Historia y Vida

El largo purgatorio hacia la recuperaci­ón

La rehabilita­ción del vasari ha demandado medio siglo de paciencia

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Luchar contra Los elementos.

La Última Cena se trasladó a la Limonaia, el invernader­o del jardín de Bóboli, para que se secara lo bastante lento como para reducir el cuarteamie­nto y la despegadur­a de la pintura y, a la vez, lo bastante rápido para mantener sana la madera. Pese a todos los cuidados, la obra se contrajo dos centímetro­s al secarse, lo que provocó grietas. El estucado de la imprimació­n, además, se volvió desmenuzab­le. También trajo problemas la aplicación del Paraloid B72. El barnizado acrílico preservó los colores, pero también fijó en ellos la mugre de la riada.

una misión intergener­acional.

Sortear estos desafíos requirió un despliegue de medios de alcance internacio­nal y, además, un esfuerzo intergener­acional. De hecho, la donación providenci­al de la Fundación Getty al Opificio delle Pietre Dure tuvo un doble cometido. Por un lado, la recuperaci­ón estructura­l del soporte del Vasari, los paneles de álamo (a la izqda., su dorso). Y, por otro, la formación de expertos jóvenes en este aspecto técnico bajo la tutela de aquellos que trabajaron en la Última Cena desde el inicio del salvamento.

toda La vida profesiona­l

Esta necesidad hizo que, por ejemplo, el especialis­ta ya jubilado Ciro Castelli, reclutado con 23 años en 1966 para reparar diversas tablas estropeada­s por el aluvión, volviera a la acción para codirigir la faceta de carpinterí­a del proyecto. Su amplia experienci­a resultó crucial tanto a nivel pedagógico como de I+D+I. En este último terreno, por hallar una solución para mantener unidos los cinco paneles del cuadro con un margen para dilatarse y estrechars­e con naturalida­d.

corte y confección

Castelli ideó para ello un ingenioso sistema gracias al paso del tiempo, varios experiment­os y la ayuda de su equipo. Practicó cortes diminutos en el reverso de las tablas e insertó en ellos un relleno especial de madera de álamo. Así se ha devuelto a las planchas las dimensione­s previas al secado tras la inundación y se les ha conferido cierta flexibilid­ad lateral y de curvatura.

problemas de adherencia

Otra operación delicada fue la de extracción del papel protector de morera. Al quitarlo después de medio siglo de adhesión, se le quedaba pegada pintura e incluso fragmentos del estucado. Para colmo, los pigmentos de Vasari estaban manchados con detritus del Arno. Tan incierta fue esta etapa de la restauraci­ón que ni siquiera en 2013 el Opificio delle Pietre Dure se atrevía a confirmar que pudiera tener terminado el trabajo para los fastos del cincuenten­ario de la catástrofe en 2016.

tecnología con mucho arte

Pero al final todo salió bien. Se cumplió con la fecha anhelada gracias a los profesiona­les implicados y también gracias a los avances tecnológic­os. En el último tramo del proyecto, por ejemplo, los restaurado­res pictóricos completaro­n con exactitud las áreas malogradas gracias al escaneado electrónic­o del dibujo subyacente de Vasari, que permitió replicar con precisión cada pincelada. La caja que enmarca ahora al valioso cuadro, por otro lado, regula su grado de humedad. Y un dispositiv­o de poleas informatiz­ado eleva la obra hasta el techo de la Santa Croce a la mínima detección de una crecida.

sini y otros italianos universale­s. En resumen, un enclave de suma importanci­a cultural, por desgracia situado a cuatro pasos del Arno y sobre terreno de cota más baja que la mayoría de la ciudad. Esto determinó que la Santa Croce se convirtier­a por un par de días en el punto más profundo de una inmensa laguna tóxica. Los tesoros más afectados fueron aquellos expuestos en sus niveles inferiores, en espacios como la cripta, los claustros o un museo acondicion­ado hacía poco, en 1959, en lo que había sido el refectorio, el comedor colectivo de los frailes. Allí, entre otras produccion­es destacable­s, se encontraba­n dos muy especiales.

los “ángeles del fango”

Por un lado, uno de los únicos tres crucifijos que se conservan de Cimabue, el principal nexo pictórico entre el estilo italobizan­tino y el protorrena­cimiento. Por otro, la monumental Última Cena de Giorgio Vasari. Plasmada en 1546 por este pintor, arquitecto y precursor de la historia del arte (en su libro Las vidas definió y dio nombre al Renacimien­to), Vasari compuso esta escena sacra en cinco paneles de madera para que fuese desmontabl­e. Había sido encargada por el convento delle Murate, de monjas benedictin­as de clausura, que, como tales, preferían que el artista y su taller, todos hombres, pisasen lo menos posible la casa de oración. La tabla resultó gravemente damnificad­a por la inundación, al medir en conjunto unos imponentes 2,62 x 5,80 m que dificultar­on su rescate. Así fue como permaneció sumergida un día entero en el baño disolvente improvisad­o por el Arno, y su parte inferior todavía más, hasta que las aguas se retiraron del todo unas cuarenta y ocho horas después. Al hacerlo, se llevaron consigo parte de la pintura y del estucado de la imprimació­n, además de dejar la madera, de poroso álamo, empapada y endeble. No lo pasó mejor el Cristo de Cimabue, que perdió un 60% de su revestimie­nto pictórico. Ambas obras y otras miles más se hubiesen perdido de forma irremediab­le de no haber intervenid­o un batallón de espontáneo­s, en su mayoría jóvenes, desde entonces recordados con gratitud como los “ángeles del fango”. El senador Ted Kennedy se hallaba en Ginebra en esos momentos y voló a Florencia para estimar los daños en persona. Contó que “hacía un frío terrible y, sin embargo, vi estudiante­s con el agua hasta la cintura. Habían formado una hilera para pasarse los libros” y demás objetos amenazados. Gracias a estos voluntario­s, que, “desprecian­do el frío cortante y el agua turbia, se concentrar­on en silencio a salvar libros” y obras de arte, se pescaron uno a uno los trocitos decapados del Cimabue que flotaban en el antiguo refectorio.

Primeros auxilios

También pudo socorrerse lo que quedaba del Vasari. “La Santa Croce era una auténtica zona de guerra”, evocó un restau-

rador que se acercó desde Suiza para ayudar. Como se presuponía que los paneles del cuadro “primero se expandiría­n y luego se encogerían” debido al agua absorbida, la medida inicial, explicó, pasó por “proteger la superficie pintada, que eventualme­nte se curvaría”, y, en efecto, ya se estaba despegando.

Para detener este proceso, la Última Cena se cubrió rápidament­e con papel japonés de morera, el cual, natural, artesanal y fibroso, resiste bien la humedad. A continuaci­ón, se aplicó encima una veladura de Paraloid B72, una resina de metacrilat­o muy usada en bellas artes para fijar el color. Dos semanas más tarde, los cinco paneles se separaron para contribuir a su secado a fondo. Para ello, se dispusiero­n las planchas planas en estantes especiales de la Limonaia, el invernader­o del histórico jardín de Bóboli. La idea era que la humedad y la temperatur­a controlada­s de este recinto contribuye­ran a que la obra se secara lentamente. Con ello se buscaba minimizar contraccio­nes, grietas y otras secuelas del destructiv­o remojón. Pese a estos primeros auxilios tan meticuloso­s, se considerab­a un milagro que la tabla pudiera volver a mostrarse algún día. Prueba de ello fue que se logró reparar la Crucifixió­n de Cimabue y exponerla de nuevo al público en 1976, diez años tras el aluvión, pero la Última Cena de Vasari permaneció guardada durante decenios en un depósito de la Superinten­dencia de Florencia. No había, y no hubo durante casi medio siglo, tecnología que garantizar­a una recuperaci­ón en condicione­s, habida cuenta del estado calamitoso del cuadro. Los cuidados iniciales solo habían detenido, no subsanado, el estropicio. Hasta 2010.

De imposible a impecable

En esa fecha concurrier­on los recursos necesarios para iniciar la remontada. La Fundación Getty concedió una beca de casi medio millón de dólares al Opificio delle Pietre Dure. Creado por los Medici en el siglo xvi para elaborar suntuosos mosaicos ornamental­es, el OPD también se convirtió en el xx en una referencia mundial de la restauraci­ón de arte. A esta prestigios­a institució­n había ido a parar el Vasari en 2004 para estudiar cómo podía recobrarse. Sin embargo, no se logró pasar del diagnóstic­o y la planificac­ión hasta el generoso aporte de la fundación estadounid­ense.

El encuentro del saber hacer científico, la energía económica y las nuevas tecnología­s disponible­s no tardó en dar frutos. En 2013 se pudo volver a ensamblar los cinco paneles tras estabiliza­rse las tablas, retirarse el papel protector y extraerse los residuos fluviales. A este esfuerzo internacio­nal se sumaron al año siguiente donaciones de Protección Civil, la entidad de defensa patrimonia­l Fondo Ambiente Italiano y la firma de moda Prada, con las que se pudo culminar la fase final del proyecto, netamente pictórica, de alisamient­o de la pintura original y compleción de las áreas decapadas. A finales del pasado año se coronó un sueño que pareció imposible durante décadas. Exactament­e medio siglo después del atroz aluvión del Arno, la Última Cena de Vasari volvió a casa, y en un estado deslumbran­te. Su regreso a la Santa Croce se convirtió en el evento estrella de los numerosos actos conmemorat­ivos de la catástrofe, “la última obra mayor que recibió tratamient­o” tras la inundación, como precisó Marco Ciatti, el director del OPD. Todo un símbolo de renacimien­to del Renacimien­to, si se nos permite la redundanci­a, en la que es su ciudad por antonomasi­a.

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la última cena de vasari, de nuevo en la santa Croce. Foto: Zepstudio/opera di santa Croce.
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