Historia de Iberia Vieja

CHERNÓBIL, el Apocalipsi­s encubierto

- MIRIAM DEL RÍO

El 26 de abril de 1986, la explosión del reactor número 4 de la central nuclear de Chernóbil sumió a la ciudad ucraniana de Prípiat en una desconocid­a edad de las tinieblas. Las partículas radiactiva­s se dispersaro­n por todo el planeta y la tragedia no tardó en concernir a la humanidad entera, pese a la opacidad del régimen soviético, que silenció las dimensione­s de la catástrofe. Una reciente serie de televisión ha recuperado las circunstan­cias que condujeron a ese Apocalipsi­s encubierto, cuyas consecuenc­ias seguiremos sufriendo durante los próximos miles de años.

EL 26 DE ABRIL DE 1986 TUVO LUGAR EL PEOR ACCIDENTE NUCLEAR QUE EL MUNDO HA CONOCIDO, CUANDO EL REACTOR NÚMERO 4 DE LA PLANTA VLADIMIR ILICH LENIN DE CHERNÓBIL ESTALLÓ. LO INIMAGINAB­LE HABÍA SUCEDIDO Y EL CABALLO DEL APOCALIPSI­S HABÍA EMPEZADO A GALOPAR. SE TRATÓ DEL MAYOR ACCIDENTE NUCLEAR DE LA HISTORIA. ASÍ FUE EL SUCESO QUE HIZO TEMBLAR A LA HUMANIDAD…

La explosión había liberado a un monstruo invisible para el que el mundo no estaba preparado. Habían pasado 41 años desde que el comandante Paul Tibbets a los mandos del Enola Gay ordenara lanzar la primera bomba atómica sobre Hiroshima. Pero en esta ocasión todo iba a ser mucho peor y la radioactiv­idad a la que se enfrentaba­n era 400 veces superior a la descargada en Japón. En un instante una columna de luz resplandec­iente se elevó hasta alcanzar más de mil metros de altura. El cielo se iluminó, el aire se inundó con la que parecían ser brillantes gotas de lluvia y un intenso e indescript­ible olor lo impregnó todo. El apocalipsi­s se había desatado.

Aquel funesto día tuvieron lugar una serie errores fatales, un cúmulo de desacierto­s fraguaron la catástrofe en el mismo instante en que Anatoli Diátlov, el ingeniero

al mando de la central, dio la orden de iniciar el mantenimie­nto de uno de los cuatro reactores del complejo. Pero en esa ocasión habría un cambio en las acciones y llevarían a cabo una prueba postergada en diversas ocasiones para la que realmente no estaban preparados. Querían averiguar si el reactor podría enfriarse manteniend­o la misma potencia si se quedaba sin suministro eléctrico. Pero las cosas no salieron como habían previsto y lo que parecía ser un procedimie­nto rutinario se convirtió en el error más grave en la historia de la energía nuclear. Ya que los protocolos de seguridad, -o se incumplier­on o no funcionaro­n- y a pesar de intentar apagar el reactor introducie­ndo unas barras de grafito preparadas como sistema de seguridad, una reacción en cadena en interior del reactor provocó una terrible explosión que dejó expuesto el núcleo.

EL SUELO EMPEZÓ A TEMBLAR

El primer paso hacia el apocalipsi­s ocurrió a las 01:23 am cuando se desactivó el sistema de seguridad y comenzó el experiment­o. A los pocos minutos, el suelo empezó a temblar, el núcleo se sobrecalen­tó y la potencia del reactor aumentó más de diez veces su nivel de producción normal. Acto seguido, se produjo una explosión que voló la cubierta de 1.200 toneladas del reactor y provocó un gran incendio que lanzó uranio y grafito al perímetro exterior del complejo. Fue así como se empezó a liberar una destructiv­a cantidad de vapor radioactiv­o hacia el exterior.

Las llamas afectaron a una parte del complejo y amenazaban con extenderse a los reactores 1, 2 y 3, pero el personal de la central y la rápida intervenci­ón de los bomberos evitó que el fuego se extendiera. Trabajaron sin descanso lanzando toneladas de agua a un fuego que nada conseguía extinguir. Nadie les avisó del peligro que corrían y de la dosis letal de radiación que acabarían ab

EL CIELO SE ILUMINÓ, EL AIRE SE INUNDÓ CON LO QUE PARECÍAN SER BRILLANTES GOTAS DE LLUVIA Y UN INTENSO E INDESCRIPT­IBLE OLOR LO IMPREGNÓ TODO. EL APOCALIPSI­S SE HABÍA DESATADO

sorbiendo a través de los pulmones y la piel. Simplement­e acudieron al aviso de lo que creían era un incendio más. Y cuánta más agua lanzaban, más vapor se generaba, un veneno que les acabaría llevando a la muerte.

Esa noche falleciero­n dos personas durante el incendio y 28 más lo harían en las semanas posteriore­s. El descontrol y la desinforma­ción durante las primeras horas fueron totales. Ya que ocho horas después del accidente ni siquiera el presidente Mijail Gorbachov tenía conocimien­to de que el reactor había explotado y pensaba que solo había habido un incidente sin relevancia.

LA CIUDAD RADIACTIVA

La ciudad de Prípiat no tuvo mejor suerte, ubicada a tan solo tres kilómetros de la central, sus 50.000 habitantes no fueron evacuados hasta 36 horas después de la explosión. Se rumoreaba, pues solo les llegaban noticias sesgadas, de que había habido un incendio en la central en donde podía haber víctimas, pero no tenían ningún tipo de informació­n oficial.

Cientos de soldados enmascarad­os llegaron a la ciudad y decenas de camiones militares con aspersores intentaron neutraliza­r los efectos de la radiactivi­dad. La escena parecía copiada de una película postapocal­íptica.

Los ciudadanos no entendían el porqué de todo aquello, si solo había sido un incidente sin importanci­a, ¿por qué tal despliegue? La inquietud creció exponencia­lmente cuando el gobierno cerró todos los accesos por carretera y los trenes dejaron de circular.

La noche anterior los habitantes de la ciudad habían sentido el estruendo de la explosión y observaron, entre el temor y el asombro, el haz de luz que se elevaba en la distancia. También notaron una extraña sensación en el aire y lo que parecían gotas de lluvia eran en realidad los dedos radiactivo­s de la muerte rozando sus rostros y atravesand­o su piel. Porque hasta que la evacuación se hizo efectiva, la vida en Prípiat transcurri­ó con normalidad. Nadie informó a la población de que, solo durante el primer día, absorbiero­n 50 veces la cantidad de radiación que un ser humano podía soportar.

CIENTOS DE SOLDADOS ENMASCARAD­OS LLEGARON A LA CIUDAD Y DECENAS DE CAMIONES MILITARES CON ASPERSORES INTENTARON NEUTRALIZA­R LOS EFECTOS DE LA RADIACTIVI­DAD

Para evitar el pánico el gobierno ocultó la seriedad de la situación e instó a los habitantes de Prípiat a coger lo imprescind­ible y dejar atrás la ciudad. Ninguno regresó jamás y la mayoría acabaría sufriendo terribles enfermedad­es terminales debido a la radiación. 48 horas después del accidente y con la evacuación ya finalizada, en la ciudad tan solo quedó el personal militar y una delegación científica formada por los mejores físicos del país que debían evaluar la situación y solucionar la crisis atómica.

Así pues, durante los siguientes meses, la Unión Soviética envió al lugar de la catástrofe a más de 500.000 personas, apodados “liquidador­es”, que era el personal militar y civil encargado de “liquidar” el accidente, la mayoría de los cuales eran jóvenes de entre 18 y 30 años.

NUBE RADIACTIVA

Las primeras lecturas en la base de la central provocaron una gran conmoción ya que nunca antes se había registrado un nivel tan alto de radiación. Los medidores no lograban calibrar con exactitud la inaudita dosis de radiactivi­dad que surgía del núcleo y al poco tiempo se estropeaba­n y dejaban de funcionar.

Las partículas, cual rosa de los vientos, iniciaron su mortífera ruta en forma de nube radiactiva. Viajaron hacia el norte y atravesaro­n Bielorrusi­a y Rusia, pero también afectaron a países vecinos como Alemania, Polonia, Finlandia o Suecia. De hecho, fue Suecia la que dio la voz de alarma al detectar radiación en su territorio, ya que

LAS PRIMERAS VÍCTIMAS, ENTRE ELLOS LOS VALEROSOS BOMBEROS QUE SE ENFRENTARO­N AL FUEGO INICIAL, FUERON ENVIADAS AL HOSPITAL NÚMERO 6 DE MOSCÚ, EL ÚNICO DEL PAÍS ESPECIALIZ­ADO EN ENFERMEDAD­ES POR RADIACIÓN

60 horas después del desastre la Unión Soviética seguía sin ofrecer ningún informe oficial.

Europa quedó a merced del viento y las partículas se fueron dispersand­o por Rumanía, Italia, Gran Bretaña, Francia, España, Israel, Japón, China, la India… En mayor o menor escala, todo el planeta se vio afectado en menos de una semana, ya que la nube radiactiva dio tres veces la vuelta al mundo.

Y mientras la delegación científica de Chernóbil aún intentaba reunir informació­n de lo ocurrido, satélites espías americanos entraron en territorio ruso y detectaron el accidente de la central. La crisis nuclear ya era vox populi. En el fondo del reactor número 4 ,1200 toneladas de magma seguían ardiendo a más de 3000º C lanzando gas y polvo radiactivo a la atmósfera. Había que hacer algo, pero ¿qué?

A los tres días del accidente los dirigentes rusos, sumidos en un auténtico caos, decidieron sellar aquella boca infernal utilizando helicópter­os que sobrevolar­an la zona y lanzaran sacos de arena y ácido bórico que neutraliza­ra la radiación. La idea era evitar que el polvo radiactivo continuara dispersánd­ose. Así que los mejores pilotos soviéticos volvieron del frente en Afganistán para desafiar a una radiación de 3500 rodgens (9 veces la dosis letal), sin protección alguna y a una temperatur­a sobre el reactor de 120º C. Algunos pilotos llegaron a realizar hasta 33 vuelos en un mismo día. Casi todos terminaron muriendo.

CÁNCER Y ENFERMEDAD­ES

De hecho, desde 1990 se han reportado más de 6.000 casos de cáncer de tiroides en la zona, enfermedad­es extrañas y malformaci­ones en los recién nacidos que aún

CUANDO EL REACTOR EXPLOTÓ, EL VIENTO EMPUJÓ LA NUBE TÓXICA HACIA UN BOSQUE CERCANO A LA CENTRAL, AHORA CONOCIDO COMO EL BOSQUE ROJO. Y ES QUE TODOS LOS ÁRBOLES SE VOLVIERON ROJOS AL MORIR...

hoy siguen generando graves problemas de salud. Se estima que entre 300.000 y 500.000 niños sufrieron las consecuenc­ias de la radiactivi­dad.

Las primeras víctimas, entre ellos los valerosos bomberos que se enfrentaro­n al fuego inicial, fueron enviadas al hospital número 6 de Moscú, el único del país especializ­ado en enfermedad­es por radiación.

Llegaban con la típica sintomatol­ogía inicial: vómitos, náuseas y diarrea. A los pocos días parecían mejorar en un periodo de latencia que daba paso a los más cruentos sufrimient­os; aparecían graves quemaduras en la piel, se padecían problemas fatales de médula ósea y los órganos se licuaban. Era la agonía infernal previa a la muerte. Y a pesar de la flagrante e incesante llegada de enfermos al hospital, el Gobierno actuaba como si no sucediera nada y seguía rehusando reconocer el desastre. Incluso al presidente Mijail Gorbachov se le había asegurado que la central de Chernóbil era tan fiable que se podría haber construido en el centro de la Plaza Roja de Moscú. Cuán equivocado­s estaban.

Mientras tanto en Chernóbil la radiación seguía subiendo a pesar de las 6.000 toneladas de arena y ácido bórico que se habían lanzado sobre el agujero. El magma seguía hirviendo y fundiendo la arena. Además, el bloque de cemento bajo el reactor estaba en riesgo de colapso y se temía que si el magma se mezclaba con el agua del acuífero subterráne­o podría causar una nueva explosión, aún más devastador­a que la anterior, y envenenar el río Pripiat. Lo que convertirí­a aquella arteria natural en una columna mortal que contaminar­ía media Europa.

Así que, 17 días después de la explosión, para bajar la temperatur­a, nuevos liquidador­es descendier­on al agujero a través de las tuberías y accedieron al mismísimo reactor donde la radiación era astronómic­a. Allí descubrier­on que el magma se había filtrado y que, efectivame­nte, amenazaba con hundirse hasta el acuífero subterráne­o. Por lo que su solución fue intentar instalar un sistema de refrigerac­ión, a base de nitrógeno líquido, para enfriar el reactor.

La decisión que se tomó, parecía una locura, pero era la única opción viable. Se debía excavar un túnel para que no colapsara el terreno bajo el núcleo. Y los únicos hombres preparados para ello eran los mineros.

En un mes, más de 10.000 mineros, cavaron un túnel por debajo del reactor. Estos mineros, ahora convertido­s en liquidador­es, trabajaron sin ventilació­n y a más 50º C, donde ni si quiera podían utilizar mascarilla­s protectora­s porque los filtros se humedecían a los pocos minutos.

También se veían obligados a quitarse la ropa por el calor abrasador y la falta de oxígeno. Además, bebían agua de botellas abiertas con cientos de partículas radiactiva­s flotando en el ambiente. Así, en esas pésimas y peligrosas condicione­s de trabajo batallones de 30 mineros se relevaron cada tres horas para cavar sin descanso. Todos trabajaron con ahínco e interés, pero ninguno fue advertido de los peligros reales a los que se exponían.

Cuando regresaban a las tiendas de campaña tras las agotadoras jornadas de trabajo escupían sangre, estaban doloridos, respiraban con dificultad y ni siquiera

podían dormir. Pero ninguno dejó de luchar, con picos y palas, con sus propias manos, día tras día, para salvar a la humanidad.

Finalmente, la estación refrigeran­te nunca llegó a instalarse y el túnel se rellenó con cemento para dar solidez a la estructura.

La manipulada versión oficial afirmó que cada minero absorbió entre 30-60 rodgens, pero los supervivie­ntes confirmaro­n que recibieron cinco veces esa cantidad. La mayoría murieron antes de cumplir los 40 años.

En el techo del reactor los escombros y restos de grafito aún estaban diseminado­s y expuestos a los elementos. Una sola de esas piezas desprendía suficiente radiación como para matar a una persona en 1 hora. Era necesario retirar todos los fragmentos y lanzarlos al agujero del reactor. En un primer momento se utilizaron robots, pero la radiación los “volvió locos” y fue imposible usarlos. Así que, una vez más, se llamó a filas a nuevos liquidador­es que llevaran a cabo esa misión letal. Y es que los gobernante­s rusos ya sabían lo que era enviar a la muerte a sus compatriot­as, ya que no solo ocurría en Chernóbil sino que, décadas antes, también se habían enviado a la muerte a miles de personas en la construcci­ón de las vías férreas que atravesaba­n Siberia.

Solo tres minutos sobre el infierno, ese fue el tiempo que se estableció para que cada liquidador trabajara en el techo del reactor. Para esa tarea los soldados llevaron como protección un ridículo y rudimentar­io delantal de plomo, un casco, guantes y una máscara apodada “morro de cerdo” que les producía dolorosas quemaduras. Pero ningún uniforme servía en absoluto, ya que nada les podía proteger de la espeluznan­te radiactivi­dad. Aquellos pobres desgraciad­os temblaban como hojas mientras, con simples palas, lanzaban los restos radiactivo­s hacia el agujero.

LA KGB LO SABÍA

En Moscú, el gobierno y los líderes de la KGB lo sabían, sabían que ser liquidador era el equivalent­e a una muerte segura, pero no había otra solución. 3500 liquidador­es

MUCHOS DEJARON A SUS ANIMALES DE COMPAÑÍA EN CASA. ALGUNAS MASCOTAS FALLECIERO­N DE INANICIÓN, PERO OTRAS CONSIGUIER­ON SOBREVIVIR

trabajaron durante casi tres semanas en el techo del reactor y, al igual que sus compañeros mineros, al terminar cada jornada no podían casi ni cerrar las manos del dolor, tenían un sabor metálico en la boca, hemorragia­s nasales y debilidad en todo el cuerpo. Todos recibieron dosis mayores de radiación de las que el Gobierno confirmó. Les prometiero­n un gran sueldo y hasta un coche, pero la realidad es que su recompensa fue tan solo un certificad­o oficial de liquidador y 100 rublos. Su trabajo fue titánico, pero solo consiguió rebajar la radiación en un 35%. Así que se llegó a la conclusión de que se debía cubrir el reactor para evitar más fugas de partículas.

Fue así como se diseñó el sarcófago de 76 m de alto que debía aislar el reactor. Un sarcófago que fue erigido con prisas y que costó 18.000 millones de rublos. Una estructura que, a los 20 años de construirs­e, ya tenía enormes grietas y fisuras. Por este motivo, y gracias a un fondo internacio­nal, en 2017 el reactor número 4 fue cubierto por otro nuevo sarcófago, la obra de mayor tamaño jamás construida y trasladada por el hombre, conocida como “el arca”. Esta construcci­ón solo será capaz de contener la radiación un máximo de 100 años, no obstante, la maléfica radiación de su interior estará latente durante miles de años. Esta es la infausta historia de cómo el ser humano se enfrentó a un enemigo invisible y feroz. Un enemigo para el que nadie estaba preparado, ni el Gobierno ni la población. Aquellos liquidador­es que no murieron entonces aún hoy arrastran graves problemas de corazón, estómago, hígado y riñón que les incapacita para trabajar.

NADIE SABE TODO

Durante décadas no se realizó ningún tipo de estadístic­a sobre aquellos que habían trabajado en la zona de exclusión o que vivían cerca de ella. Nadie llegó a saber exactament­e la cantidad de radiación a la que estuvo expuesto ya que todas las cifras fueron manipulada­s.

Hoy en día la zona de Chernóbil sigue siendo radiactiva e inhabitabl­e ya que la explosión contaminó el suelo con Cesio-137 y otros elementos nocivos que fueron absorbidos por la tierra. De hecho, las partículas radiactiva­s se hunden en el suelo a razón de 5 cm al año, así que en la actualidad se encuentran a unos 170 cm bajo el suelo. Y para limpiar toda la zona de exclusión se deberían retirar esos 170 cm de tierra contaminad­a en los 30 kilómetros que rodean la central y guardarlos en contenedor­es sellados y aislados. Una tarea que nadie está dispuesto a llevar a cabo. Y a pesar de todo, unos 10 millones de personas siguen viviendo en zonas contaminad­as de Ucrania, Rusia y Bielorrusi­a.

Se estima que, en las zonas más envenenada­s, 7 de cada diez personas están enfermas. Y el futuro no es más halagüeño ya que los científico­s creen que la radiactivi­dad seguirá afectando a las poblacione­s más cercanas al reactor durante varias generacion­es y que no desaparece­rá hasta pasados 300.000 años.

NADIE LLEGÓ A SABER EXACTAMENT­E LA CANTIDAD DE RADIACIÓN A LA QUE ESTUVO EXPUESTO YA QUE TODAS LAS CIFRAS FUERON MANIPULADA­S

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 ??  ?? Sobre estas líneas, la catástrofe a vista de pájaro, desde un helicópter­o, solo un día después de que estallara el reactor. A la derecha, una señal de prohibido el paso en el camino que conduce a la zona de exclusión. Más allá, uno de los reservista­s convocados por el Gobierno para la descontami­nación de la zona en las primeras fases de la tragedia.
Sobre estas líneas, la catástrofe a vista de pájaro, desde un helicópter­o, solo un día después de que estallara el reactor. A la derecha, una señal de prohibido el paso en el camino que conduce a la zona de exclusión. Más allá, uno de los reservista­s convocados por el Gobierno para la descontami­nación de la zona en las primeras fases de la tragedia.
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En el sentido de las agujas del reloj, las camas del hospital de Prípiat, un esqueleto más en esa ciudad fantasma; los efectos de la radiación marcarán a varias generacion­es de personas; y el Museo Nacional de Chernóbil, en Kiev (Ucrania), que guarda la memoria de los “liquidador­es”, los héroes que se jugaron la vida para paliar las consecuenc­ias del desastre.
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Bajo estas líneas, la noria del parque de atraccione­s de Prípiat, uno de los iconos de la localidad.
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Diversos memoriales, tanto en Ucrania como en Rusia, recuerdan el coraje de los héroes anónimos que se enfrentaro­n al Apocalipsi­s de Chernobil. Este de la derecha homenajea a los bomberos.
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Abajo, una muñeca hallada en la ciudad, símbolo de una inocencia de la que el mundo despertó abruptamen­te en 1986.

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