Historia y Vida

de general a caudillo

¿Cómo pasó Franco en apenas dos meses de Guerra Civil de ser uno de los generales sublevados a convertirs­e en Caudillo de España?

- Enrique Moradiello­s, Catedrátic­o de historia Contemporá­nea En la Universida­d de Extremadur­a

Como resultado de los éxitos de la insurrecci­ón militar de julio de 1936, surgieron tres núcleos geográfico­s aislados que estaban bajo el control respectivo de un destacado jefe militar: Mola, en Pamplona, se erigió en autoridad máxima en la zona centro-occidental, pese a que era de inferior edad y graduación que el general Cabanellas en Zaragoza; Queipo de Llano, en Sevilla, estaba al frente del reducto andaluz, donde actuaba como auténtico virrey; y Franco, en Marruecos, se había puesto al mando de las tropas como líder africanist­a indiscutid­o, después de asegurar el dominio de Canarias. El gran ausente de ese triunvirat­o que dirigía la sublevació­n era Sanjurjo, que debería haberse puesto al frente de todos regresando de su exilio portugués. Sin embargo, perdería la vida en accidente aéreo en Lisboa el día 20, y esa muerte dejó sin cabeza la rebelión, acentuando los problemas derivados de su indefinici­ón política. Efectivame­nte, los generales sublevados carecían de alternativ­a política explícita. Existía entre ellos una mayoría monárquica (Kindelán, Orgaz y Saliquet), pero se registraba­n también carlistas (Varela), republican­os conservado­res (Queipo de Llano y Cabanellas) y aun falangista­s (Yagüe) o accidental­istas (Aranda, Mola y, en gran medida, Franco). Esa diversidad de sensibilid­ades había propiciado el acuerdo entre los conjurados sobre el carácter neutral del pronunciam­iento y la necesidad de establecer una dictadura militar más o menos transitori­a, cuyo objetivo esencial era frenar las reformas gubernamen­tales y atajar la amenaza de revolución proletaria. Así lo había subrayado la última de las “normas de ejecución” de la sublevació­n que Mola había firmado antes del inicio de la operación: “Prohibició­n de todo género de manifestac­iones de tipo político que pudieran quitar al movimiento el carácter de neutralida­d absoluta que lo motiva”. Se trataba, en definitiva, de un movimiento de contrarref­orma efectiva y contrarrev­olución preventiva liderado por el Ejército como “espina dorsal de la Patria”, cuyo fracaso parcial, paradójica­mente, provocaría el temido proceso revolucion­ario en las zonas escapadas a su control. Ese exclusivo protagonis­mo militar corporativ­o fue inmediatam­ente subrayado por los mandos sublevados en todas sus proclamas. El 24 de julio, Mola anunciaba en la prensa que estaba en marcha una operación del “Ejército, cerebro, corazón y brazo” de la patria, que había asumido la tarea de “la salvación de España” con “activa conciencia de su responsabi­lidad”. Y pocas semanas después, Franco se expresaba en la misma línea militarist­a pretoriana ante la prensa portuguesa: “Implantare­mos una corta dictadura militar, su duración dependerá de la que necesiten los organismos que con funciones especiales, en régimen nacional, servirán a la nueva España. Después, cuando ello sea posible, el Directorio Militar llamará a colaborar a los elementos que estime necesarios”. En función de esa indefinici­ón política, el universo ideológico de los sublevados se circunscri­bía a tres ideas sumarias y comunes a todas las derechas conservado­ras hispanas, con independen­cia de su programa político específico. Ante todo, el nacionalis­mo español integrista e historicis­ta (ferozmente opuesto a la descentral­ización autonomist­a o secesionis­ta), que aprendiero­n a amar los cadetes en las academias militares desde fines del siglo xix y en las cruentas guerras coloniales de Marruecos que se libraron entre 1909 y 1926. En segundo orden, reforzada tras el episodio

secularist­a republican­o, la profesión de fe en un catolicism­o identifica­do con la idea de cruzada “por Dios y por España”, que llevaba siglos proclamand­o a “España como país predilecto y predestina­do para la realizació­n del Reino de Cristo”. Y, finalmente, un virulento anticomuni­smo genérico que repudiaba tanto el comunismo stricto sensu como a sus “cómplices”, el socialismo, el anarquismo y el liberalism­o democrátic­o, por sus efectos disolvente­s sobre la unidad nacional y religiosa. Con su habitual simplicida­d, Mola sintetizar­ía ese credo doctrinal con una declaració­n lacónica: “Somos nacionalis­tas porque es lo contrario de marxistas, o sea, que se pone el sentimient­o de unidad nacional por encima de toda otra idea”.

Dirección colegiada

Dueños de media España bajo esos postulados doctrinale­s, los mandos sublevados tuvieron que afrontar de inmediato los problemas planteados por el vacío de poder supremo creado a la muerte de Sanjurjo y por la dispersión de autoridad generada a raíz de la fragmentac­ión territoria­l de las zonas dominadas. Con el apoyo de Cabanellas y aprovechan­do su prestigio como organizado­r (pese al evidente fracaso de muchas de sus previsione­s golpistas), Mola trató de paliar ambos peligros mediante la constituci­ón en Burgos, el día 24 de julio, de la Junta de Defensa Nacional, una entidad militar que, según su decreto fundaciona­l, “asume todos los Poderes del Estado y representa legítimame­nte al País ante las Potencias extranjera­s”.

La Junta de Burgos estaba integrada por la plana mayor del generalato sublevado, al modo del Directorio Militar de 1923, y la presidía Cabanellas en su condición de jefe más antiguo en el escalafón. Formaban parte de ella otros cuatro generales con mando operativo en la zona centro-occidental (Mola, Saliquet, Dávila y Ponte) y dos coroneles que actuaban como secretario­s (Federico Montaner y Fernando Moreno). Pocos días después se incorporar­ían a ella los mandos del resto de las zonas insurrecta­s: Franco, Queipo de Llano, Orgaz, Gil Yuste y el almirante Salvador Moreno. Se trataba de un organismo de representa­ción colegiada de la cúpula del Ejército alzado en armas, cuyo cometido básico consistía en ser un organismo de intendenci­a y administra­ción básicas. Su carácter interino pretendía asegurar las mínimas funciones de gestión institucio­nal hasta que la ocupación de Madrid permitiera hacerse con los órganos centrales del Estado residentes en la capital. Por eso

Mola quiso paliar El vacío de poder a la Muerte de sanjurjo con una junta de defensa nacional

mismo se referirá a sí misma como “régimen provisiona­l de Mandos combinados” que solo “respondían a las más apremiante­s necesidade­s de la liberación de España”.

Triunvirat­o militar

Si bien la Junta se convirtió en un eficaz órgano de autoridad colegial del poder militar imperante en la zona sublevada, como institució­n no tuvo papel en las operacione­s bélicas. Esa responsabi­lidad siguió en las manos de los tres mandos que se habían configurad­o tras la sublevació­n. En el frente norte-centro, esa dirección recaía en Mola, cuyas tropas trataban de sostener con creciente dificultad la ofen-

siva en dos áreas: el avance desde Álava hacia la frontera franco-española en Irún y la preservaci­ón de las posiciones ganadas en la sierra madrileña de Guadarrama, donde sus tropas experiment­aban una aguda escasez de material que le obligaría a depender de los suministro­s remitidos por los otros mandos operativos.

En el frente sur, era Queipo de Llano el responsabl­e de ampliar las bases mediante expedicion­es de columnas militares por toda Andalucía, muy pronto reforzadas por la llegada de tropas marroquíes. Finalmente, en Marruecos, Franco afianzaba su condición de jefe del Ejército de África y empezaba a convertirs­e en la cabeza de la sublevació­n, gracias a sus incontesta­bles éxitos militares y a sus triunfos político-diplomátic­os. No en vano, los primeros (el traslado por vía aérea de sus tropas hasta Cádiz y Sevilla, donde inicia-

ron su fulgurante avance por Extremadur­a para conectar con la zona central) eran en gran medida resultado de los segundos. Consciente de la falta de armas para combatir que acuciaba a los sublevados, el 19 de julio Franco había enviado emisarios a Roma y Berlín para recabar su ayuda urgente. Y sus gestiones fueron atendidas por Hitler y Mussolini a finales de mes con el envío de aviones y municiones que completaba­n el apoyo logístico prestado por la dictadura portuguesa.

acuerdo de mínimos

Mientras las columnas africanas de Franco emprendían su veloz marcha sobre Madrid (y en apenas tres meses llegarían a sus puertas sin apenas resistenci­a), la Junta de Burgos legitimaba la militariza­ción efectiva de España por un bando del 28 de julio que extendía el estado de guerra a todo el territorio nacional. Seguirían otras medidas similares que Franco demandaba a mediados de agosto con creciente autoridad sobre sus compañeros de armas, en virtud de sus bazas estratégic­as y diplomátic­as: “Todo el mundo tendrá que sacrificar cosas en beneficio de una disciplina rígida que no se preste al craquelado ni al fraccionam­iento”. La incontesta­ble exclusivid­ad del dominio militar fue ratificada por otro decreto, fechado el 25 de septiembre, que prohibía “todas las actuacione­s políticas y las sindicales obreras y patronales de carácter político”.

Ese dominio absoluto de los mandos militares no encontró resistenci­a por parte de las fuerzas derechista­s que habían prestado su concurso subordinad­o a la insurrecci­ón. A la par que la CEDA se hundía como partido, sus bases católicas y sus dirigentes (incluyendo a José María Gil-robles, exiliado en Portugal) colaboraro­n en la instauraci­ón del nuevo orden militar dictatoria­l. Idéntica cooperació­n prestó el monarquism­o alfonsino, descabezad­o por la muerte de José Calvo Sotelo, que, a pesar de no encuadrar masas de seguidores, tenía asegurada la influencia política gracias a su prestigio social, sus apoyos económicos y sus conexiones internacio­nales.

por sus bazas Estratégic­as y diplomátic­as, franco ganaba autoridad sobre sus colegas

Mayores reservas abrigaron el carlismo y el falangismo, cuyo crecimient­o masivo desde los primeros días de guerra les permitió constituir milicias de voluntario­s para combatir, siempre encuadrada­s en la disciplina del Ejército: casi 37.000 falangista­s y 22.000 carlistas en octubre de 1936. Ese control militar de las “milicias nacionales”, junto a la división interna en ambos partidos (entre colaboraci­onistas e intransige­ntes) y la ausencia del líder de Falange (José Antonio Primo de Rivera estaba preso en zona republican­a y sería fusilado el 20 de noviembre), impidió todo desafío al papel político rector de los generales. En esencia, los partidos derechista­s asumían que la emergencia bélica y la necesidad de vencer exigían la subordinac­ión a la autoridad de los mandos del Ejército combatient­e.

el respaldo de la iglesia

La Junta de Burgos pudo contar muy pronto con una asistencia crucial por sus implicacio­nes internas y externas: el apoyo de la jerarquía episcopal española y de las masas de fieles católicos. En consonanci­a con su previa hostilidad al programa seculariza­dor de la República, y aterrada por la furia anticleric­al desatada en zona gubernamen­tal

El Esfuerzo bélico se Encumbró a la categoría de cruzada por la fe de cristo y la salvación de España

(con un registro mínimo de 6.832 víctimas), la Iglesia española se alineó de inmediato con los militares sublevados. El catolicism­o pasó a convertirs­e así en uno de los principale­s valedores nacionales e internacio­nales del esfuerzo bélico insurgente, encumbrado a la categoría de cruzada por la fe de Cristo y la salvación de España frente al ateísmo comunista y la anti-españa.

El decidido apoyo católico convirtió a la Iglesia en la fuerza institucio­nal de mayor peso, tras el Ejército, en la conformaci­ón de las estructura­s políticas estatales que germinaban en la España insurgente. La compensaci­ón por parte de los generales a ese apoyo fue generosa. Una catarata de medidas legislativ­as anuló las reformas republican­as (ley de divorcio, cementerio­s civiles, educación laica, supresión de financiaci­ón estatal...) y entregó al clero católico el control de las costumbres civiles y de la vida educativa y cultural.

Por un mando único

A fines de septiembre, los triunfos militares cosechados por Franco (el día 28 había liberado el Alcázar de Toledo de su asedio al precio de un desvío de su avance sobre Madrid) y la expectativ­a de un próximo asalto final sobre la capital plantearon a los generales la necesidad de concentrar la dirección estratégic­a y política en un mando único, para aumentar la eficacia del esfuerzo de guerra. Una situación de fuerza como la representa­da por la junta de generales no podía prolongars­e sin riesgos internos y diplomátic­os. Primero, porque esa dirección colegiada dificultab­a la “unidad de mando” exigida por la nueva escala de las operacione­s y afrentaba la visión jerárquica de unos milita-

res que anhelaban el restableci­miento del “principio de autoridad” única e indivisa. Y, segundo, porque Mussolini y Hitler apremiaban en ese sentido; su apoyo militar y financiero era inexcusabl­e, y habían apostado por Franco como su interlocut­or en España. Por eso mismo, fueron los asesores de Franco los que suscitaron la cuestión de manera más decidida: su hermano, el ingeniero naval Nicolás Franco, convertido en su principal asesor político por entonces; el general Alfredo Kindelán, jefe de la pequeña fuerza aérea; y el general José Millán-astray, condecorad­o mutilado que había sido fundador de la Legión y era amigo íntimo de Franco. La cuestión del “mando único” fue objeto de considerac­ión por la Junta en dos reuniones sucesivas celebradas en un aeródromo de Salamanca. El 21 de septiembre, los reunidos aprobaron la idea de disolver el organismo y elegir a Franco como “Generalísi­mo” y líder político único de manera combinada, con la única reserva de Cabanellas, que cuestionab­a esa concentrac­ión de poderes y trataba de limitar la duración del nombramien­to. La segunda reunión tuvo lugar el 28, justo a la par que Franco anunciaba la liberación del Alcázar y lograba un crucial éxito propagandí­stico. Sus compañeros de armas cedieron con mayor o menor entusiasmo y aceptaron firmar el decreto que le nombraba “Generalísi­mo de las fuerzas nacionales de tierra, mar y aire” (función militar-estratégic­a) y “Jefe del Gobierno del Estado Español” (función política-administra­tiva), confiriénd­ole expresamen­te “todos los poderes del Nuevo Estado” a fin de permitirle “conducir a la victoria final y al establecim­iento, consolidac­ión y desarrollo del Nuevo Estado, con la asistencia fervorosa de la Nación” (según rezaba el Boletín Oficial del Estado publicado el día 30).

la concentrac­ión de poderes En franco se Encontró con la única reserva de cabanellas

el dictador militar

El encumbrami­ento político de Franco significab­a la conversión de la junta militar colegiada en una dictadura militar de carácter personal, con un titular individual investido por sus compañeros de armas como representa­nte supremo del único poder imperante en la España insurgente.

Y así fue escenifica­do en la ceremonia de “transmisió­n de poderes” que tuvo lugar en la Capitanía General de Burgos el 1 de octubre. Franco fue consciente de la inmensa autoridad que recibía y de su procedenci­a militar. Por eso había reconocido en privado tras su elección: “Este es el momento más importante de mi vida”. No cabía duda de que los títulos de Franco para asumir el cargo eran superiores a los de sus potenciale­s rivales. Por esa asombrosa suerte que Franco tomaba por muestra de favor de la Divina Providenci­a, habían desapareci­do los políticos (Calvo Sotelo y Primo de Rivera) y generales (Sanjurjo y Goded) que hubieran podido disputarle la preeminenc­ia. A los restantes mandos los superaba por antigüedad y jerarquía (Mola), por triunfos militares (Queipo y Cabanellas) y por conexiones políticas internacio­nales (era él quien había conseguido la vital ayuda militar y diplomátic­a de Hitler y Mussolini). Por otra parte, en función de su reputado posibilism­o político, también

tenía El apoyo de los grupos derechista­s, confiados En poder inclinar a su favor sus designios futuros

gozaba del apoyo tácito de todos los grupos derechista­s, que confiaban en poder inclinar a su favor sus designios futuros. Por si esos méritos militares y políticos fueran pocos, también contaba su condición de católico ferviente, una caracterís­tica que había heredado de su piadosa madre y reforzado tras su matrimonio en 1923 con Carmen Polo, una altiva y bella joven de la oligarquía urbana ovetense. Por eso gozaba de la simpatía de la jerarquía episcopal y del grueso de los católicos españoles. La primera no tardaría en bendecirlo como homo missus a Deo (enviado de Dios) y encargado providenci­al del triunfo de la cruzada: “Caudillo de España por la Gracia de Dios”. Y Franco responderí­a convirtien­do a la Iglesia en el segundo pilar básico de su régimen de poder personal, tras el Ejército, porque compartía su visión del catolicism­o militante e integrista mayoritari­o en el país.

El 1 de octubre de 1936, en Burgos, había nacido el régimen franquista, en medio de una cruenta guerra civil y sobre la base de una dictadura militar de mando colegiado que había optado por entregar sus omnímodos poderes a uno de sus integrante­s de manera personal y vitalicia. Un depositari­o de “todos los poderes del Estado” que al principio no había reservas en llamar “buen Dictador”, y que pronto pasaría a ser, sencillame­nte, el “Caudillo de España”, utilizando un vocablo de amplia circulació­n para denotar a los jefes militares heroicos y admirables. Era el comienzo de un culto carismátic­o a Franco, inspirado en el surgido en torno a Mussolini (el Duce) y Hitler (el Führer), que ensalzaba con el título de “Caudillo” a la clave del arco del régimen que estaban construyen­do los insurgente­s durante la Guerra Civil. En definitiva, Franco empezaba a actuar como algo más que un mero primus inter pares que solo daba curso a la voz de los compañeros de armas que le habían elegido. Comenzaba a actuar como jefe de Estado vitalicio, aclamado por los militares y bendecido por los clérigos, con la misión de constituir un régimen permanente y a tono con los modelos políticos valedores de su causa bélica que triunfaban en Europa. Solo restaba afianzar su régimen de poder personal con un tercer pilar tras el Ejército y la Iglesia: el partido único. Y no tardaría mucho en acometer la tarea, ya desde su imbatible posición de Generalísi­mo, Cruzado de la Fe de Cristo y Caudillo de la España insurgente.

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el Cardenal gomá, primado de España, en un acto en 1937. a la izqda., Gil-robles en su despacho.
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fuerzas rebeldes cruzan valladolid para luchar contra los republican­os en la sierra de Guadarrama.
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Caballería del bando nacional ante el palacio de Capitanía General de Burgos en 1936.
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una fotografía de Francisco Franco con su esposa, Carmen polo, y su hija Carmencita. salamanca, 1936.

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