Arqueología
Han hecho falta prácticamente cincuenta años para que la tecnología permitiera recuperar la Última Cena de vasari, arruinada por una inundación.
La tecnología ha permitido al fin recuperar la Última Cena de Vasari. J. Elliot, periodista
Hace doscientos años, el escritor romántico Stendhal sintió de pronto que el corazón se le desbocaba, las piernas le flaqueaban y la vida lo abandonaba. Se encontraba en la basílica de la Santa Croce de Florencia, y su exquisita percepción estética se había sobreexcitado ante el arte concentrado allí. Con semejante hipersensibilidad, qué hubiera sentido el autor de Rojo y negro si hubiese visitado la célebre iglesia florentina el viernes 4 de noviembre de 1966.
En esa fecha, medio siglo atrás, el Arno se desbordó salvajemente. Había estado diluviando durante días, y dos presas río arriba rebasaron. Las aguas galoparon incontenibles hacia la capital toscana. El caudal del Arno, que fluye normalmente a unos 110 m3/s, alcanzó esa jornada los 4.500, cuarenta veces más volumen. La peor parte de esta tremenda avenida se la llevaron los barrios aledaños a su cauce, todos históricos. Fue el caso de San Frediano. También el de Santa Croce.
No era la primera vez que había una crecida brutal en Florencia. Riadas colosales habían atropellado la ciudad tanto en la Edad Media, en 1333, como en el Renacimiento, en 1557, o, más recientemente, en 1844. Pero la inundación de 1966 eclipsó a todas. En apenas 24 horas, las aguas llegaron a cubrir por completo incluso segundas plantas en los edificios céntricos. Murieron decenas de personas. Más de diez mil perdieron sus casas o sus negocios.
Una hecatombe patrimonial
El patrimonio artístico de Florencia también vivió horas trágicas. Valiosos manuscritos y obras plásticas se arruinaron con el aluvión o directamente desaparecieron. La corriente circulaba por pleno casco antiguo a unos violentos 65 km/h, acarreando, además, aguas pluviales, fluviales y fecales, el cieno del Arno, escombros de todo tipo y los combustibles almacenados en los sótanos para calentarse ese invierno. Tablas, lienzos, incunables, pergaminos, mapas, retablos y estatuas policromadas sufrieron una feroz agresión.
El epicentro de esta catástrofe dantesca no fue otro que la basílica que admiró a Stendhal hasta el colapso. La Santa Croce, que es la iglesia franciscana más grande del mundo, posee piezas únicas del Renacimiento y otros períodos. También hace las veces de panteón nacional. Allí yacen Miguel Ángel, Maquiavelo, Galileo, Ros-