La posverdad antisemita
se presenta como un fenómeno muy actual, pero la posverdad, la propagación de informaciones falsas que apelan a las emociones, es un instrumento con largo recorrido en política. Un gran ejemplo es la difusión de Los protocolos de los sabios de sion.
Con Los protocolos de los sabios de Sion, la policía secreta zarista urdió su plan contra los judíos.
La elección de Donald Trump para la presidencia estadounidense o la victoria del Brexit han propiciado que el término posverdad, existente desde hace un decenio, esté ahora de moda. La palabra hace referencia al uso de medias verdades o falsedades para incitar a una movilización política, basándose en argumentos emocionales y dejando de lado la razón. Sin embargo, en la historia ha sido habitual la manipulación emocional de informaciones para alcanzar metas políticas.
Los protocolos de los sabios de Sion encajan perfectamente en la definición de posverdad. Se trató de una compilación de documentos sobre la presunta conspiración de un gobierno secreto judío cuyo fin era dominar el mundo. En realidad, eran una invención destinada a desprestigiar el reformismo en la Rusia zarista de principios del siglo xx. Más adelante, Los protocolos... cosecharían gran popularidad al emplearse como propaganda contra los bolcheviques durante la Revolución de 1917.
europa y los judíos
El antisemitismo era un fenómeno arraigado en la Europa de principios del siglo xx, que desde mediados del siglo anterior añadía un componente racial seudo-científico a la secular judeofobia de tipo sociocultural. Los primeros rasgos de hostilidad conocidos en Occidente contra los judíos aparecen en época helenística, y, tras la consagración del cristianismo como religión oficial en la Antigüedad tardía, se registran periódicamente persecuciones a grupos judíos, a quienes se acusaba de estar detrás de todo tipo de desgracias, de desapariciones de niños a envenenamientos de pozos de agua o plagas.
El final de la Edad Media fue el punto culminante de esta animadversión, con la expulsión de los judíos de Francia, Inglaterra, Castilla o Aragón. En los siglos xvii y xviii, el recelo hacia estas comunidades se mantuvo, aunque las autoridades de algunos países acabaron relajando su hostilidad. Los gobiernos de París y Londres, por ejemplo, permitieron su retorno. Con el triunfo de determinadas ideas ilustradas en la Revolución Francesa, se reconocería la igualdad de derechos de los practicantes de cualquier religión, incluida la hebraica.
Pero el siglo xix contemplará la reaparición de los sentimientos judeófobos. La explicación a este resurgir se halla en el contexto económico, político y social experimentado en el continente a partir de la Revolución Francesa. Mientras el estado liberal se abre camino con la lenta consolidación de regímenes democráticos, las fuerzas conservadoras pugnan por conservar los privilegios que ostentaban en el Antiguo Régimen.
Las comunidades judías solían dar apoyo a los postulados liberales, dado que les garantizaban la paridad con el resto de la ciudadanía. Se concentraban por lo general en los grandes núcleos urbanos, donde muchos desempeñaban, precisamente, las denominadas “profesiones liberales” (actividades de tipo intelectual como la banca, la abogacía, el periodismo...). Un puñado de ellos tuvieron un éxito muy notable y se enriquecieron. Es decir, se convirtieron en una de las caras visibles de los nuevos tiempos.
Por su parte, los conservadores más radicales atribuían el giro de los acontecimientos a las maquinaciones de determinados grupos, en especial a los judíos: eran los culpables de todo lo negativo de la modernidad. Al margen de estas élites, acogieron bien el relato sectores que se habían empobrecido en el nuevo escenario, como campesinos o artesanos, apartados por la Revolución Industrial. El prejuicio quedó muy patente en crisis como la del caso Dreyfus en Francia, en que se acusó falsamente a un capitán de origen judío de entregar documentos secretos a Alemania.
el bastión del antisemitismo
A finales del siglo xix, Rusia reunía los elementos para convertirse en el escenario de un movimiento judeófobo. Era el país con mayor población judía del mundo, tanto en términos absolutos (cinco millones de personas) como relativos (representaban un tercio del total). Por otra parte, en el Imperio ruso, los judíos constituían una comunidad más tradicionalista que sus correligionarios del oeste europeo, a menudo laicizados. Contrariamente a los rumores, la mayoría de los judíos rusos eran muy pobres. No obstante, con su cultura propia y la visibilidad de su aspecto (la barba y los rizos, los caftanes negros...) atraían fácilmente la aversión de los míseros campesinos rusos, que veían a los
los Conservadores Culpaban a los judíos de todo lo negativo que aportaba la modernidad
más desfavorecidos como competidores y envidiaban a los más privilegiados. Rusia había sido, además, el bastión de la contrarrevolución en Europa. Sus élites se beneficiaban de un sistema más cercano al absolutismo que en ninguna otra parte del continente. Los intentos reformistas habían sido muy limitados, prácticamente restringidos al reinado de Alejandro II (entre 1855 y 1881), y el resto de soberanos Romanov se habían mantenido fieles a los postulados conservadores.
Los esfuerzos por mantener el absolutismo fueron dibujando un escenario de
conflictividad política y social creciente en el cambio del siglo. En este clima inestable, los judíos eran señalados como responsables de todas las dificultades. Esto se traducía en graves disturbios contra ellos, conocidos como pogromos, que llevaron a centenares de miles de personas a emigrar, principalmente a Estados Unidos. Los peores altercados tuvieron lugar entre 1881 y 1884, cuando se les culpó sin ninguna razón del asesinato del zar Alejandro II, una acusación que se reforzó gracias al marcado antijudaísmo de su sucesor, Alejandro III.
una oscura creación
Nicolás II llegó al trono en 1894. El nuevo gobernante Romanov también sentía un profundo desprecio por los judíos. Muchos esperaban que siguiera la línea ultraconservadora de su padre. No obstante, pronto sorprendió con algunas iniciativas reformistas que pretendían equiparar a Rusia con potencias como Gran Bretaña, Alemania o Estados Unidos.
la esposa del ministro witte era de religión hebrea, lo que se usó para vincularlo Con el teórico Complot
Este reformismo estaba dirigido por Serguéi Witte, ministro de Hacienda, que contaba con el apoyo del zar. Pronto se ganó la enemistad de los más reaccionarios en la corte. Estos círculos comenzaron a promover la idea de que una conspiración judía internacional buscaba modernizar el país para socavar los fundamentos de la sociedad rusa, y en especial el cristianismo ortodoxo. La esposa de Witte era de religión hebrea, lo que fue utilizado por sus adversarios para vincularlo con el teórico complot. Entre el 29 de agosto y el 7 de septiembre de 1903 se publicó la primera versión de Los protocolos, todavía no con ese nombre, sino con el título Programa para la conquista del mundo por los judíos. Fue por entregas, en un periódico de San Petersburgo, Znamya (Bandera). Su director, Pável Krushevan, era un defensor de la autocracia zarista y un convencido antisemita que había participado en varios pogromos. Krushevan nunca reveló la identidad del autor o de quien le había facilitado aquella documentación sobre una presunta reunión de líderes judíos mundiales. Las entregas mostraban un plan de dominación a través del control de sectores clave, como la banca o la prensa, y de fomentar revoluciones en varios países. También describían cómo sería el futuro estado judío global. El impacto inicial de las entregas fue escaso y no afectó en exceso la posición de Witte, aunque el texto se replicó en diversos panfletos y otras publicaciones de carácter antisemita en Rusia. Sería en 1905 cuando Los protocolos ganasen fama y pasaran a ser conocidos ya con este nombre. La causa fue una de estas publicaciones: la tercera edición de la novela Lo grande en lo pequeño, de Serguéi Nilus, escritor vinculado a la policía secreta zarista, la Ojrana. Los protocolos se presentaban en el último capítulo de la obra, y su éxito se explica por un añadido que hizo el autor.
Uno de los factores de la posverdad es que recurre a algún dato verdadero para deformarlo y adaptarlo al discurso que se quiere transmitir. En el caso de Lo grande en lo pequeño, se decía que Los protocolos eran las actas de reuniones secretas mantenidas durante el Primer Congreso Sionista, celebrado realmente en Basilea en 1897. Se acusaba a Theodor Herlz, padre de la idea de un estado de Israel en Palestina, de ser uno de los líderes de la conspiración judía mundial.
La afirmación no tenía sentido. El congreso recibió una amplia cobertura por parte de la prensa, por lo que era improbable que unas reuniones así hubiesen pasado por alto. Además, las actas estaban escri-
tas en francés, cuando la lengua de trabajo de la cumbre sionista fue el alemán (lengua materna de Herlz, que era austríaco). Pero los antisemitas de todo el mundo habían visto en este congreso una confirmación de que los judíos perseguían el dominio global. Así pues, la idea de que Los protocolos hubieran surgido de aquel evento resultaba perfectamente lógica para cualquiera dispuesto a creer en oscuros planes de los judíos.
La situación política rusa en 1905 también contribuyó a que Los protocolos resucitaran. Ese año, la inesperada y costosa derrota del Imperio en su guerra contra Japón desencadenó una revolución cuyas raíces se hundían en la pobreza en que vivía buena parte de los campesinos y obreros del país. La inestabilidad aumentó con las demandas de diversos partidos (desde liberales hasta bolcheviques) de una mayor apertura política.
Este clima propició que los más reaccionarios agitaran de nuevo el fantasma de la conspiración hebrea, y el ministro Witte volvió a ser blanco de ataques. Las acusaciones contra los judíos fomentaron nuevos pogromos con víctimas mortales. En paralelo, Los protocolos llegaron a manos del zar, que quedó impresionado por lo que en ellos se explicaba. Los rumores antisemitas tuvieron su efecto: Witte se vio desbordado por los acontecimientos. Al final, perdió la confianza de Nicolás II, que lo consideró un “traidor projudío”. El presidente del Consejo de Ministros, Piotr Stolypin, encargó una investigación a la gendarmería que concluyó que Los protocolos provenían, en realidad, de los círculos antisemitas parisinos, y no de un presunto gobierno secreto judío. El dictamen decepcionó mucho a Nicolás II, que señaló: “No se puede defender una causa pura con métodos sucios”.
el salto a la fama
La expansión de estos textos hacia Occidente llegaría con motivo de la Revolución de 1917. El punto fuerte de Los protocolos –otra de las claves de la posverdad– es que daban una explicación sencilla a hechos muy complejos, hechos que estaban transformando dramáticamente el mundo conocido. Y esa argumentación falaz atraería a muchos dentro y fuera de Rusia. Los zaristas destacaban el papel que tenían
algunos judíos en la cúpula bolchevique, como León Trotski. Era cierto que había un número notable de miembros de esta comunidad en los cuadros comunistas, aunque también lo era que se desmarcaban de las tradiciones y la religión –propia o ajena–, que consideraban algo del pasado que ataba al pueblo a supersticiones. Por otra parte, las ideas promovidas por Los protocolos y otras publicaciones influyeron en las terribles matanzas de judíos que tuvieron lugar durante la guerra civil entre blancos (zaristas) y rojos (bolcheviques) de 1917 a 1923. Estos hechos empequeñecieron los pogromos que se habían visto hasta entonces. Se calcula que murieron unas cien mil personas.
Los rusos blancos buscaron ganarse las simpatías de otros países que veían con recelo la revolución bolchevique, y optaron por difundir su propaganda antisemita por Europa. Por ejemplo, repartieron ejemplares de Los protocolos entre los delegados de las potencias que acudieron a la Conferencia de Paz de París de 1919, al término de la Primera Guerra Mundial. Algunos altos funcionarios de estas delegaciones acogieron con interés la idea de que los judíos se hallaban tras la revolución en Rusia. Al fin y al cabo, el antisemitismo estaba arraigado en los sectores más conservadores de toda Europa, y se reinterpretaban Los protocolos en función de la situación de cada país tras la contienda. En 1920 se publicó en Gran Bretaña la primera edición de Los protocolos con el título El peligro judío, bien recibida por los sectores más reacios a los movimientos de izquierda. Pero sería en Alemania donde estos textos encontrasen mayor eco. La primera edición apareció en 1919. Los protocolos se identificaron como la prueba de que los judíos habían alimentado la guerra contra el II Reich desde la City de Londres. Además, tras la derrota, el país vivía un clima revolucionario similar al de Rusia. No se llegó a establecer en Alemania un Estado de corte socialista, pero sí tuvieron lugar cambios muy profundos: el káiser se vio obligado a abdicar, se puso fin al Imperio y se proclamó la República de Weimar.
Para los sectores más nacionalistas, la liberal República de Weimar era un instrumento del poder judaico. Cuando, en 1922, se produjo el asesinato de Walter Rathenau, ministro de Exteriores alemán de origen judío, Willy Günther, el ultranacionalista ideólogo del magnicidio, explicó que él y sus correligionarios lo habían matado porque le creían al servicio de los sabios de Sion. También reconoció que se había inspirado en Los protocolos. En Francia, los efectos no fueron tan dramáticos, pero sí duraderos. Las ediciones se sucedían a un ritmo vertiginoso –solamente en 1925 hubo 16–, y fueron un éxito de ventas hasta 1939. Aquí el componente nacional propio consistía en denunciar que Francia no había obtenido una paz favorable, víctima de las demás potencias vencedoras, en especial las anglosajonas, que se encontraban bajo el dominio de los judíos.
En Estados Unidos, Los protocolos contaron con el patrocinio del mismísimo Henry Ford, que financió la publicación de 500.000 ejemplares. Las tesis antisemitas se difundían también a través del diario propiedad del célebre empresario, The Dearborn Independent. Aunque tampoco dieron paso a episodios trágicos, sirvieron para que cuajara la idea de una conspiración judeocomunista contra el modelo de vida norteamericano entre variados sectores de la población.
Los hilos del montaje
Ha sido complicado para los historiadores llegar al fondo de Los protocolos. En diversas ocasiones se ha demostrado que eran falsos, pero tardó en averiguarse su procedencia exacta. Esta génesis misteriosa llevó a sus defensores a utilizarla, paradójicamente, como prueba de su veracidad. Tras la primera investigación en Rusia en 1905 que los desvinculó del Primer Congreso Sionista, fue el diario británico The Times el que empezó a apuntar en la verdadera dirección. En 1921, el corresponsal de la publicación en Estambul, Philip Graves (hermano de Robert, el autor de Yo, Claudio), contactó con un exiliado ruso que le desveló que Los protocolos eran una falsificación de la Ojrana zarista para una campaña de desprestigio de las comunidades judías. El periodista británico siempre mantuvo en secreto la identidad de esta fuente, a la que en sus escritos se refería como “Sr. X”. Además del testimonio del exiliado ruso, Graves obtuvo la ayuda de expertos del British Museum para contrastar la información. En tres artículos publicados en
el hermano de robert Graves descubrió que eran una falsificación de la ojrana zarista
agosto de 1921, demostró que Los protocolos eran un plagio de un texto de 1864: Diálogo en el Infierno entre Maquiavelo y Montesquieu. Publicado por un abogado francés, Maurice Joly, se trataba de un ataque contra Napoleón III, a quien acusaba de ser un tirano que se había aprovechado de la democracia para alcanzar el poder. El autor del posterior panfleto antisemita copió párrafos casi literalmente adaptando el discurso a sus intereses. Pero los frutos del desenmascaramiento solo se dejaron sentir con claridad en Gran Bretaña. Como con toda posverdad, una vez se ha instalado una idea en un grupo de gente dispuesta a creerla ciegamente, es muy difícil convencerla de lo contrario. Además, desde los ambientes antisemitas se insistía en que los judíos controlaban los medios de comunicación, por lo que sus partidarios desconfiaban de los mensajes de los medios tradicionales.
La mentira que no muere
Los años treinta imprimieron nueva vitalidad a la extensión de Los protocolos por Europa. En Alemania, los nazis hallaron en ellos una legitimación de su discurso antisemita y los promocionaron a escala internacional. Curiosamente, esta labor de proselitismo propició una nueva demostración de la falsedad del documento. Ocurrió en Suiza, donde miembros de la comunidad judía llevaron a los tribunales a un grupo de nazis locales por difundir el texto. El proceso evidenció, como hiciera Graves en la década anterior, que era un plagio de Diálogo en el Infierno entre Maquiavelo y Montesquieu.
El juicio, celebrado entre 1933 y 1935, aportó novedades sobre la oscura autoría de Los protocolos. Uno de los testimonios, el activista ruso Vladímir Burtsev, explicó que fueron idea del jefe de la Ojrana, el general Piotr Rachkovski, quien conocía bien los ambientes antisemitas franceses porque había sido agente en París. Urdió el plan en la capital gala, y luego volvió a utilizar el libelo cuando estuvo al frente de la policía secreta rusa en 1905. Ha habido ulteriores descubrimientos. En noviembre de 1999 se desveló, al fin, la autoría material de Los protocolos. Fue gracias al trabajo de Mijaíl Lepejin, historiador de la Academia de Ciencias Rusas de San Petersburgo. Tras indagar en distintos archivos, pudo demostrar que fueron obra del escritor Matvei Golovinski, que trabajaba para la Ojrana en París. Pese a todo, Los protocolos siguen siendo un referente para sectores antisemitas de perfiles diversos: neonazis, grupos de extrema izquierda, islamistas. Han quedado enraizados en quienes aún quieren creer en la conspiración judía mundial. Son un ejemplo del peligroso poder que ostenta la posverdad a la hora de perpetuar sus mensajes. Como escribió Maquiavelo en El príncipe: “Los hombres son tan ingenuos, y responden tanto a la necesidad del momento, que quien engaña siempre encuentra a alguien que se deja engañar”.