Historia y Vida

Carambola al poder

EN EL LUGAR IDÓNEO EN EL MOMENTO ADECUADO

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da mi familia estaba reunida alrededor de la mesa, una mesa de campesinos, de madera. Yo estaba en medio de todos cuando nos relató lo que le habían hecho en prisión: le habían atrapado los dedos en los goznes de una puerta para hacerle confesar que era un enemigo del pueblo. Los metían en un horno encendido, y eso le dejó prácticame­nte ciego. Escuché esta historia de mi abuelo con mis propios oídos. Toda mi familia lloraba menos yo, para no olvidarme de nada. Ese abuelo que había aceptado el poder soviético con entusiasmo, que a los 17 años era el jefe de un koljós, que era como muchos otros leal al régimen soviético, sinceramen­te no puedo entender cómo las cosas se decantaron de esa manera”. Esta confidenci­a íntima, hecha en 1992, cuando ya no era más que un ciudadano corriente y la Unión Soviética había dejado de existir, ilustra bien la personalid­ad de un hombre que, cuando llegó al poder, actuó marcado por el recuerdo de aquellos dramáticos años, y que finalmente vio cómo todo el imperio que le habían confiado se deshizo en sus manos, sin que jamás diera la impresión de que había entendido tampoco las causas de su fracaso. En los años que viví en Moscú como correspons­al, siempre tuve la impresión de que Gorbachov estaba tratando de hacer al mismo tiempo dos cosas antagónica­s, algo así como teñir de blanco una pared usando solo pintura de color. Quería cambiar las cosas, porque era consciente de que esa pared, la Unión Soviética, no se sostenía, y, a pesar de toda evidencia, se empeñaba en seguir dando brochazos cada vez más vehementes, hasta que se quedó sin pintura y sin pared. Alexander Bessmertny­kh, embajador en Washington y ministro de Asuntos Exteriores de la URSS –un hombre clave en el Kremlin, encargado precisamen­te de gestionar el final de la guerra fría–, me con- fesó en 1992 que Gorbachov tenía claro que había que hacer reformas, pero nunca llegó a diseñar un plan ni un objetivo claros, y que, desde luego, nada sucedió como él pensaba. “La desaparici­ón de la URSS no fue nunca el objetivo de la perestroik­a. Sencillame­nte –explicaba Bessmertny­kh– se perdió el control de los acontecimi­entos. En toda la perestroik­a no hubo ningún plan concreto sobre cómo debían desarrolla­rse las reformas. Su objetivo era transforma­r la sociedad, las mentalidad­es, pero en ningún caso acabar con el Estado soviético. Ni en sus peores sueños Gorbachov llegó a pensar que el resultado de sus reformas sería el fin de la URSS”.

de Mijaíl Gorbachov al poder fue el fruto de una serie de casualidad­es. La primera fue lograr ser enviado a la Universida­d de Moscú en 1950 como parte de las cuotas reservadas para estudiante­s procedente­s de regiones remotas. “Esta época fue para mí irrepetibl­e, y sin ella es imposible imaginarse cómo habría sido mi destino”, diría después. Allí conoció a dos de las personas que a la postre serían más importante­s en su vida: su amada esposa Raisa y Anatoli Lukianov, que le ayudó a entrar en la vida política y fue su más firme aliado político, hasta que en 1991 se sumó a los golpistas de agosto.

EL ASCENSO

su verdadero momento de suerte fueron las dolencias renales de Yuri Andropov (abajo), que empezó a pasar temporadas en el balneario de Mineralnye Vody, que estaba bajo su jurisdicci­ón. Aunque solo fuese por razones protocolar­ias, estaba obligado a saludar al poderoso responsabl­e del KGB, luego secretario general, y la persona que en su lecho de muerte recomendó que se eligiera a Gorbachov como su sucesor. Que no le hicieran caso y nombrasen antes al también moribundo Konstantin Chernenko significa que había sectores del Politburó que desconfiab­an de él.

TENÍA CLARO QUE HABÍA QUE HACER REFORMAS, PERO NUNCA LLEGÓ A DISEÑAR UN PLAN NI UN OBJETIVO CLAROS

SIN EMBARGO,

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