminar la relación. A Valdivia, en concreto, le dio órdenes no sólo de terminar con aquella relación extramarital que ya era vox pópuli, sino también la orden de traer a su esposa Marina Ortiz de Gaete al continente americano, de acuerdo a las prerrogativas legales y eclesiásticas imperantes. Como último imperativo, La Gasca ordenó a Valdivia que casara a Inés de Suárez con un vecino de su elección. Así estaban las cosas en aquella época. Valdivia dio su palabra de caballero y casó al gran amor de su vida con uno de sus mejores capitanes, Rodrigo de Quiroga. Corría el año 1549 y ella tenía entonces 42 años. Al mismo tiempo aprovechando un viaje de Gerónimo de Alderete a la península, le pidió que a la vuelta, se trajera a su esposa Marina Ortiz de Gaete. Sin embargo, el reencuentro de los cónyuges jamás llegaría a producirse, puesto que Valdivia moriría antes de que ella arribase a Santiago con el séquito de García Hurtado de Mendoza.
Inés de Suárez y su marido Rodrigo de Quiroga, quien llegó a ser gobernador, extendiéndose el título de gobernadora sobre ella, vivió el resto de sus días de forma tranquila y discreta, alejada ya para siempre de las batallas. Gozaba de admiración y era considerada una dama de alto rango. Se codeaba con la flor y nata de la sociedad de la época y realizaba grandes obras piadosas, motivo por el cual recibió numerosas tierras y encomiendas. De hecho, Valdivia le cedió un terreno para construir una ermita en honor a la Virgen de Montserrat, de la que era fiel devota y a la que rindió culto hasta el fin de sus días. También ayudó a construir el templo de La Merced. No llegó a tener ningún hijo con Rodrigo de Quiroga, pues era estéril, aunque éste sí sabemos que tuvo una hija mestiza de forma extramarital, y es que es muy probable que el matrimonio fuera únicamente de conveniencia y no hubiera entre ellos ningún tipo de consumación sexual. Sin embargo, la pareja estuvo unida durante 30 años. Doña Inés murió a la edad de 74 años, en 1580, el mismo año en el que murió su marido, sobreviviendo a todos los conquistadores con los que había llegado a Chile.
Doña Inés murió a la edad de 74 años, en 1580, sobreviviendo a todos los conquistadores con los que había llegado a Chile