LA DIMENSIÓN POLÍTICA DE LA CRISIS EN ESPAÑA
Los avatares económicos suelen estar ligados a las caídas y ascensos de nuevos gobiernos, y España es un buen ejemplo de ello.
En 1928 eran visibles los efectos de una leve desaceleración económica y, aunque las consecuencias del crack del 29 fueran aquí menores que en otros países por nuestro bajo desarrollo económico, el Jueves Negro tuvo su reflejo inmediato en la faceta económica del Gobierno. El entonces ministro de Hacienda, José Calvo Sotelo, bastante popular en los años de bonanza por aumentar la inversión en infraestructuras y proyectar un impuesto progresivo –precedente del actual IRPF– que no se materializaría hasta 1932, se vio obligado a dimitir el 21 de enero de 1930, incapaz de hacer frente a la fuerte devaluación de la peseta, que alcanzó cotas de hasta el 60 %. Días después, lo siguió el propio presidente, el dictador Miguel Primo de Rivera.
Con crisis o sin ella, estos cambios de gobierno no eran para nada infrecuentes en la España del primer tercio del siglo XX. De hecho, la principal mudanza estaba por llegar: la situación económica no tenía visos de mejorar y proliferaban las voces que culpaban de ello a la monarquía. Así, en las elecciones municipales del 12 de abril de 1931, las candidaturas republicanas salieron vencedoras en las grandes ciudades.
El primer ministro de Hacienda de la República, Indalecio Prieto, tampoco fue capaz de enmendar esa deriva, en parte por las reticencias del Banco de España a aceptar una mayor intervención del Estado. La agricultura, que empleaba a más del 40 % de la población activa en las más de 10 millones de fincas existentes en España, seguía siendo la principal fuente de riqueza, pero esta riqueza estaba muy mal repartida y la recesión golpeaba sobre todo a los más débiles.
El gobierno intentó paliar la desigualdad mediante la Ley de Reforma Agraria, que contemplaba la expropiación de latifundios mediante una indemnización para distribuir la tierra entre los jornaleros y disminuir consiguientemente el paro agrario. Sin embargo, las esperanzas de muchos de estos jornaleros se vieron defraudadas por la timidez con que se implementaron las medidas.
Todo ello, unido a que la recesión seguía campando a sus anchas –las mayores caídas del PIB/capita, cercanas al 30%, se produjeron en el bienio 1934-35–, nos lleva a otro hito de esta línea temporal: las revoluciones obreras de 1934, que sacudieron sobre todo Asturias y Cataluña.
Aunque la economía siguió en declive, se podían apreciar signos, si no de recuperación, al menos sí de ralentización de la caída. Pero los españoles no supimos aprovechar la coyuntura y, con el estallido de la Guerra Civil, el país se hundió más en la miseria, que se prolongó en la posguerra.