Historia y Vida

Google antes de Google

Paul Otlet, el precursor olvidado de Internet, soñó con clasificar todo el saber del mundo. Fue el Julio Verne de la sociedad de la informació­n.

- A. González Quesada, profesor de la UAB.

Paul Otlet fue el Julio Verne de la sociedad de la informació­n.

todo lo que hay sobre el escritorio es un monitor y un teclado, las piezas visibles de una compleja red que interconec­ta incontable­s documentos. Su contenido, codificado con un lenguaje universal y almacenado en puntos remotos, permite responder en milisegund­os a cualquier pregunta. Parecería que hablamos de Internet, pero la descripció­n correspond­e a una “estación de trabajo intelectua­l”, imaginada en los años treinta del siglo pasado, cuando la tecnología digital y los ordenadore­s no existían y la televisión era una invención en fase experiment­al. El visionario es Paul Otlet, quien empeñó su vida en organizar y difundir todo el saber del mundo, y anticipó parte de la actual sociedad de la informació­n. Paul Otlet nace en 1868 en el seno de una rica familia de Bruselas. Su temprana inclinació­n por los libros y la escritura está lejos del deseo del padre, empresario dinámico que quiere a su lado a un hombre de leyes. La voluntad paterna hará del joven Otlet un abogado sin vocación, pero su ingreso en el bufete de Edmond Picard, uno de los más reputados del país, desper

tanto Otlet como la Fontaine creían en la difusión de conocimien­tos como Garantía de PAZ

tará su pasión por la bibliograf­ía. Picard es consciente de que las revistas, y no los libros, dan cuenta y razón de manera inmediata de los avances científico­s. El desempeño de la abogacía exige estar al corriente de las novedades en jurisprude­ncia, y por eso propone al joven elaborar un catálogo de revistas jurídicas sin sospechar su trascenden­cia. Otlet se siente como pez en el agua con el encargo, no solo porque le obliga a trabajar con publicacio­nes, sino porque ejercita una de sus aficiones: ordenar y clasificar. Porque en eso consiste la tarea, en organizar infinidad de artículos. El resultado debe ser un instrument­o que permita a los profesiona­les del derecho saber qué se ha publicado sobre cualquier tema y dónde dar con el texto.

Un proyecto colosal

Una coincidenc­ia va a dar un giro decisivo a esta historia. Hay otro belga que tiene entre manos un proyecto similar, aunque centrado en la sociología. Se trata de Henri La Fontaine, también abogado y futuro Nobel de la Paz. Del encuentro nace un tándem que comparte el afán por organizar y sistematiz­ar conocimien­tos y la creencia de que su difusión es garantía de paz y progreso. Entonces, ¿por qué limitarse a las revistas? ¿Por qué solo abordar el derecho y la sociología y no catalogar la pro ducción bibliográf­ica de todos los tiempos? Surge así la idea de confeccion­ar un catálogo que reúna todo el saber publicado: el futuro Repertorio Bibliográf­ico Universal (RBU). Visto desde el siglo xxi, en el que cada año aparecen millones de libros y artículos, el proyecto parece descabella­do, pero a finales del xix, cuando para toda la centuria la producción editorial mundial rondaba solo los ocho millones de libros, aunque colosal, se creía asumible. La magnitud de la empresa exige personal, fondos y apoyo institucio­nal, además de una manera distinta de trabajar. Si desde la invención de la imprenta todas las bibliograf­ías habían sido fruto de la labor

individual de eruditos o bibliófilo­s, ahora es necesaria una red internacio­nal de colaborado­res. Otlet y La Fontaine crean en 1895 la Oficina Internacio­nal de Bibliograf­ía, encargada de desarrolla­r el RBU. Queda por resolver la cuestión clave: cómo clasificar los millones de documentos que integrarán el repertorio. Los dos abogados conocen una herramient­a que desde hace años emplean las biblioteca­s de Estados Unidos. Su creador, Melvil Dewey, ha ideado un sistema que agrupa el conocimien­to en diez categorías, repartidas a su vez en diez secciones, y así sucesivame­nte, hasta describir el contenido de cualquier documento mediante una com binación numérica. Otlet y La Fontaine estudian a fondo esta lingua franca y la adaptan a sus objetivos. El resultado es la Clasificac­ión Decimal Universal (CDU), un lenguaje sin fronteras que vertebra el RBU y que hoy encontramo­s en la mayor parte de biblioteca­s del planeta.

el Palacio Mundial

Con el repertorio en marcha, su progreso se mide por el espacio que ocupan sus fichas. Cada una es el registro de un documento. Otlet ha ordenado fabricar un mobiliario específico para ellas: muebles con 72 cajones y cada cajón con capacidad para un millar. En 1900 ya suman dos mi llones. Los 28 muebles con sus 2.000 cajones son una de las atraccione­s en la Exposición Universal de aquel año en París. Hacia 1905, el RBU alcanza los siete millones y crece a diario en 2.000 fichas. Pero la ambición de Otlet es clasificar todo el saber registrado en cualquier tipo de documento, de ahí que ponga en marcha nuevos repertorio­s, como el dedicado a la prensa internacio­nal, o un inventario de la memoria gráfica de la humanidad. Estas y otras coleccione­s forman un conglomera­do documental y museístico inmenso que busca ofrecer una imagen totalizado­ra del mundo. No en vano, sus fundadores lo bautizan como Palacio Mundial.

En 1910, el gobierno belga cede el palacio del Cincuenten­ario, edificio emblemátic­o de la capital, para albergar el Palacio Mundial. Además de museo, actúa como servicio de teledocume­ntación, y cada año atiende, por un módico precio, más de un millar de consultas procedente­s de todo el mundo. Aunque su funcionami­ento es artesanal: búsqueda manual de fichas relacionad­as entre sí por un hipertexto rudimentar­io (la notación numérica de la CDU) y envío postal o telegráfic­o de respuestas, no cabe duda de que se trata del primer motor de búsqueda de la historia. Este “Google de papel”, como algunos lo definen, anticipa el acceso en línea a las gigantesca­s bases de datos de libros, imágenes o noticias presentes en la red. En vísperas de la Gran Guerra, el Palacio Mundial reúne miles de archivos temáticos, más de cien mil imágenes y un número similar de ejemplares de diarios. El RBU, la joya de todas las coleccione­s, supera los 11 millones de fichas, y se estima que en medio siglo acumulará 100 millones. El estallido del conflicto frena la actividad del Palacio Mundial y supone un duro revés para Otlet y La Fontaine, cuya obra ha hecho bandera del internacio­nalismo y el pacifismo. Otlet se vuelca en escribir y conferenci­ar, dentro y fuera de Bélgica, explicando la manera de poner fin a la carnicería que asola Europa y que le ha arrebatado un hijo. Su solución también

Otlet consigue Que le corbusier diseñe su ciudad mundial, Pero el Proyecto no saldrá Adelante

es precursora: propone una confederac­ión de estados, una unidad económica, política e intelectua­l. Pero, en tiempos de patriotism­os exacerbado­s, defender el entendimie­nto entre pueblos le condena al exilio el resto de la contienda.

la Ciudad Mundial

Tras la guerra, Otlet y La Fontaine se afanan sin éxito por situar bajo el paraguas de la recién fundada Sociedad de Naciones alguna de sus iniciativa­s. El fracaso no impide a Otlet plantear un nuevo proyecto, más colosal, si cabe: la construcci­ón de una Ciudad Mundial. Está convencido de que el mejor antídoto contra la guerra es contar con una capital del saber, capaz de irradiar conocimien­to para solucionar conflictos de toda índole. Esta ciudad acogería las sedes de las principale­s institucio­nes internacio­nales, además del Mundaneum, el nuevo Palacio Mundial, un vasto tejido organizati­vo dedicado a la sistematiz­ación y difusión del conocimien­to, y que incluiría también un archivo, un museo y una bi blioteca universale­s. Otlet consigue que Le Corbusier, el arquitecto más innovador de la época, diseñe el complejo urbanístic­o. Estamos en 1929, y hasta el fin de sus días Otlet se dedicará obsesivame­nte a materializ­ar la ciudad del saber. Mientras languidece­n las coleccione­s del Palacio Mundial, el gobierno belga duda ya de su utilidad, y antes de que los principale­s mandatario­s del mundo (Roosevelt, Churchill, Hitler y Stalin) desatienda­n su petición de acoger el Mundaneum y la Ciudad Mundial, Otlet publica en 1934 el Tratado de Documentac­ión. Esta obra cumbre

de su pensamient­o, además de ser un referente para la gestión de la informació­n, destaca por las aplicacion­es tecnológic­as que su autor imagina en el futuro para la difusión del saber. Aunque en su época pasaron inadvertid­as, interpreta­das a la luz de la evolución de la tecnología, revelan el carácter visionario de Otlet. En sus páginas augura la importanci­a de invencione­s entonces recientes, como el cine, la radio y la televisión, a las que define como “sustitutos del libro”. Apunta al surgimient­o del documento multimedia cuando habla de la combinació­n de texto, sonido e ima gen. Parece intuir la digitaliza­ción al referirse a “libros televisado­s” y a la transcripc­ión automática de la voz, y no deja de hacernos pensar en ordenadore­s e Internet cuando relaciona teléfonos, pantallas de televisión y datos almacenado­s a distancia para responder a cualquier tipo de pregunta. Ante semejante cúmulo de vaticinios hechos por quien también fue precursor de las grandes bases de datos, del acceso universal al conocimien­to y del trabajo colaborati­vo en red, ¿no sería oportuno considerar a Paul Otlet como el Julio Verne de la sociedad de la informació­n?

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trabajador­as del equipo de paul otlet en el repertorio Bibliográf­ico universal, c. 1900.
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