LA CAÍDA DE LA URSS
Amediados de los años ochenta parecía que la Unión Soviética fuera a ser eterna. Pero un observador atento podía percibir las señales de la descomposición que acabaría con el imperio rojo en breve plazo. En 1976, el politólogo y demógrafo francés Emmanuel Todd predijo, con asombrosa lucidez, la caída que se avecinaba en un libro mítico, La chute finale (El hundimiento final). Esta investigación, en lugar de dar credibilidad a las estadísticas oficiales de Moscú, falsificadas sistemáticamente, se fijaba en algunos indicadores que la propaganda no podía eliminar por completo. Incluso corregida a la baja, la tasa de suicidios resultaba monstruosamente alta. Reflejaba, por tanto, un grado enorme de sufrimiento entre la población. Por otra parte, aunque la Unión Soviética era un país industrializado, el índice de mortalidad infantil subía. De ahí que el gobierno dejara de publicar los datos a mediados de los setenta. Para Todd, esta situación vaticinaba el próximo colapso de la tecnología de la superpotencia comunista.
Cuando Mijaíl Gorbachov llegó al poder, halló un país con graves problemas. Tras el fallecimiento de Stalin tres décadas antes, la denuncia de sus métodos represivos no llevó nunca a cuestionar el monopolio comunista del poder. Por otra parte, la carrera armamentística con Occidente había contribuido al estancamiento económico. Para cambiar las cosas, Gorbachov anunció un programa de reformas que se haría popular a través de las consignas de perestroika (reestructuración) y glásnost (transparencia). Su objetivo no era establecer una democracia, sino proceder a una revitalización del socialismo. El programa aperturista de Gorbachov sedujo a Occidente, pero no tanto a los soviéticos. El cambio despertaba demasiadas ilusiones de libertad y los temores de la vieja guardia comunista. Las reformas fueron incapaces de traducirse