UNA APUESTA KAMIKAZE
Cómo decidió Tokio el fatídico ataque a Pearl Harbor
Acomienzos de la Segunda Guerra Mundial, el poderío industrial de Estados Unidos sobrepasaba veinte veces el de Japón. Realidades como esta hicieron manifestar a Yamamoto Isoroku, jefe de la Armada Imperial nipona, que era mejor evitar un conflicto con el gigante norteamericano: “No se debe librar una guerra con unas probabilidades tan pequeñas de victoria”. Sin embargo, dos meses después, el 7 de diciembre de 1941, el almirante lanzó el ataque a la base aeronaval de Pearl Harbor. El famoso blitz en Hawái, ejecutado sin que mediara una declaración formal de guerra, demostró pronto ser un éxito táctico y un desastre estratégico. Apenas siete meses después de esa “fecha que vivirá en la infamia”, como la llamó el presidente Roosevelt, la batalla de Midway volvió las tornas en el frente oriental, y, en 1945, Tokio no pudo sino claudicar ante su propia destrucción sistemática y los únicos bombardeos nucleares de la historia.
Militarismo con matices
Expresivamente subtitulado El camino a la infamia: Pearl Harbor, este ensayo presenta el acto detonante de tanto sufrimiento desde un ángulo inusitado para el lector occidental. Refiere con pormenores qué pasó en el país atacante a lo largo del crucial año del título para que, al finalizar, Japón se precipitara a una conflagración pronosticablemente suicida. Nadie mejor que la profesora e investigadora Eri Hotta para explicarlo. De origen nipón, historiadora por Princeton y doctora en Relaciones Internacionales por Oxford, conoce a fondo tanto la documentación como la idiosincrasia y los puntos de vista japoneses y anglosajones, lo que genera una narración enterada, ecuánime y empática con ambos bandos. Entre sus aciertos destaca cómo consigue individualizar responsabilidades, pese a que ningún dirigente japonés tuviese “suficiente voluntad, deseo o valor para frenar el impulso hacia la guerra” de los oficiales bakuryo, o belicistas. El primer ministro Tojo y el de Asuntos Exteriores Matsuoka, por ejemplo, aparecen retratados como halcones; no tanto el príncipe Konoe, el citado almirante Yamamoto o el pacifista, pero pasivo, emperador Hirohito. También sobresale el recuento de grandes antecedentes políticos (las invasiones de China y la Indochina francesa, la alianza con Hitler y Mussolini, los embargos de EE UU), alternado con elocuentes detalles del Japón cotidiano. Por ejemplo, la noche de 1940 previa a la prohibición del jazz en que los tokiotas llenaron ansiosos las pistas de baile para marcarse un último swing. Porque pronto su país “se encaminó a la guerra como un jugador”, concluye la estudiosa, en una apuesta irresponsable que, como se sabe, desencadenó un apocalipsis sin precedentes.