El espía que “murió” dos veces
ANARQUISTA, FILÓLOGO Y FILÓSOFO, RAMÓN RUFAT LLOP SE AFILIÓ A LA CNT Y FUE CAPTADO PARA INTEGRARSE EN UN GRUPO SECRETO DE LA COLUMNA DURRUTI ENCARGADO DE EJECUTAR ACCIONES EN LAS LÍNEAS FRANQUISTAS. PARTICIPÓ EN MUCHAS OPERACIONES HASTA QUE LO DETUVIERON, LO CONDENARON A MUERTE Y LO FUSILARON DOS VECES… FALSAMENTE. CONSIGUIÓ ESCAPAR Y, DURANTE LOS AÑOS DE LA DICTADURA, VOLVIÓ A TRABAJAR EN LA CLANDESTINIDAD CON LA CNT. HUYÓ A FRANCIA Y ALLÍ VIVIÓ HASTA SU MUERTE. SU VIDA NO TIENE DESPERDICIO Y, EN ESTE ARTÍCULO, TE LA CONTAMOS.
El 17 de diciembre de 1938 Ramón Rufat Llop se disponía a cruzar el puente de Entrambasaguas, en Royuela, en la provincia de Teruel. Conocía muy bien la zona, había pasado unas cuantas veces por allí, siempre con la precaución de saberse en zona controlada por los franquistas. ¿Qué hacía él allí, un espía del SIEP, el Servicio de Información Especial Periférico, uno de los organismos de espionaje del bando republicano? Estaba cumpliendo una de las muchas misiones que había desarrollado en los dos últimos años. Nunca había sufrido tropiezos, pero ese día su vida cambiaría. No tardaría mu- cho en encontrarse ante un pelotón de fusilamiento. Pero ese no sería su final. Ramón viviría aún 55 años más.
No son muchos los espías republicanos –él prefería llamarse “soldado de la información”– que ocupan un lugar en la historia. Ramón jamás pensó que el destino le llevaría por ese camino. Nunca quiso ser militar, ni combatir en ninguna parte. Hijo de un obrero aragonés, le apasionaba todo lo que tenía que ver con las humanidades y especialmente con la filosofía. Su padre le envió a Valencia a un colegio gratuito para que se formara, en el que empezó a desa- rrollar sus ideas anarquistas, a las que llega empapado por un idealismo de juventud.
El inicio de la Guerra Civil le pilló en Valencia sin entender muy bien qué era lo que estaba pasando. Yendo de un sitio para otro del centro de la ciudad, fue testigo de cómo un grupo de trabajadores que identificó con la posición social y la forma de vida de su padre fue tiroteado por los franquistas. La carnicería le dejó helado. Decidió actuar.
Buscó un lugar donde alistarse. Viajó a Barcelona donde se unió a un grupo de la Confederación Nacional del Trabajo (CNT) que estaba formando a milicianos para ir a luchar contra los franquistas que habían
tomado Zaragoza. No tenía ni idea de cómo funcionaba una unidad militar, de cómo se disparaba un arma o de cómo debía comportarse durante una batalla. Le dijeron que no se preocupara, que ellos le formarían. La instrucción apenas duró diez días y Ramón emprendió su camino al frente.
Como estudiante con formación, le nombraron capitán, puesto que le durará poco tiempo porque no tardó en ser reclutado para llevar a cabo arriesgadas misiones detrás de las líneas de combate enemigas. Era un grupo especial que formaban no solo para espiar sino también para llevar a cabo acciones de sabotaje, por lo que le enseñaron a usar explosivos.
Ramón no entendió muy bien por qué le ofrecieron ese trabajo. Le explicaron que era aragonés y conocía su tierra, pero que también tenía un aspecto de niño bien que le ayudaría a convencer a los soldados enemigos que era uno de ellos. También le señalaron que se le veía sobrado de coraje y lleno de imaginación, las dos cualidades sin las cuales no podría sobrevivir en su nuevo puesto.
No tardará mucho tiempo en descubrir las estratagemas que le permitirán sobrevivir en la guerra. Si no dispone de documentación falsa, se la agenciará robándosela a algún inocente que le confundió con un soldado franquista y en un despiste le robó sus papeles. Aprenderá a moverse andando de un sitio a otro en caminatas que en muchas ocasiones superan los 100 kilómetros, siempre dispuesto a hacerse pasar por un alférez o teniente rebelde, con cuyo uniforme y documentación adecuada no levanta recelos.
RED PROPIA DE CONFIDENTES
De esa guisa, con la seguridad que le dio el paso de los meses, se dedicó a tejer su propia red de confidentes. En dos años consiguió más de cincuenta, gente que vivía en territorio controlado por los franquistas y que se jugaban la vida en defensa de los ideales de la república. Incluso consiguió captar a un ingeniero italiano de la base aérea de Logroño.
CON LA SEGURIDAD QUE LE DIO EL PASO DE LOS MESES, SE DEDICÓ A TEJER SU PROPIA RED DE CONFIDENTES Y EN DOS AÑOS CONSIGUIÓ MÁS DE CINCUENTA
La falta de conocimientos de la época sobre cómo debía funcionar un servicio secreto hacía que convertirse en informador de la república fuera una aventura con muchas posibilidades de acabar fatal. El caso del italiano es un buen exponente. Aceptó trabajar para Ramón porque había sido trasladado a España a la fuerza para ocuparse del mantenimiento de los aviones italianos, pero en realidad odiaba al dictador Mussolini. Cada día apuntaba toda la información de la que podía enterarse, para entregársela a Ramón cuando le visitara. Sabía que este comportamiento podía costarle la vida si le descubrían. A pesar de ellos, cuando Ramón, cumpliendo órdenes, le pidió que rellenara una ficha con todos sus datos personales, para que constara en el alto mando republicano la identidad del informante, no dudó en aceptar. Un error gravísimo, porque si Ramón hubiera sido detenido o los archivos hubieran caído en manos franquista, su vida no habría valido ni un céntimo.
Ramón Rufat hizo el trabajo con el problema que para muchos supone estar en soledad. Iba de un sitio para otro captando fuentes y trasladando la información. Una información de alta calidad que, por ejemplo, fue vital para el bando republicano en enero de 1938 durante la batalla de Teruel.
Es difícil comprender cómo pudo estar durante más de dos años viajando de un sitio a otro rodeado de enemigos sin que nadie se diera cuenta de que era un espía del enemigo. Cómo “L6-E19”, su nombre en clave, pudo ejecutar 52 operaciones sin que apenas los soldados de Franco le pidieran la documentación. Y, lo que es más curioso, cuando la preparación técnica que había recibido apenas había durado unos días. Nunca utilizó la tinta simpática, que nadie le explicó cómo se usaba, lo que le hubiera permitido ocultar la información que transportaba. Sin duda, era un autodidacta, que en contra de ser algo negativo, fue lo que le permitió estar tanto tiempo trabajando de espía.
¿CÓMO PUDO VIAJAR DURANTE MÁS DE DOS AÑOS DE UN SITIO A OTRO RODEADO DE ENEMIGOS SIN QUE NADIE SE DIERA CUENTA DE QUE ERA UN ESPÍA?
Eso y una voluntad de vencer a prueba de bombas. En caso contrario, sería imposible explicar que anduviera cientos de kilómetros sin agotarse, que cruzara a nado ríos, que ni el frío ni el calor le frenara, que siguiera para adelante apenas sin comer y en algunas ocasiones casi sin beber.
UN AGENTE DISCRETO
El éxito de cualquier buen espía reside en las cualidades que él atesoraba, pero también en la discreción más radical. Ramón era un hombre solitario, sin pareja estable, que solo expresaba sus sentimientos más íntimos cuando veía a su hermano o a su hermanastro. Pero ni en estas situaciones se saltaba ese principio básico de que cuanta menos información dispusieran sobre sus actividades sería mejor para ellos y, especialmente, para él mismo. Esta actitud evitó cualquier filtración sobre su trabajo y le evitó ser pillado por las tropas franquistas.
La historia del espía Rufat está llena de sorpresas que no encajan con los descalabros mentales que se vivieron en aquellos años de guerra por ambos bandos. Cuenta el espiólogo Domingo Pastor Petit, que recogió su testimonio muchos años después, que nunca en más de dos años mató ni hirió a nadie. Más aún, cuando sus jefes le ordenaron en una ocasión hacerlo se negó en rotundo. Fue a mediados de 1938 cuando estaba en la provincia de Teruel. Desarrollaba una de sus misiones, cuando a los dos compañeros que iban con él los descubrió un soldado enemigo, pero Rufat intervino y le desarmó. Para evitar que su testimonio pudiera delatarles en el futuro, se lo llevaron detenido hasta
la zona propia donde estaba su unidad. El comandante ordenó al capitán Ramón Rufat que cumpliera las órdenes establecidas y lo ejecutara. Pero él no aceptó: “Yo no le mato”. Su jefe le amenazó: “Entonces te mandaré fusilar a ti también, por desobediencia”. Rufat pasó de esa orden, subieron el prisionero y él a un vehículo y lo llevó hasta el puesto de mando, donde entregó al prisionero con el consiguiente cabreo de su comandante, a quien no le quedó otra que aceptar la situación y ordenarle desaparecer de su vista.
DETENIDO Y CONDENADO
Todo cambió el 17 de diciembre de 1938. Era su misión 52 desde su entrada en la guerra, había realizado tres cada dos meses, sin levantar ninguna sospecha entre los cientos de combatientes del otro bando con los que se había cruzado. Al atravesar el puente de Entrambasaguas, en Teruel, los soldados del puente le dieron el alto y le detuvieron junto al agente del SIEP que le acompañaba. Se quedó totalmente sorprendido, fue como si le esperaran.
Le enviaron a la prisión de Santa Eulalia. Al llegar, se encontró de frente al jefe del campo, el teniente de la Guardia Civil Luis Castro Samaniego. Se habían encontrado varias veces y el militar franquista se había tragado totalmente que Ramón era un estudiante que iba de un lado para otro y no un espía del SIEP. Le reconoció que le habían delatado otros agentes de su servicio secreto, que para salvar la vida y poner fin a los duros interrogatorios habían dado su nombre, lo que al teniente de la Guardia Civil le había costado creer.
Pasaron poco más de dos meses cuando se celebró un juicio sumarísimo del que salieron dos condenas a muerte, algo previsible pues el código de justicia militar establecía esa pena para los espías. Para dar más fuerza a su alegato, el fiscal le calificó de “pérfido, astuto, temerario y perverso”.
Imaginó que ese sería su futuro cuando fue interrogado con la imaginable violencia física y verbal. Pero lo peor fue esperar a que le ejecutaran. Eso ocurrió una mañana,
SE CELEBRÓ UN JUICIO SUMARÍSIMO DEL QUE SALIERON DOS CONDENAS A MUERTE, YA QUE EL CÓDIGO DE JUSTICIA MILITAR ESTABLECÍA ESA PENA PARA LOS ESPÍAS
LA GUERRA CONTINUÓ CON RAMÓN PASANDO DE UNA PRISIÓN A OTRA, A LA ESPERA DE QUE LLEGARA LA ORDEN DE EJECUTAR LA SENTENCIA DE MUERTE...
en la que le llevaron ante el pelotón de fusilamiento. Antes de ejecutar la orden, le ofrecieron la posibilidad de que rompiera el silencio que había presidido su declaración y delatara a sus compañeros del SIEP. Él se negó y en lugar de dar la orden de disparen, el pelotón se disolvió y el preso fue retornado a su celda. El mismo paripé se repitió una vez más, pero Ramón tampoco aceptó cambiar su vida a cambio de la de sus compañeros que luchaban en el bando republicano.
La guerra continuó con Ramón pasando de una prisión a otra a la espera de que llegara la orden de ejecutar la sentencia de muerte. Pero si los fusilamientos se mon- taban con facilidad, el día del auténtico se retrasó. Concluyó la guerra, pasaron los meses y el 27 de septiembre de 1940, en una prisión de Zaragoza le comunicaron que le había sido conmutada la pena por la de cadena perpetua.
No entendió nada y tuvo que pasar tiempo para que descubriera el misterio de la bondad de los franquistas. La Cruz Roja de Bélgica había hecho un donativo de comida y pidió que a cambio se perdonara la vida a cien reclusos. El nuevo gobierno de Franco aceptó y uno de los perdonados fue Ramón Rufat.
Habían pasado tantos meses desde que fuera condenado, que había aceptado su destino y en ese momento no entendió nada. Poco a poco, la sensación extraña que le invadió dejó lugar a las ganas de vivir y a seguir luchando por los ideales que le habían movido desde que comenzó la guerra. Pensó en escaparse y buscó el camino para conseguirlo.
FALLECIDO EL DICTADOR, Y ASENTADA LA DEMOCRACIA, DECIDIÓ REGRESAR A ESPAÑA Y RECLAMÓ UNA PENSIÓN A LA GENERALITAT. PERO NO SERÍA UNA TAREA FÁCIL
FALSIFICÓ LA ORDEN DE LIBERTAD
Hasta ese momento había sido un preso modélico, dispuesto a colaborar en la buena marcha de la prisión y en la ayuda de sus compañeros presos. Como era estudiante, consiguió un puesto de escribiente en administración y un día se fabricó una falsa orden de puesta en libertad. Quedó tan perfecta que nunca nadie se enteró de que no era real. Estaba preso en la cárcel madrileña de Yeserías cuando salió el 10 de agosto de 1944.
Dueño de su vida de nuevo, no se lo pensó dos veces y se puso en contacto con el Comité Nacional de la CNT, cuyo dirigente Sigfrido Catalán le puso al frente del Comité Regional de Aragón, además de encargarse de los asuntos de propaganda. Volvió a la lucha revolucionaria, en esta ocasión sin guerra, pero con un régimen dictatorial volcado en perseguir la disidencia.
No tardó muchos meses en caer. El 6 de octubre de 1945 fue detenido al mismo tiempo que el resto de sus compañeros del Comité Nacional de la CNT. Juzgado año y medio después, fue condenado a 20 años de cárcel, sin que esta vez pudiera escaparse. Estuvo 13 años en la cárcel y salió antes gracias a que había redimido condena trabajando de escribiente, peón de taller y enfermero. Finalmente, en 1958 consiguió la libertad provisional.
Esta vez no volvió a luchar en las alcantarillas contra el régimen. No conocía el país en el que vivía. No podía ver a mili- tares, policías y sacerdotes presidiendo una España que ya no la sentía como propia, no le gustaba. Se fue a Barcelona a buscar una vida distinta. No tardó mucho en conocer a Francesca Perelló, de la que se enamoró perdidamente y con la que seis días después se casó. Los dos tenían en común su deseo de alejarse de España y comenzar una nueva vida en Francia. Así lo hicieron.
Para evitarse problemas con las fuerzas de seguridad, Ramón se fue andando hasta la frontera francesa, donde esperó la llegada de su mujer que había comprado dos billetes de tren para París. La huida clandestina le salió bien y su estancia en Francia le llenó de felicidad. Buscó trabajo de lo que fuera para ganar el sustento de una familia que no tardó en ampliarse con la llegada de sus hijos Pierre y Heléne. Estuvo, entre otras labores, en la construcción, en la industria química y en un almacén de papel.
Finalmente consiguió entrar en la Oficina de Refugiados Políticos del Ministerio de Asuntos Exteriores, un trabajo que le duró hasta la edad de jubilación. Siempre tuvo claro desde el momento en que pisó suelo galo que debía dedicar una parte de su vida a ese gran sueño de juventud que fueron para él las humanidades y en especial la filosofía. Escribió y colaboró en numerosas publicaciones antifranquistas, en las que defendió la acción unitaria como único medio para echar a Franco.
Fallecido el dictador y asentada la democracia, decidió regresar a España. Feliz en su pequeño piso cercano a las Ramblas de Barcelona, consideró que era de justicia reclamar a la Generalitat una pensión. Pero no sería una tarea fácil. Ramón se vio en la necesidad de demostrar que había servido a la república durante la Guerra Civil, lo cual resultaba complicado dado que era un espía. Tuvo que buscar pruebas. Ramón Rubial, presidente del PSOE, y Juan Manuel Molina, ex subsecretario de la Consejería de Defensa de la Generalitat, terminaron atestiguando su paso por el SIEP. Ramón habló con un periodista al que mostró su malestar por la falta de reconocimiento: “¿Qué más quieren? En un boletín oficial no va a salir el nombre de un espía”.