Viajero y diplomático
Clavijo en la corte de Tamerlán
Había nacido en una lejana ciudad de la Transoxiana y era hijo de un noble menor. Con el correr de los años fue un capitán mercenario, jefe de mil guerreros, general y, finalmente, señor de su región natal. Conquistador de Mogalia, la India menor, Orazania, Persia y Media, Guilán, Armenia y otras muchas tierras, destructor de Damasco y otros señoríos, tomador de Alepe y Babilonia, vencedor en muchas batallas... Con ese rimbombante recorrido vital y geográfico era como se refería al gran Tamerlán el embajador Ruy González de Clavijo en el relato de aquel viaje que realizó junto a otros súbditos del rey de Castilla.
Señor de Asia
El verdadero objetivo de aquella embajada era entablar relaciones diplomáticas con aquel personaje asiático casi legendario. Su verdadero nombre era Temur, o Timur, que significaba “el hierro”, aunque sus enemigos le llamaron Temur-i-lang, “el cojo”, pues arrastraba ese achaque provocado por una herida de una flecha en su pierna derecha cuando reñía sus primeros combates. Los occidentales deformaron su nombre hasta
convertirlo en el conocido por nosotros como Tamerlán, aunque hoy en día sus descendientes uzbekos siguen prefiriendo recordarle como Amir (general) Temur. Como buen tártaro, aprendió a montar a caballo a los pocos años y a cazar con el arco en su valle natal del Qashka Daria. Combinaba así dos de las características de su pueblo, el nomadismo y un arte cinegético que pronto derivaría en una belicosidad implacable. La estepa, con las duras condiciones climáticas de las estaciones, le curtió y le enseñó a vivir con los lazos de parentesco y las impredecibles alianzas entre las tribus locales. Todo gran líder formado en ese contexto debía, por lo tanto, poseer ambición, valor, resistencia y astucia. Esta última cualidad fue utilizada por Temur cuando, en 1360, el kan mongol de Chagatai apareció con sus tropas por aquellas regiones, y el joven decidió dejar de huir con los suyos y presentarse ante él en persona. Ese gesto le valió la jefatura de su tribu, los barlas, y fue nombrado gobernante vasallo por el kan. El cargo no lo conservaría mucho tiempo, pues en pocos años estaba ejercitando sus virtudes marciales y luchando contra esa misma ocupación mongol. Décadas después, tras su decisiva victoria en la batalla de Ankara contra los otomanos en 1402, su poder abarcaba desde el mar Egeo hasta el río Indo, y se le podía considerar, sin lugar a dudas, el señor de Asia.
la embajada castellana
El júbilo por su victoria contra los enemigos de la cristiandad en Ankara fue considerable en las principales cortes europeas. Antes de ese crucial acontecimiento, Carlos VI de Francia ya mantenía contactos con Temur, y está igualmente constatado en las fuentes que hubo dos extranjeros que presenciaron in situ el gran enfrentamiento militar ocurrido entre el sultán otomano Bayecid I Yildirim, el Rayo, y Temur. Estos eran Payo Gómez de Sotomayor y Hernán Sánchez de Palazuelos, enviados por el rey Enrique III de Castilla para, como dijo Clavijo, “saber la pujanza que en el mundo avía el dicho Tamurbeo y turco Ildrin” y viesen “sus magnificencias y poderío de gentes que tenía ayuntadas el uno contra el otro”, es decir, ser testigos de la fortaleza de cada uno y conocer sus planes políticos. Esa valiosa información fue debidamente recibida por Castilla, pues ambos embajadores regresaron a su tierra acompañados ahora por un embajador de Timur, llamado Mohamad Alcagi, junto a unas doncellas cristianas orientales y numerosos presentes que llegaron hasta
el monarca castellano a comienzos del año 1403. Parecía que el vencedor tártaro deseaba agradar a Enrique III, además de asombrarlo, y flotaba en ese contexto una inesperada alianza con el formidable guerrero asiático. Un anhelo parecido al ya perseguido por los francos y la Iglesia de Roma en siglos pasados, cuando contactaron con los mongoles frente al enemigo común musulmán.
La nueva oportunidad era esperanzadora, pero había que ir con sumo cuidado. El ejército de Temur también podía ser una gran amenaza, como se pudo comprobar poco después, cuando sus hombres asaltaron la fortaleza de Esmirna, degollando, de paso, a la población cristiana y decapitando a sus defensores, algunos remanentes de los caballeros hospitalarios.
la segunda embajada
Afortunadamente para Europa, Temur no tenía especial interés en proseguir sus campañas hacia Occidente. Su objetivo principal era la conquista de China, y hacia
había que ir con Sumo cuidado. El Ejército de temur también podía SER una amenaza, como SE vio En Esmirna
allí dirigiría sus últimas energías. Mientras tanto, en Castilla se iniciaron los preparativos para una segunda embajada que apuntalara a la anterior y obtuviera esa alianza estratégica con los tártaros. Esta unión buscada no solo redundaría en el aspecto político, sino también en el comercial: la reapertura de la conocida ruta de la seda por este nuevo imperio nómada aseguraría la llegada de los apreciados productos asiáticos, al igual que en los tiempos de Gengis Kan.
Es muy posible que esta delegación llevara también cartas para el emperador bizantino y el papa de Aviñón, con los que tenían pensado tratar. Aquel que especulara sobre una finalidad meramente protocolaria en el caso de esta segunda embajada, o sobre una correspondencia a la deferencia anterior de Temur, estaría quedándose corto respecto a las miras
prácticas que buscaba la corte de Castilla. En la localidad del Puerto de Santamaría comenzó este periplo, con tres miembros principales: Ruy González de Clavijo, camarero real; fray Alonso Páez, maestro de Teología de la orden de los Predicadores; y Gómez de Salazar, guarda real y jefe de la escolta –compuesta por catorce hombres– que custodiaba las ofrendas para Tamerlán, tales como telas de escarlata, objetos de plata y los muy apreciados halcones gerifaltes. Les acompañaba, de vuelta a sus tierras, Alcagi, hombre que había impresionado por su vasta cultura. Del propio Clavijo se conoce poco, salvo que nació en Madrid en el seno de una familia noble, le gustaba ejercitar la poética y ostentaba ese importante cargo de camarero real, o mayor, uno de los más prestigiosos y lucrativos. Denotaba la absoluta confianza del monarca castellano hacia él. Los embajadores eran la personificación misma del reino al que representaban, y Clavijo cumpliría con creces su papel.
Ser alguien “viajado”
En la Edad Media, haber viajado mucho se consideraba una señal de distinción. Lo que Clavijo y sus compañeros iban a comenzar no era, por lo tanto, nada excepcional, aunque sí bastante exótico, por la ruta escogida. Los viajes diplomáticos en la Europa medieval llevaban siglos de actividad. Los séquitos se fueron haciendo más nutridos con el paso del tiempo, y todos ellos llevaban un gran elemento ceremonial. Los personajes principales, a pesar de las numerosas dificultades que debían superar, como tormentas en el mar, pasos montañosos o salteadores en la ruta, disfrutaban con su misión, al depararles el trayecto muchas novedades. Asimis-
mo, el objetivo a cumplir, visitar la curia papal o las diferentes cortes extranjeras, conllevaba en vida una gran responsabilidad, puesto que no podían abandonar la empresa. Y, una vez cumplida con éxito, su reputación crecía aún más.
En el caso de Clavijo y su plausible relato del viaje, un género literario que también contaba con notables precedentes maravillosos (entre ellos, los peregrinajes descritos a Tierra Santa), tanto reales como imaginados, apreciamos un grado de detalle e información considerable en lo que describe. Hay estudios que indican que la autoría pudo corresponder a su compañero Páez. En todo caso, su observación suele ser objetiva y serena, casi desapasionada, a pesar de encontrarse con pasajes, obras, riquezas y glorias humanas espectaculares. Con su habitual tono comedido e impersonal, examina todo lo que ve y lo anota lo mejor que recuerda, no dejándose llevar por los chismes o historias que circulan por las regiones que visita. Muchas veces insiste él mismo en visitar con detenimiento los lugares que le interesan, caso de Rodas, Constantinopla, Tabriz o la propia Samarcanda.
el largo camino hacia oriente
La comitiva parte el 21 de mayo de 1403 de El Puerto de Santamaría para recalar en Cádiz dos días después. Zarpan a bordo de una carraca hacia Málaga y de ahí continúan en una derrota cercana a la costa hasta las islas Baleares, donde permanecerán varios días en espera de vientos favorables. El 19 de junio enfilan hacia el mar Tirreno, y llegan días más tarde a fondear en Gaeta. Allí están hasta el 13 de julio, fecha en la cual reanudan su viaje en dirección a Sicilia. En esa navegación pueden ver una erupción en el volcán Estróm-
boli y sufren una tremenda tormenta de dos días a las puertas del estrecho de Mesina que casi les hace naufragar. Ese pasaje traicionero se identificaba con dos monstruos de la mitología griega, Escila y Caribdis; el propio Odiseo perdió a seis integrantes de su tripulación devorados por las cabezas de perro de Escila.
Los peligros del mar no les abandonaron, y cerca estuvieron de perecer en los acantilados de las costas de Morea, ya en la península del Peloponeso. Su siguiente escala fue la isla de Rodas, custodiada por los hospitalarios. Allí tuvieron noticias de la sumisión del sultán mameluco de Egipto a Temur y de la inestabilidad del territorio turco, lo que desaconsejaba desembarcar en la zona. Ante ese peligro latente, siguieron en la mar y pusieron rumbo a la entrada del estrecho de los Dardanelos. A finales de octubre anclaron frente a Constantinopla, y poco después fueron recibidos por Manuel II en su palacio. Nada se conoce de aquella recepción, pero sí sabemos que los embajadores pudieron admirar algunos de los más bellos monumentos de la Roma oriental. Clavijo relata sus visitas durante días a monumentos como la iglesia de Santa Sofía, “la más honrada, y más privilegiada de todas cuantas en la ciudad hay”, o el antiguo hipódromo, “el cual es cerrado de mármoles blancos”. Repara incluso en algunas valiosas reliquias, como “el brazo izquierdo de San Juan Bautista” o parte del palo de la Vera Cruz desenterrada por la “bienaventurada Santa Elena”.
El 14 de noviembre encuentran por fin una galeota genovesa que se atreve a entrar en el mar Mayor, o Negro, para llevarles hasta Trebisonda. Para su desgracia, sufren otra tempestad –“la tormenta cresció tanto que era espanto”, relata Clavijo– que destroza su embarcación contra las rocas de la costa. A duras penas pudieron regresar más tarde a Pera, un puesto comercial frente a Constantinopla, donde esperarán a que pase el invierno para completar en primavera la travesía por aquel litoral. No será hasta el mes de marzo cuando vuelvan a embarcarse para proseguir su embajada, bordeando la costa septentrional de Asia Menor. En Trebisonda –mismo lugar que el griego Jenofonte pudo contemplar milenios atrás tras escaparse de la persecución persa con los restos de los Diez Mil– fueron bien recibidos por los lugareños cristianos y escoltados hacia el interior montañoso. Sin embargo, días después fueron despojados de parte de sus mercancías por un señor local.
El 4 de mayo de 1404, después de atravesar nevados paisajes, entraban por fin en los dominios de Temur, al recalar en la ciudad de Erzingán. A partir de ese momento, los peligros en los caminos para estos embajadores desaparecieron, y en cada lugar, ciudad o aldea que visitaron fueron agasajados y bien provistos ante cualquier eventualidad. Este buen trato probaba el férreo control impuesto por Temur a sus súbditos, y, cuando era necesario, Alcagi hacía respetar rápidamente el nombre de su señor y la finalidad de aquella misión.
en el imperio de temur
A mediados de mayo se internaron por las agrestes regiones de Armenia y tuvieron la fortuna de contemplar el bíblico monte Ararat, inactivo volcán de nieves perpetuas donde la leyenda indica que varó el arca
nada SE conoce del Encuentro con El Emperador bizantino, pero la comitiva SE recreó En la capital
de Noé. El camino les llevó hasta la ciudad de Joi, y allí se cruzaron con la embajada que el sultán mameluco enviaba a Temur, con caballos, camellos, avestruces y la extraña iounufa, o jirafa africana.
Más de un año después de partir de Cádiz llegarían a la gran urbe de Tabriz, antigua capital de los once kanes mongoles, situada en Persia y que fue visitada por, entre otros, Jordanus de Severac, un dominico de origen catalán que fue el primer habitante de la península ibérica que llegó a la India. Nueve días se detuvieron allí, y la descripción de su actividad urbana en el relato nos acerca a muchas mercaderías, plazas abarrotadas cuyas fuentes en verano recibían trozos de hielo para suministrar agua fresca a los transeúntes, solemnes baños públicos junto a mezquitas con bellos azulejos o lujosos edificios con vidrieras... Un florecimiento que se repitió en su siguiente parada, Sultania, punto en el que les recibiría de manera amistosa uno de los hijos de Temur, Miran Shah.
A los tres días partieron hacia Teherán, donde un jefe tártaro les obsequió con un caballo asado, un manjar en esa cultura. Además, coincidieron de nuevo con la embajada mameluca, y desde ese momento ya no se separarían. La marcha continuaba, y los calores de aquellas latitudes hacían mella en el séquito. Páez y Gómez de Salazar enfermaron, al igual que algunos hombres de la escolta y un halcón gerifalte, que murió. Para su desgracia, en esa tesitura les alcanzó un mensajero de Temur, que les pidió que acelerasen su marcha hacia Samarcanda. Obligados por ello, tuvieron que viajar tanto de día como de noche, y su alimentación no fue tan abundante como en meses pasados. En Damogan se encontraron con una de las célebres pirámides de cráneos humanos que conmemoraban alguna victoria del señor de Asia, macabro recordatorio de su poder. A esas alturas, los embajadores estaban “tan flacos que eran más cerca de la muerte que de la vida”, según Clavijo. Poco a poco se acercaban a su objetivo, ayudados por el eficaz servicio de postas y caballos descansados que poblaba todo el imperio de Temur. Un sistema heredado de los mongoles, que permitía que las informaciones se extendieran con celeridad. En cualquier caso, el clima extremo siguió mortificando a la embajada, y Salazar no pudo aguantar más. Falleció el 26 de julio en Nisapur, en el Irán actual.
pasado teherán, El calor afectó Seriamente al Séquito, y Salazar moriría En nisapur
llegada a la corte
La comitiva, aun impresionada por este triste suceso, no podía detenerse. Así pues,
atravesaron un desierto de cincuenta leguas de anchura y, dentro de las tierras nómadas, llegaron hasta un ancho río donde vieron a miles de guerreros de Temur acampados en sus tiendas ambulantes: “Son gente de gran afán, e cabalgadores e grandes acercadores de arcos; e son gente fuerte para el campo; e tan pagados van sin vianda como con ella, e sufren el frío e sol, e sufren sed e hambre más que gente del mundo”. Se entiende perfectamente que con esa descripción hayan podido vencer en muchas batallas y fueran unas tropas tan temidas. A principios de agosto, salen acompañados por enviados de Temur, y van cruzando otros desiertos y ríos caudalosos donde el recordado Alejando Magno, otro viajero incansable, dejó su impronta de conquistador. Tras alguna nueva baja, llegarán el 28 de agosto a la ciudad natal de Temur, Kesh. Y, por fin, el 8 de septiembre divisan la capital del imperio más poderoso de Asia, Samarcanda, objetivo de todo el viaje. Habían tardado un año, tres meses y un día en llegar hasta allí. Samarcanda era una de las maravillas de su tiempo; no era casualidad que hubiese requerido todo tipo de trabajadores, artesanos y obreros para que elevaran su tejido urbano a la máxima excelencia. El color azul, el favorito de los tártaros, aparecía en muchas fachadas de palacetes y casas señoriales. Las mezquitas y sus cúpulas eran grandiosas, y algunos jardines rivalizaban con los de la antigua Mesopotamia. Los embajadores acudieron a la visita con Temur en uno de ellos, llamado de Dileucha. Clavijo lo expresa así: “La entrada de la puerta desta huerta labrada fermosamente de oro e azul, e de azulejos. Los embajadores entraron, fallaron luego seis marfiles [elefantes] que tenían encima sendos castillos de madera con dos pendones cada uno, e con hombres encima de ellos”. A continuación entraron en una
temur Estaba rodeado de ricos cojines, vestido con SEDAS y tocado con un turbante Enjoyado
cámara donde había varios príncipes de la familia imperial, a los cuales entregaron la carta del rey de Castilla. Desde ahí fueron a ver al gran Temur, quien se encontraba en un gran patio rodeado de ricos cojines, vestido con sedas y tocado con un turbante blanco lleno de pedrerías, perlas y un soberbio rubí en el centro. Tras las tres reverencias hacia su persona, se acercaron al viejo
tártaro, y este les preguntó por “mi fijo el rey de España, que es el mayor que ha en los francos”. Poco después, un sobrino de Temur le entregó la carta de los embajadores, aunque él no prestó mucha atención y jamás la leyó. Terminó la recepción con la entrega de presentes, que agradaron mucho al protagonista, y a continuación se celebró un festín exorbitante. En adelante, y hasta finales de octubre, los embajadores comparecerían en multitud de fiestas, hasta que vieron por última vez al Gran Kan el 31 de octubre. Temur, a pesar de algún otro intento castellano, no les volvió a conceder audiencia. Estaba preparando en secreto la inminente campaña contra China, su objetivo final y más deseado. Por ese motivo, todos los embajadores extranjeros recibieron el 17 de noviembre un mensaje en el que se les pedía que abandonaran Samarcanda al día siguiente.
el fin de un propósito
Este brusco final a la embajada de Clavijo –los tártaros adujeron mala salud de su señor– sorprendió a todos, e impidió que se consiguiera un tratado o alianza práctica con Temur, algo, por otro lado, casi imposible, por cultura, lejanía y objetivos divergentes de ambos poderes. El fracaso político era evidente, aunque el legado vital de esta segunda embajada hay que encontrarlo en otro sentido, más trascendental: la descripción específica de un espacio y un tiempo recorridos en este interesantísimo contexto cultural.
En su vuelta hacia Castilla, los embajadores tuvieron un grave problema: la muerte de Temur en marzo de 1405. Eso llevó al desmembramiento de su imperio y a luchas sucesorias entre sus herederos. Y para nuestros viajeros supuso pasar meses detenidos en Tabriz en una situación precaria. Al final, y tras muchas dificultades y destinos visitados –entre los que destaca su reunión con el papa Luna, Benedicto XIII, en Savona–, llegaron a Sanlúcar de Barrameda, y desde allí fueron a encontrarse con su rey en Alcalá de Henares el 24 de marzo de 1406, es decir, dos años, diez meses y seis días desde su partida.