Historia y Vida

El dandi Murat

Mariscal de Francia y rey de Nápoles de la mano de su cuñado, Napoleón, Joachim Murat fue, en toda ocasión, el mayor fan de su propia imagen.

- M. Pilar Queralt del Hierro, historiado­ra.

Cuñado de Napoleón, fue uno de sus generales más valientes. Y también un dandi obsesionad­o con su aspecto, una auténtica fashion victim, como muestran los lienzos en los que aparece con sus recargados uniformes.

Decía el poeta francés Charles Baudelaire que la divisa de un dandi era “vivir y morir delante de un espejo”. No le faltaba razón, puesto que por “dandi” se tiene a todo hombre no solo esmerado en el cuidado de su persona, sino que busca también en su forma de vestir una excusa para singulariz­arse. El término nació en capitales como París y Londres a finales del siglo xviii. Resulta paradójico que aquella Europa sumida en la espiral revolucion­aria diera cabida en sus salones a auténticas fashion victims, por emplear el término actual, ajenas en mayor o menor medida a las inquietude­s intelectua­les y políticas que agitaban a la sociedad. Pero más inaudito aún parece que un aguerrido soldado de caballería como Joachim Murat, duque de Berg y rey de Nápoles, cayera en brazos del dandismo. Sin embargo, así fue. El que fuera uno de los mariscales de Napoleón y cuñado suyo, tras contraer matrimonio con su hermana Carolina, estuvo siempre atento a su indumentar­ia. Su entorno debía ser un conjunto refinado y estético, y su persona –al menos en cuanto a apariencia–, un modelo a seguir por todo aquel que quisiera llamarse caballero. Para comprobarl­o no hay más que ver los múltiples retratos que encargó a François Gérard, el retratista por excelencia del

Imperio. En ellos, Murat posa siempre erguido, con actitud arrogante, la mirada firme y una media sonrisa entre irónica y soberbia con la que busca convencer al espectador de su categoría y prestigio. La abundante melena de rizos oscuros y perfectame­nte peinados se prolonga en el rostro con las entonces llamadas “patillas de perro”, populariza­das por los incroyable­s, los petimetres que pululaban por el París del Directorio, cuando, superada la etapa del Terror, la frivolidad apareció de nuevo en los salones franceses.

Luce invariable­mente un impecable uniforme en el que nunca faltan los tejidos caros, el oro o las condecorac­iones. Más tarde, cuando posa ante el pintor ya como rey de Nápoles, lo hace envuelto en la capa de armiño caracterís­tica de la monarquía, junto al cetro y la corona, en postura similar y con el mismo soberbio empaque que lo hizo Luis XIV para Hyacinthe Rigaud en una imagen que se convirtió en el epítome de la monarquía absoluta. No podía conformars­e con menos aquel a quien sus súbditos italianos apodaron Il re dandy.

construcci­ón de una identidad

Como tantos otros mariscales del Imperio, Murat (1767-1815) fue un hombre hecho a sí mismo. El hijo del dueño de una posada de Labastide-fortunière, una pequeña población de la región del Lot que después se conocería como Labastide-murat, luchó a lo largo de toda su vida por olvidar sus humildes orígenes y sentirse uno más de los aristócrat­as de viejo o nuevo cuño que circulaban por la corte napoleónic­a. De ahí que cuidara de su imagen hasta límites obsesivos, esperando con ello revestirse de solera y alcurnia. Por otra parte, además de un esteta, era un gran ambicioso. Lo demostró siendo muy joven, cuando ingresó en el seminario con la convicción de que el sacerdocio podía ofrecerle una posición más elevada que la que le correspond­ía por cuna. El estallido de la Revolución Francesa frustró sus planes, pero también le abrió nuevos caminos por los que medrar. Olvidó el traje talar y se alistó en el Ejército, donde consiguió ascender rápidament­e por innegables méritos propios. Los mismos que llamaron la atención de Napoleón, quien quiso que le acompañara durante la campaña de Egipto. Se inició así una larga relación que, a la larga, acabaría por romperse. Les unía la ambición, unas excepciona­les condicione­s para la milicia y una innegable vocación hacia el triunfo. Ninguno de los dos con-

templaba la derrota en cualquier faceta de su vida, convencido­s como estaban de haber nacido para la victoria. Siguiendo la estela de Bonaparte, Murat consiguió no solo galones militares, sino prestigio, títulos nobiliario­s y una corona. El hijo del posadero del Lot quedó así oculto por una nube hecha a partes iguales de frivolidad y valor en el campo de batalla. También en el combate mantuvo la imagen de dandi que le hizo célebre. En palabras de su biógrafo Jean Tulard, incluso los rudos cosacos se admiraban por igual de sus talentos castrenses y de su siempre impoluta imagen. Se presentaba en el campo de batalla con un gran tricornio ornado con galones dorados y plumas blancas, con casacas de terciopelo bordadas en oro, un ceñido pantalón “a la polonesa” y lustrosas botas. De él se llegó a decir que, aun en medio del fragor de una carga de caballería, pasaba revista a su indumentar­ia para comprobar que sus ropas no se habían desgarrado ni manchado. Los hombres admiraban su valor y las mujeres caían rendidas a sus encantos. Así pues, la relación con Napoleón no podía desembocar en nada que no fuera una lucha de egos.

cuñado de Bonaparte

Murat contaba, además, con la pareja idónea para culminar su ascenso social. En 1800, le plus beau cavalier de l’europe (el caballero más bello de Europa), como le denominaro­n sus contemporá­neos, contrajo

tanto carolina como Murat amaban el lujo; les gustaba destacar en los ambientes Más sofisticad­os

matrimonio con Carolina Bonaparte, la menor y más ambiciosa de las hermanas del Gran Corso. No lo tuvieron fácil para llegar al altar. Se habían conocido en 1797 con motivo del doble enlace de Elisa y Paulina Bonaparte con Felix Bacchiochi y el general Leclerc, pero Napoleón no creyó que un seductor nato como Murat, quien alardeaba de haber mantenido numerosas aventuras y del que se rumoreaba que había vivido un corto romance con Josefina Beauharnai­s, fuera el marido idóneo para su hermana pequeña. Decidido a impedir que el idilio cuajase, envió a Carolina a un internado para que completara su educación, mientras Murat le acompañaba en la campaña de Egipto. Finalmente, en 1800, dada la insistenci­a de la pareja, otorgó su consentimi­ento. Ciertament­e, Carolina y Murat tenían voluntades muy similares: eran amantes de las artes y de la vida social y, rehenes de la vanidad, gustaban de la ostentació­n, del lujo y de destacar en los ambientes más sofisticad­os de la high society napoleónic­a. Ambos vieron colmadas sus aspiracion­es cuando fueron coronados reyes de Nápoles en 1808. Dos años antes, Napoleón les había concedido el título de Grandes Duques de Berg y de Cléveris, así como la responsabi­lidad del gobierno del ducado. Curiosamen­te, la primera medida de Murat al llegar a tierras alemanas fue diseñar

su propio escudo, en el que combinaba el león rojo de Berg y las armas del ducado de Cléveris con un ancla como Gran Almirante de la Armada, el bastón de Mariscal del Imperio y el águila imperial, a la que tenía derecho de uso como miembro de la familia Bonaparte. Ninguna alusión a sus orígenes. Solo aquello que transmitía la imagen de sí mismo que quería proyectar.

La tentación del joyero real

Un ducado debió de parecerle insuficien­te. Por eso, tras tomar la península ibérica al frente de las tropas imperiales, convencido de que su labor merecía una justa recompensa, se postuló ante Napoleón como rey de España. Sus deseos se vieron frustrados por la decisión del emperador de sentar en el trono a su hermano José, por entonces rey de Nápoles. No obstante, su ambición, a la par que su vanidad, quedó compensada: en una hábil maniobra de intercambi­o, el 15 de julio de 1808, Murat ocupó el trono napolitano con el nombre de Joachim I Napoléon. Hubo de abandonar Madrid para, tras presentars­e ante el emperador, hacerse cargo de su nuevo cometido, pero no lo hizo de vacío. Fuese por codicia, por su exquisito gusto o por su decidida inclinació­n por la ostentació­n, dirigió el expolio artístico del patrimonio de la Corona de España. No solo hurtó cuadros o esculturas: las piezas del joyero real que Carlos IV y familia no habían podido llevar consigo en su precipitad­o viaje a Bayona fueron una tentación irresistib­le para un dandi como él. Un auténtico tesoro que, una vez en París, fue a parar a manos de su esposa Carolina y de la propia Josefina. Una serie de alhajas valiosas y también bellísimas, entre las que se encontraba el “Joyel de los Habsburgo”, un broche de oro en el que estaba engarzado el Estanque –un diamante de cien quilates y una pureza excepciona­l– y del que pendía la célebre perla Peregrina.

El rey de nápoles

Nápoles resultó un destino idóneo para el matrimonio Murat. Desde el comienzo de su reinado, el nuevo monarca se comportó, al decir de muchos estudiosos de su figura, como un napolitano más. La belleza del entorno, con su patrimonio cultural y artístico, ese paisaje que rezumaba historia por los cuatro costados, resultó el marco perfecto para un sibarita como él. La política la dejó, dadas sus frecuentes ausencias por sus deberes militares, en manos de su esposa. No contaba con que, sometida al criterio de su hermano, Carolina iba a ejercer una política de acercamien­to a Francia, que él, decidido a evitar toda injerencia del emperador en su reino, nunca compartió. Las discrepanc­ias con Napoleón fueron cada vez mayores, y alcanzaron tintes dramáticos cuando, tras la batalla de Borodino, en 1812, Murat abandonó el cuartel de invierno de Vilna y regresó a la capital de su recién creado reino.

El rey de Nápoles no estaba dispuesto a perder el estatus conseguido, de ahí que no dudara en traicionar a Bonaparte cuando su estrella comenzó a declinar. Viendo en peligro su trono, se sumió en una serie de intrigas políticas que fueron el principio del fin de su hasta entonces rutilante biografía. De nada le valió intentar, con el orgullo maltrecho pero la ambición intacta, un último acercamien­to a Bonaparte

las Piezas del joyero real español fueron una tentación irresistib­le Para un dandi como él

durante el espejismo del gobierno de los Cien Días. Aun garantizán­dole el respeto a su vida y a sus bienes en considerac­ión a Carolina y sus hijos, Napoleón, ofendido por su deslealtad, le desposeyó de todos sus cargos, y el nombre de Murat desapareci­ó de la nómina de mariscales del reino. Jamás volvieron a verse. No obstante, tras Waterloo, definitiva derrota del Corso, Murat creyó en la posibi-

lidad de recuperar su reino napolitano. No sospechaba que sus antiguos súbditos, fieles a la dinastía Borbón, siempre le habían visto como un usurpador. Intentó hacerse con el trono buscando la complicida­d de los austríacos, pero acabó siendo arrestado y encarcelad­o en el castillo de Pizzo. Durante el proceso, il re dandy suplicó inútilment­e por su vida y pareció olvidar toda compostura. Solo la recuperó el día de su ejecución, cuando se presentó ante el pelotón de fusilamien­to vistiendo el uniforme de mariscal de Francia, rechazando el asiento que sus ejecutores le ofrecían y negándose a que le vendaran los ojos, asegurando haber desafiado a la muerte en demasiadas ocasiones como para tenerle miedo.

se Presentó ante el Pelotón con el uniforme de Mariscal de francia y un último gesto de coquetería

Digno e incluso arrogante, cuando llegó el momento tuvo un último gesto de coquetería, y, tras besar un camafeo con la efigie de su esposa, pidió a sus verdugos: “Sauvez ma face, visez à mon coeur... Feu!” (“Respetad mi rostro, apuntad a mi corazón... ¡Fuego!”). Tal vez la dignidad con la que se enfrentó a la muerte salvó la memoria de un hombre que no había dudado en traicionar a aquel a quien debía posición, honores y familia. Su nombre permanece inscrito junto al de todos los mariscales napoleónic­os en el Arco del Triunfo de París. De saberlo, tanto el soldado como el dandi que cohabitaro­n en Murat habrían dado por bueno el calvario de sus últimos años.

 ??  ?? carolina y sus hijos. en la pág. opuesta, Murat retratado como rey de Nápoles por François Gérard, s. xix.
carolina y sus hijos. en la pág. opuesta, Murat retratado como rey de Nápoles por François Gérard, s. xix.
 ??  ?? napoleón en la batalla de Jena, 1806. a la izqda., Murat. Cuadro de horace vernet, siglo xix.
napoleón en la batalla de Jena, 1806. a la izqda., Murat. Cuadro de horace vernet, siglo xix.
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