Africanistas
¿QUÉ CREDO COMPARTIERON LOS SUBLEVADOS EN 1936?
La Rosa de Fuego arde. Las llamas devoran veintitrés iglesias y edificios religiosos de Barcelona. Ocho conventos más son incendiados en la periferia esa noche del martes 27 de julio de 1909. El odio contra el clero comienza en los muelles del puerto nueve días antes, como una protesta contra una guerra no declarada. “¡Arrojad vuestros fusiles!”, “¡Que vayan los curas!”, claman los familiares y amigos de los soldados de la Brigada de Cazadores de Reus. “¡Que vayan los ricos!”, gritan a las damas de la alta sociedad que reparten medallas y escapularios entre los reclutas forzosos. Sus hijos no van a Marruecos. Con 1.500 pesetas –una fortuna para un obrero de la época– se puede eludir un servicio militar que dura tres años. Por eso la muchedumbre grita: “¡O todos o ninguno!”. Algunos soldados tiran las medallas al suelo. Cuando la tensión estalla, los policías disparan al aire. Hay algunas detenciones, pero el embarque se ultima. Para completar la brigada, se ha llamado a los reservistas de quintas anteriores. Obreros y oficinistas, algunos ya padres de familia, parten a Marruecos. Deben vengar la muerte de seis trabajadores que tendían las vías del tren destinado a unir una mina (explotada por una compañía española) con el puerto de Melilla. Nueve días después, en aquel martes de fuego, humo e ira, llegan a Barcelona las primeras noticias del desastre. A las afueras de Melilla, en un barranco en las estribaciones del monte Gurugú, los rifeños han tendido una trampa a las tropas españolas. Hay 153 muertos y 599 heridos. La matanza del barranco del Lobo es el primer tropiezo de la guerra de Marruecos. La Semana Trágica de la ciudad condal, la primera crisis provocada por un conflicto colonial que durará hasta 1927, quebrará el sistema político de la Restauración y forjará la carrera militar del dictador que gobernará España durante casi cuarenta años.
Nostalgia del Imperio
El ferrocarril atacado pertenece a la Compañía Española de Minas del Rif. Creada en abril de 1908, tiene entre sus cinco socios fundadores a Juan Antonio Güell –tercer marqués de Comillas y propietario de los barcos que llevan a los reservistas a Marruecos–, a Gonzalo Figueroa Torres y al hermano de este, Álvaro, conde de Romanones, hombre clave en la política de la época. También a cuatro importantes bancos españoles y a otro político, Manuel Portela Valladares, perteneciente, como Romanones, al Partido Liberal, que se turna con el Conservador en el poder. La larga guerra de Marruecos comienza por la defensa de unos intereses privados confundidos con los públicos y por la debilidad del propio reino marroquí. Porque la concesión de la mina que ha hecho a los españoles Bu Hamara, el líder rifeño, es ilegal. Aunque El Roghi (“el Pretendiente”) presume de ser hijo del sultán, solo gobierna por la debilidad de este, incapaz de im-
LA GUERRA COMIENZA POR LA DEFENSA DE UNOS INTERESES PRIVADOS CONFUNDIDOS CON LOS PÚBLICOS
MARRUECOS ERA LA OPORTUNIDAD DE RECUPERAR
EL PRESTIGIO PERDIDO EN EL DESASTRE DEL 98
poner su autoridad en el norte de Marruecos, una tierra agreste, pobre y tribal. En realidad, el sultán va a perder el control de todo el país. Si aún no lo ha hecho es porque Francia, Alemania y Gran Bretaña mantienen una lucha económica y diplomática feroz para ser la potencia hegemónica en Marruecos. A finales de 1911, Alemania acuerda con Francia renunciar a sus pretensiones, y en marzo del año siguiente el sultán marroquí acepta el Pro- tectorado francés. En noviembre, presionada por Gran Bretaña, Francia cede a España el norte del país. “Los españoles –informa la embajada francesa a su gobierno– tratan de obtener algo, sin saber lo que quieren [...]. Hay que desconfiar de la impresionabilidad del Rey, que está sin duda detrás de esta campaña”. No existe un Protectorado español, sino una “zona de influencia española”, donde la autoridad civil y religiosa es el sultán, que go- bierna a través de un delegado: el jalifa. En la práctica, España convierte el acuerdo en papel mojado e inicia una conquista militar por la que Alfonso XIII recibe el adulador sobrenombre de “el Africano”. “Ni entonces ni ahora el pueblo español entiende qué es eso del Protectorado [...]; lo que nos ha llevado a Marruecos es el deseo de conquistar aquellas tierras”, escribirá años después el periodista Víctor Ruiz Albéniz, el Tebib Arrumi (“médico cristiano”). En las antípodas ideológicas, el diputado socialista Indalecio Prieto creía que ese deseo de conquista fue el error primordial de la aventura marroquí. Marruecos era demasiado tentador para un ejército poco competente, hipertrofiado de oficiales mal pagados: uno por cada cuatro soldados. El Protectorado ofrecía la posibilidad de superar la pérdida de Cuba, Puerto Rico y Filipinas, colonias arrebatadas por Estados Unidos en una guerra tan breve y desigual como humillante. En Cuba habían combatido Sanjurjo, Gómez-Jordana y Queipo de Llano; en Filipinas, Millán Astray. Otros oficiales que forjarán su carrera en África habían nacido en Cuba, como Mola, Castro Girona o Berenguer. Para ellos, Marruecos era la oportunidad de recuperar el prestigio perdido en el Desastre del 98. La campaña de 1909 terminó con 358 oficiales y soldados muertos, 1.877 heridos y una copla que conservó en la memoria colectiva el recuerdo de la derrota. “En el barranco del Lobo / hay una fuente que mana / sangre de los españoles / que murieron por la Patria”. Consciente de la impopularidad del conflicto, el gobierno del liberal José Canalejas reformó el servicio militar. Todos los reclutas servirían al menos cinco meses; después podrían librarse pagando dos mil pesetas. Además, aprobó dos medidas decisivas para la evolución de la guerra: la creación de los Regulares, fuerza de choque de tropas nativas, mercenarios bajo el mando de oficiales españoles; y el restablecimiento del sistema de ascensos por méritos de guerra, abolido
tras un uso excesivo en Cuba y Filipinas. Ambas iniciativas promoverían a un grupo de oficiales reaccionarios y militaristas, conservadores y antiparlamentarios, con una ambición sin límites: los africanistas.
Caponíferos y jabatos
Sobre el papel, el jalifa era la máxima autoridad del Protectorado español. Pero su sueldo de ocho millones y medio de pesetas anuales (cercano al de Alfonso XIII) tenía una obligación tácita: no hacer nada. En la práctica, era el alto comisario quien ejercía el poder. El cargo quedó en manos de las autoridades militares, que, desde el principio, quisieron actuar sin interferencias. “Lo esencial, a mi entender –responde el general Gómez-Jordana cuando el conde de Romanones le pregunta de qué ministerio quiere depender–, es asegurar que el centro de gravedad de este problema radique más en Tetuán que en Madrid”. Esa autonomía deseada y logra- da dará al Ejército un poder casi ilimitado en el Protectorado, mayor conforme aumente la intensidad del conf licto. Pero, lejos de cohesionar a los militares, Marruecos los divide en dos bandos irreconciliables. Los ascensos por méritos de guerra tienen la culpa. Aunque España apenas controla una pequeña parte de su Protectorado, por los combates que se suceden entre 1909 y 1914 se conceden 132.935 condecoraciones y 1.587 ascensos. “Quienes más se beneficiaron de las recompensas fueron los militares que salieron de la Academia hacia 1909 –escribe el especialista Gustau Nerín–, ya que pudieron ‘gozar’ de un conflicto de baja intensidad de dieciocho años”. La trayectoria de un joven alférez de Infantería es un excelente ejemplo. Francisco Franco finaliza sus estudios en el puesto 251 de una promoción de 312. Llega a Marruecos en 1912, y en junio de ese año asciende a teniente, su único as- censo por antigüedad. Destinado a los Regulares en abril de 1913, Franco inicia una carrera meteórica. Llega a capitán en febrero de 1914 –el historiador Carlos Blanco Escolá cuestiona que sus méritos de guerra fueran tales–, y a comandante en junio de 1916, tras recibir un disparo en el estómago, su única herida grave en combate. En un ejército con pésimos servicios sanitarios, su supervivencia reforzó entre las tropas moras bajo su mando el mito de su baraka, una protección mágica que le hacía invulnerable. El alto comisario recomendó su ascenso a comandante y la concesión de la Gran Cruz Laureada de San Fernando, la más alta condecoración española. El Ministerio de la Guerra rechazó ambas propuestas, y Franco apeló directamente al rey, que con ascensos y condecoraciones había creado una auténtica camarilla de favoritos. Ganó, y en febrero de 1917 se aprobó su ascenso a comandante con carácter retroactivo desde junio del año anterior. En cuatro años había pasado de teniente a comandante. Tenía veintitrés. Pero los ascensos
LOS ASCENSOS POR MÉRITOS DE GUERRA DIVIDEN EL EJÉRCITO EN DOS BANDOS IRRECONCILIABLES
por méritos de guerra estaban a punto de suspenderse. A mediados de 1917 se constituyeron las Juntas de Defensa, asociaciones corporativas ilegales formadas por un nutrido grupo de oficiales con destino en la península. Su mayor interés era acabar con los ascensos por méritos en combate, prohibidos ya en Artillería, Ingenieros y Estado Mayor. Las simpatías que las Juntas despiertan entre los sectores reformistas, como los socialistas, acaban cuando en agosto se inicia una huelga general y los oficiales reprimen con dureza a los manifestantes. Agradecido, el gobierno cede, y en marzo de 1918 acaba con la concesión de ascensos por méritos de guerra. Con la actuación de las Juntas, Marruecos dejó de ofrecer la posibilidad de una carrera fulgurante para los “jabatos” a los que se refería la prensa de derechas (los “africanistas-militaristas”, como los califica la historiadora María Rosa de Madariaga), pero siguió siendo un destino muy tentador para los “caponíferos”. Francisco Carcaño, militar y escritor, explicaba en la novela La
hija de Marte (1930) el origen del término: “No es la prenda o efecto militar que recibió tantos honores, sino algo nutritivo, un excelente repuesto para la despensa, que de los almacenes de la Administración Militar se extraía a coste reducido, sí, pero capando el peso, de donde nació el calificativo”. El apodo dejaba muy claro que para estos militares la guerra era un inmenso negocio. Los caponíferos actuarán con impunidad durante años, robando hasta la comida y el equipo de los soldados a los que debían mandar y proteger, y demostrando cómo la corrupción impedía al Ejército cumplir su única misión: combatir.
El “chupén” de Marruecos
“Ya le he ‘enterao’ a Barea de las costumbres”, cuenta el señor Pepe. El contratista acaba de detallar al nuevo sargento cómo se reparte el dinero presupuestado para la carretera con los militares. El novato se llama Arturo Barea, futuro escritor. Estamos en junio de 1920, aún queda un año para el Desastre de Annual, y la compañía de Barea construye una carretera a través de un territorio apenas conquistado. Los mandos han convertido la obra en su negocio. Desde los sargentos hasta el comandante, todos cobran sobresueldos. Civil y militares inf lan las cuentas de la piedra gastada, falsean el número de los rifeños contratados y se reparten el dinero que cobran de más en función de su grado. “A mí esto me parece un robo”, contesta Barea al sargento Córcoles, una vez que el capitán le ha contado cómo realizan el fraude. “Lo es –afirma Córcoles–, un robo al Estado [...]. Mira: robar es quitar el dinero a alguien. Pero esto no es robar. ¿Quién es el Estado? Si robamos a alguien es al Es-
ROBABAN DE LA AVENA Y LA PAJA DESTINADA A LOS CABALLOS, DE LA LEÑA PARA COCINAR, DE LA GASOLINA...
tado, y bastante nos roba él a nosotros”. Así comienza La ruta, segunda parte de la trilogía autobiográfica de Barea y uno de los mejores relatos de la corrupción en el Protectorado. Con el fraude de la carretera, cada sargento recibía 10 pesetas diarias, más del doble de su paga (140 al mes, incluidas 50 por su destino en Marruecos). Su robo no parecía tener víctimas. Pero muchas veces los mandos no podían engañarse. “Saben que les robo, pero otros son peores que yo y también lo saben”, confiesa un sargento de Cazadores a Barea mientras le enseña el pésimo rancho de sus soldados. En 1903, el general Weyler había prohibido a los tenientes casarse porque su paga no permitía mantener una familia. La inflación que provocó en España la Primera Guerra Mundial empeoró la situación. En la guerra de Marruecos muchos encontraron la oportunidad de llenarse los bolsillos. “Casi todos los oficiales que vienen aquí vienen a hacerse ricos”, cuenta Córcoles a Barea cuando le explica cómo funciona “el chupén” de Marruecos. El escándalo del millón de Larache mostraría a la opinión pública la realidad de esta castiza expresión. Con Ceuta y Melilla, Larache era una de las tres comandancias militares del Protectorado. Tenía un presupuesto de 15 millones anuales, que entre 1918 y 1922 sus mandos saquearon sistemática e impunemente. Obligaban a los proveedores a firmar recibos en blanco, daban pesos falsos a los cuerpos de tropa o les pagaban para que dieran por recibidas unas mercancías nunca entregadas. Robaban de la avena y la paja destinada a los caballos, de la leña para cocinar, de la gasolina... Un desfalco de centenares de miles de pesetas al mes que se repartían entre los mandos: 60.000 pesetas el intendente jefe, 40.000 los demás jefes, 30.000 los capitanes y así sucesivamente. El escándalo se destapó cuando uno de los capitanes, Manuel Jor- dán Pérez, quiso quedarse con un millón y pico a cambio de no desvelar el fraude. Ausente durante unos meses de la Comandancia, Jordán había descubierto que sus compañeros se habían repartido “su parte”. El chantaje no funcionó, y Jordán fue detenido en septiembre de 1922. No era difícil ver el rastro de la corrupción. Algunos oficiales gastaban fortunas en casinos, timbas y prostíbulos. Otros compraban casas en Melilla o en la península. Había incluso auténticos prestamistas con uniforme, como el oficial de Regulares que Barea conoce en una tasca de Tetuán. Córcoles le explica cómo trabaja: “Si te hace falta dinero, le firmas un contrato según el cual le has comprado una sortija por valor de mil pesetas, y él te da ochocientas. Lo pagas a plazos y no te puedes escapar, porque el regimiento acepta sus recibos y también porque la sortija la tienes en depósito hasta que terminas, y él tiene el
derecho de perseguirte por estafa si pretendes evadir el pago”. Incapaces de pagar sus deudas de juego, varios oficiales se suicidaron. El diputado Crespo de Lara habló de 47 entre 1920 y 1921, pero el historiador Enrique Gudín de la Lama reduce la cifra a nueve. Ajena a la ofensiva contra el cabecilla de los rebeldes rifeños Abd elKrim, Melilla era, según Eduardo Ortega y Gasset, hermano del filósofo, “una ciudad de recreo y placeres”. “La mayoría de los oficiales –sigue– regresaban de las posiciones por la noche. Algunos permanecían en la plaza casi siempre”. Es el clima de corrupción previo a la mayor derrota militar del ejército español en el siglo xx.
El Desastre de Annual
La aguada está lejos, a 400 m de la débil línea de alambradas. Pero el general está contento. Héroe de Cuba, uno de los favoritos de Alfonso XIII, Manuel Fernández Silvestre cree que Annual reúne las condi- ciones para convertirse en campamento desde el que tomar la bahía de Alhucemas, refugio de Abd el-Krim, el líder de la cabila de los Beni Urriaguel. Ese sábado, 15 de enero de 1921, Silvestre regresa a Melilla en su automóvil. Recorre los 106 km de mala pista sin querer advertir la precariedad de su despliegue: 135 frágiles posiciones, repartidas en 67 km de frente, y, en palabras de uno de los mejores historiadores del Desastre, Pando Despierto, “una retaguardia laberíntica”. Bravo y temerario, el general desoye los consejos de hombres más sabios de su Estado Mayor, que creen una locura este asalto frontal. Seis meses más tarde, las fortificaciones se desploman como piezas de dominó. Mueren más de ocho mil hombres, incluido Silvestre. En tres semanas se pierde lo conquistado en los doce años anteriores. El Desastre de Annual reveló el error de la táctica del ejército español: la conquista del territorio a través de pequeñas fortifi-
SILVESTRE DESOYE LOS CONSEJOS DE HOMBRES DE SU ESTADO MAYOR QUE CREEN UNA LOCURA ESE ASALTO FRONTAL
caciones (blocaos) mal armadas y peor protegidas, a las que había que abastecer con convoyes de mulas, que avanzaban entre barrancos y desfiladeros propicios para las emboscadas. “En los avances no se había consolidado nada; se vivía porque los moros de las cabilas lo toleraban”, reconoció después el teniente coronel Fernández Tamarit. Annual demostró también el error de copiar el modelo del ejército colonial francés, basado en usar a indígenas de otras colonias, algo imposible en el Protectorado: a excepción de Guinea Ecuatorial, España no poseía más dominios. En teoría, a principios de año la Comandancia de Melilla tenía 24.776 hombres: 19.756 españoles y 5.020 indígenas. En realidad, solo estos estaban fogueados en combate. Su deserción convirtió la derrota en inevitable. “El sentimiento general –escribe De Madariaga– fue, primero, de perplejidad; después, de indignación. La opinión pública exigía responsabilidades”. En el Congreso, Prieto acusó directamente al monarca: “El general Silvestre vino a Madrid; de Madrid volvió a Melilla dispuesto a avanzar [...]; a los amigos que le esperaban en el muelle dijo que iba a Alhucemas porque le había autorizado y le había excitado a ello el Rey”. Pero las víctimas políticas fueron los junteros. Se destacó la cobardía de algunos de ellos, y los africanistas atribuyeron la derrota al fin de los ascensos por méritos de guerra. En noviembre de 1922, las Juntas, que habían pedido formalmente la supresión de la Legión –creada dos años antes por el africanista Millán Astray–, son abolidas. El auténtico análisis de las responsabilidades del Desastre estaba en los 2.433 folios del Expediente Picasso. Poseedor de la Gran Cruz Laureada de San Fernando, el general Juan Picasso redactó un informe demoledor que confirmaba el heroísmo de un puñado de mandos y la cobardía de demasiados. Picasso detalló los errores cometidos por Silvestre y las carencias del ejército colonial, pero su informe no se debatió en las Cortes. El 13 de septiembre de 1923, el general Miguel Primo de Rivera se sublevó. Con el apoyo de Alfonso XIII, inició una dictadura militar que puso fin al sistema político de la Restauración, incapaz de sobrevivir a una guerra colonial cuyo final parecía muy lejano.