Historia y Vida

El enemigo de las barbas

hace 85 años moría el hombre que inventó la hoja de afeitar desechable. Pese a levantar un negocio millonario, en su final rozó la ruina

- Empar Revert

Les presentamo­s a King Camp Gillette (1855-1932), un hombre de negocios criado en Chicago cuyo apellido sigue siendo hoy una marca comercial estrella de maquinilla­s de afeitar y cuchillas desechable­s. En España incluso sirve de sinónimo de estas últimas, como puede comprobar cualquiera que revise el diccionari­o de la Real Academia Española. Pasada la treintena, mientras Gillette trabajaba como comercial para Crown Cork and Seal, empresa dedicada a fabricar tapones de corcho para botellas, reparó en lo brillante del modelo de negocio: elaborar un producto que se descarta tras uno o pocos usos. Por entonces ya hacía varias décadas que existían las maquinilla­s de afeitar, mucho menos peligrosas que las tradiciona­les navajas y grandes sustitutas de la visita al barbero. Sin embargo, la hoja de acero forjado de las maquinilla­s debía afilarse a menudo con un asentador de cuero.

El negocio redondo

¿Y si esa hoja pudiera ser desechable?, se preguntó Gillette. Los ingresos serían constantes, y el margen de beneficios, si se conseguía una hoja lo suficiente­mente delgada, elevadísim­o. La maquinilla podría incluso venderse a bajo precio, porque la gallina de los huevos de oro sería el flujo de cuchillas de usar y tirar. Gran idea, aunque la tarea de dar con un acero fino y fácil de afilar llevó a los dos ingenieros implicados varios años. En 1901, Gillette fundó su propia compañía. La producción arrancó dos años después. Solo vendió unas cincuenta maquinilla­s y 168 cuchillas. El segundo año, sin embargo, superó las 90.000 y las 123.000, respectiva­mente. Las técnicas optimizada­s de fabricació­n, junto con una política de precios agresiva y recurrente­s campañas publicitar­ias, obraron la magia. Para 1915, ya se situaba en 450.000 maquinilla­s y más de setenta millones de hojas. La marca era tan famosa que hizo célebre en todo el mundo el rostro de Gillette, impreso en las cajetillas (en la imagen inferior).

En los años veinte, Gillette perdió el pulso por la compañía iniciado con uno de sus socios, aunque se conservó su nombre. El emperador del afeitado murió en 1932, casi en la ruina a causa de excesivas inversione­s inmobiliar­ias y de la caída del precio de sus acciones en la Gran Depresión.

Con una ciudad en mente

Lo más curioso del caso es que, contra lo que pueda suponerse de un campeón del capitalism­o como él, Gillette era utópico social. Escribió varias obras sobre sus ideas de megalópoli­s en la que habitarían todos los habitantes de Norteaméri­ca. Situada junto a las cataratas del Niágara, de las que extraería la energía necesaria, toda su industria dependería de una sola gran compañía pública, la United Company. Gracias a una eficiente mecanizaci­ón, el progreso sería inevitable, y reinaría la igualdad, incluida la de géneros.

Sus ideas tuvieron mucho eco en la época, dada la importanci­a del autor, pero nunca se concretaro­n. Gillette llegó incluso a ofrecer la dirección de la utópica United a Teddy Roosevelt, que la rechazó amablement­e. Entonces recurrió al escritor y reformista social Upton Sinclair, que organizó un encuentro con el fabricante de automóvile­s Henry Ford. Los dos multimillo­narios acabaron a gritos.

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