La Tirana
¿Quién se acuerda hoy de la Tirana, la más célebre actriz de la época de Carlos III? Pues José María Martín Valverde, una enciclopedia andante sobre el teatro musical del siglo XVIII, que ha escrito la biografía definitiva sobre María del Rosario Fernández, la Tirana, una mujer pintada por Goya y adelantada a su tiempo. Ganadora del Premio de Ensayo de la Fundación de Municipios Pablo de Olavide y publicada por la Fundación José Manuel Lara, esta obra resucita a un personaje esencial para conocer los entresijos de la sociedad española de la Ilustración.
Aunque Andalucía no nació administrativamente – como el resto de provincias españolas– hasta la división provincial de 1833, esta rica región constituía la quintaesencia de España. Aproximadamente un siglo antes de que María del Rosario Fernández, la Tirana, se subiera a los escenarios, Madrid, capital del reino, había adelantado a Sevilla como la ciudad más poblada de España.
Así pues, Rosario vio la luz en la segunda urbe del escalafón (habría que esperar al siglo XIX para que Barcelona le “robara” ese “honor”). A principios del siglo XVIII, Sevilla había perdido el monopolio del comercio con América, pues en 1717 la Casa de Contratación se trasladó a Cádiz, pero el espíritu de la capital hispalense seguía siendo muy pujante, si nos atenemos a su demografía.
Así sucedía en el evocador barrio de Triana, donde nació la niña. Su corazón era la parroquia de Santa Ana, que conserva su partida de bautismo y de gran importancia histórico-artística, fundada por Alfonso X el Sabio. Sus padres fueron Juan Manuel Fernández García, también natural de Triana y la ceutí Antonia Ramos Muñoz, que llevaba en Sevilla desde pequeña.
María del Rosario nació a finales de septiembre de 1755, el año del terremoto de Lisboa, cuya virulencia se dejó notar también en la ciudad andaluza. Su infancia transcurrió con cierto desahogo económico, ya que sus padres eran de clase relativamente acomodada. Juan Manuel era un pequeño comerciante de una calle postinera de Triana. El éxito de su negocio, unido al hecho de que probablemente su residencia había sufrido daños con las inundaciones que se desataron en Triana, hizo que la familia se desplazara a una zona más céntrica de Sevilla, cerca del Alcázar, el Ayuntamiento y de otros edificios oficiales. Fue en ese hogar donde se crió su hermana menor, Francisca de Paula, que también se dedicó al teatro, así como su hermano, Juan Bartolomé, de quien no
La prohibición de los espectáculos teatrales seguía vigente, y la gente se dedicaba a ellos de forma amateur y en la clandestinidad
conservamos ningún pormenor, por lo que es de suponer que murió siendo niño (solo había costumbre de consignar la muerte cuando esta ocurría a los dos o tres años). Para terminar de presentar a los miembros de la familia, es probable que tuviera otro hermano, José, que falleció en 1769 a la edad de siete años.
Nuestra protagonista creció en las postrimerías del reinado de Fernando VI (hasta 1759), un período de paz pero carente de diversiones. Desde 1679, imperaba en España la prohibición de los espectáculos teatrales, por lo que la población solo podía regocijarse con los toros, que también se prohibirían por decreto en 1754. Con la llegada al trono de Carlos III, el ocio campó de nuevo a sus anchas y, en la primavera de 1760, se reanudaron los festejos taurinos en la Real Maestranza de Sevilla, a la sazón en construcción. La prohibición de los espectáculos teatrales seguía, no obstante, vigente, lo que propiciaba que algunos sectores de la población se dedicaran a ellos de forma amateur y en la clandestinidad.
En este sentido, es probable que la madre de María del Rosario, Antonia Ramos, cultivara este esparcimiento de forma esporádica, pues formó parte de algunas compañías de cómicos de poco renombre. Los aires que trajo el monarca ilustrado, que simpatizaba con estas ceremonias, hicieron posible que en enero de 1761 regresara la ópera (la primera
representación fue la de una ópera bufa italiana en un solar de la calle del Carpio, frente al convento de monjas dominicas de Santa María de Gracia). Por fin, a finales de la década de los 60, se recuperó paulatinamente la tradición teatral para todos los géneros, tras más de ochenta años de sequía. En mayo de 1764, se publicó el decreto por el que las comedias se autorizaban en todo el país. La intensa teatralidad y los rituales de la vida social sevillana –en especial durante su Semana Santa–influyeron necesariamente en la personalidad de María del Rosario.
HA NACIDO UNA ESTRELLA
Llegados a este punto, conviene introducir en el relato la figura del peruano don Pablo de Olavide, que se estableció en la ciudad y fundó una compañía de teatro y una escuela-seminario de actores en la que se formaría María del Rosario, quien se subió a los escenarios, por vez primera, a la temprana edad de 15 años. El objetivo de la escuela era introducir las formas propias del teatro francés y desterrar las fórmulas de representación del barroco.
Poco después, la vida personal de María del Rosario experimentó un giro, cuando contrajo matrimonio sin haber prácticamente salido de la adolescencia. En enero de 1770 tuvo lugar, en efecto, su boda con otro actor, Francisco Castellanos, que probablemente trabajaba en la misma compañía de teatro que la madre de Rosario y, además, le doblaba la edad. La pareja emprendió su primer viaje fuera de su Sevilla natal a los Reales Sitios de Aranjuez, donde los encontramos en abril de 1770 junto con otros actores como María Bermeja, la otra gran diva del teatro de la segunda mitad del siglo XVIII, y donde, tal vez, coincidieron con el joven príncipe de Asturias, el futuro Carlos IV.
Francisco Castellanos se había especializado en papeles de tirano –en una ocasión encarnó a Danao, tirano de Argos– y había interpretado papeles “de barba” –o sea, serios–, lo que le valió el sobrenombre de El Tirano, por lo que su esposa fue conocida como la Tirana el resto de su vida.
En 1763, María del Rosario viajó a la corte de Madrid, donde desarrollaría la mayor parte de su carrera. Allí debutó en la compañía del canario José Clavijo y Fajardo y actuó de forma itinerante en los Reales Sitios (El Pardo, Aranjuez y San Lorenzo del Escorial, aparte de en la capital de España). La joven debutó en el teatro extramuros del palacio de La Granja de San Ildefonso y, aunque no sabemos con certeza cuál fue la primera obra que representó, entre el repertorio de la compañía figuraban Mitrídates, de Racine; La escocesa y la Zayda de Voltaire; o la Celmira de DuBelloy, todas ellas en traducción de Olavide.
Aquellos años fueron de alborozo tanto para la carrera de María del Rosario como para las artes escénicas en general, pero la euforia fue efímera, pues en 1776 la compañía de los Reales Sitios fue clausurada debido a la crisis económica y a los recortes efectuados por el conde de Floridablanca, el nuevo “primer ministro”. En tales circunstancias, el matrimonio Castellanos volvió a Sevilla. Allí, en julio de 1777, cuando María del Rosario contaba con 21 años, nació su primera hija, Antonia Castellanos Fernández, y se casó su hermana Francisca de Paula.
María del Rosario contrajo matrimonio en 1770 con un actor, Francisco Castellanos, que le doblaba en edad
TEATRO EN LAS VENAS
A la Tirana le corría la sangre del teatro por sus venas. Al poco del alumbramiento, volvió a la escena, esta vez en Cádiz, dejando probablemente a su hija con los abuelos. La ciudad, merced al traslado de la Casa de Contratación, había ido adquiriendo cada vez más importancia, y el astuto Francisco se instaló en ella con su mujer, no solo como actores sino también como empresarios teatrales. La misma estrategia siguieron en la ciudad condal: de nuevo, tocó hacer las maletas para aprovechar las oportunidades de negocio en Barcelona, donde el matrimonio vivió una breve temporada con su hija de tres años; pero esa aventura fue también muy breve, pues el talento de la actriz llegó a oídos de la dirección de la Junta de Teatros de Madrid, que reclutaba a los mejores actores de provincias.
María del Rosario se trasladó a la Corte y en ella –tras un viaje que le vio pasar por Aranjuez– se convirtió en
Su fama, y su excelente posición económica, le permitieron encargar sendos retratos al mejor pintor del momento, Francisco de Goya
la primera dama de sus teatros, el del Príncipe –en la actual plaza de Santa Ana, antecedente del actual teatro Español–, el de la Cruz –que ocupaba un solar entre las actuales plazas de Benavente y Canalejas– y el de los Caños del Peral –en la actual plaza de Ópera.
Con su marido en Barcelona, comenzó a trabajar en la compañía de Manuel Martínez. Las primeras obras de las que tenemos constancia que interpretara fueron Hypermnestra, de Lemierre, y Eugenia, de Beaumarchais. A partir de aquí, encadenó un éxito tras otro y su fama llegó al extremo de que la duquesa de Alba se confesó admiradora suya y contó con la protección de otros nobles de la época, como el duque de Osuna.
Según los datos de recaudación, los teatros capitalinos gozaban de muy buena salud, con una media de dos millones de reales anuales en la época de máximo esplendor de la Tirana (para hacernos una idea de lo que esta cifra significaba, los activos del nuevo Banco de San Carlos, que se abrió en 1782, y que se convertiría en el Banco de España, rondaban los tres millones de reales).
Al contrario que otras actrices de la época, la Tirana no cantaba en sus obras, sino que debía su prestigio exclusivamente a sus dotes declamatorias. Era “actriz no de cantado, sino de representado”, como se decía en la época, y los principales autores del XVIII la alababan por ese don. Uno de ellos era Leandro Fernández de Moratín, que no escatimó elogios a su figura, y le propuso estrenar su obra El viejo y la niña, con la compañía de la Tirana, lo que afianzó su posición de primera dama de los teatros de Madrid. TAMBIÉN AUTORA Tras el consabido parón que sufrió la escena teatral a la muerte de Carlos III, en diciembre de 1788, la Tirana volvió a lo más alto, no solo actriz, sino como autora teatral, tras suscribir un provechoso acuerdo con Manuel Martínez, el director de la compañía, por el que ambos eran reconocidos como coautores de las obras que representaban.
La fama que adquirió Rosario, y su excelente posición económica, le permitieron encargar sendos retratos al mejor pintor del momento, Francisco de Goya, uno en 1792 que se conserva en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando desde 1816, cuando lo donó Teresa Ramos, sobrina de la actriz (representa a la actriz de cuerpo entero, ricamente ataviada con un chal); y otro dos años más tarde, que se conserva en la Colección March de Palma de Mallorca.
La Tirana se retiró de los escenarios en 1794 por razones de salud; desde el año anterior, sufría una enfermedad en el pecho que se había manifestado con un aparatoso vómito de sangre en el teatro de la calle de la Cruz. En 1797 recibió el cargo de “cobradora de lunetas” a cambio de un pequeño sueldo vitalicio y el 26 de diciembre de 1803 otorgó su testamento definitivo. Dos días después, moría a los 48 años de edad en su casa de la calle Amor de Dios de Madrid, donde había establecido su residencia. Ninguno de sus cuatro hijos la sobrevivió, sí su marido, su hermana y su madre (su padre había muerto en 1791). Extrañamente, la prensa no se hizo eco de su fallecimiento.