de general a caudillo
¿Cómo pasó Franco en apenas dos meses de Guerra Civil de ser uno de los generales sublevados a convertirse en Caudillo de España?
Como resultado de los éxitos de la insurrección militar de julio de 1936, surgieron tres núcleos geográficos aislados que estaban bajo el control respectivo de un destacado jefe militar: Mola, en Pamplona, se erigió en autoridad máxima en la zona centro-occidental, pese a que era de inferior edad y graduación que el general Cabanellas en Zaragoza; Queipo de Llano, en Sevilla, estaba al frente del reducto andaluz, donde actuaba como auténtico virrey; y Franco, en Marruecos, se había puesto al mando de las tropas como líder africanista indiscutido, después de asegurar el dominio de Canarias. El gran ausente de ese triunvirato que dirigía la sublevación era Sanjurjo, que debería haberse puesto al frente de todos regresando de su exilio portugués. Sin embargo, perdería la vida en accidente aéreo en Lisboa el día 20, y esa muerte dejó sin cabeza la rebelión, acentuando los problemas derivados de su indefinición política. Efectivamente, los generales sublevados carecían de alternativa política explícita. Existía entre ellos una mayoría monárquica (Kindelán, Orgaz y Saliquet), pero se registraban también carlistas (Varela), republicanos conservadores (Queipo de Llano y Cabanellas) y aun falangistas (Yagüe) o accidentalistas (Aranda, Mola y, en gran medida, Franco). Esa diversidad de sensibilidades había propiciado el acuerdo entre los conjurados sobre el carácter neutral del pronunciamiento y la necesidad de establecer una dictadura militar más o menos transitoria, cuyo objetivo esencial era frenar las reformas gubernamentales y atajar la amenaza de revolución proletaria. Así lo había subrayado la última de las “normas de ejecución” de la sublevación que Mola había firmado antes del inicio de la operación: “Prohibición de todo género de manifestaciones de tipo político que pudieran quitar al movimiento el carácter de neutralidad absoluta que lo motiva”. Se trataba, en definitiva, de un movimiento de contrarreforma efectiva y contrarrevolución preventiva liderado por el Ejército como “espina dorsal de la Patria”, cuyo fracaso parcial, paradójicamente, provocaría el temido proceso revolucionario en las zonas escapadas a su control. Ese exclusivo protagonismo militar corporativo fue inmediatamente subrayado por los mandos sublevados en todas sus proclamas. El 24 de julio, Mola anunciaba en la prensa que estaba en marcha una operación del “Ejército, cerebro, corazón y brazo” de la patria, que había asumido la tarea de “la salvación de España” con “activa conciencia de su responsabilidad”. Y pocas semanas después, Franco se expresaba en la misma línea militarista pretoriana ante la prensa portuguesa: “Implantaremos una corta dictadura militar, su duración dependerá de la que necesiten los organismos que con funciones especiales, en régimen nacional, servirán a la nueva España. Después, cuando ello sea posible, el Directorio Militar llamará a colaborar a los elementos que estime necesarios”. En función de esa indefinición política, el universo ideológico de los sublevados se circunscribía a tres ideas sumarias y comunes a todas las derechas conservadoras hispanas, con independencia de su programa político específico. Ante todo, el nacionalismo español integrista e historicista (ferozmente opuesto a la descentralización autonomista o secesionista), que aprendieron a amar los cadetes en las academias militares desde fines del siglo xix y en las cruentas guerras coloniales de Marruecos que se libraron entre 1909 y 1926. En segundo orden, reforzada tras el episodio
secularista republicano, la profesión de fe en un catolicismo identificado con la idea de cruzada “por Dios y por España”, que llevaba siglos proclamando a “España como país predilecto y predestinado para la realización del Reino de Cristo”. Y, finalmente, un virulento anticomunismo genérico que repudiaba tanto el comunismo stricto sensu como a sus “cómplices”, el socialismo, el anarquismo y el liberalismo democrático, por sus efectos disolventes sobre la unidad nacional y religiosa. Con su habitual simplicidad, Mola sintetizaría ese credo doctrinal con una declaración lacónica: “Somos nacionalistas porque es lo contrario de marxistas, o sea, que se pone el sentimiento de unidad nacional por encima de toda otra idea”.
Dirección colegiada
Dueños de media España bajo esos postulados doctrinales, los mandos sublevados tuvieron que afrontar de inmediato los problemas planteados por el vacío de poder supremo creado a la muerte de Sanjurjo y por la dispersión de autoridad generada a raíz de la fragmentación territorial de las zonas dominadas. Con el apoyo de Cabanellas y aprovechando su prestigio como organizador (pese al evidente fracaso de muchas de sus previsiones golpistas), Mola trató de paliar ambos peligros mediante la constitución en Burgos, el día 24 de julio, de la Junta de Defensa Nacional, una entidad militar que, según su decreto fundacional, “asume todos los Poderes del Estado y representa legítimamente al País ante las Potencias extranjeras”.
La Junta de Burgos estaba integrada por la plana mayor del generalato sublevado, al modo del Directorio Militar de 1923, y la presidía Cabanellas en su condición de jefe más antiguo en el escalafón. Formaban parte de ella otros cuatro generales con mando operativo en la zona centro-occidental (Mola, Saliquet, Dávila y Ponte) y dos coroneles que actuaban como secretarios (Federico Montaner y Fernando Moreno). Pocos días después se incorporarían a ella los mandos del resto de las zonas insurrectas: Franco, Queipo de Llano, Orgaz, Gil Yuste y el almirante Salvador Moreno. Se trataba de un organismo de representación colegiada de la cúpula del Ejército alzado en armas, cuyo cometido básico consistía en ser un organismo de intendencia y administración básicas. Su carácter interino pretendía asegurar las mínimas funciones de gestión institucional hasta que la ocupación de Madrid permitiera hacerse con los órganos centrales del Estado residentes en la capital. Por eso
Mola quiso paliar El vacío de poder a la Muerte de sanjurjo con una junta de defensa nacional
mismo se referirá a sí misma como “régimen provisional de Mandos combinados” que solo “respondían a las más apremiantes necesidades de la liberación de España”.
Triunvirato militar
Si bien la Junta se convirtió en un eficaz órgano de autoridad colegial del poder militar imperante en la zona sublevada, como institución no tuvo papel en las operaciones bélicas. Esa responsabilidad siguió en las manos de los tres mandos que se habían configurado tras la sublevación. En el frente norte-centro, esa dirección recaía en Mola, cuyas tropas trataban de sostener con creciente dificultad la ofen-
siva en dos áreas: el avance desde Álava hacia la frontera franco-española en Irún y la preservación de las posiciones ganadas en la sierra madrileña de Guadarrama, donde sus tropas experimentaban una aguda escasez de material que le obligaría a depender de los suministros remitidos por los otros mandos operativos.
En el frente sur, era Queipo de Llano el responsable de ampliar las bases mediante expediciones de columnas militares por toda Andalucía, muy pronto reforzadas por la llegada de tropas marroquíes. Finalmente, en Marruecos, Franco afianzaba su condición de jefe del Ejército de África y empezaba a convertirse en la cabeza de la sublevación, gracias a sus incontestables éxitos militares y a sus triunfos político-diplomáticos. No en vano, los primeros (el traslado por vía aérea de sus tropas hasta Cádiz y Sevilla, donde inicia-
ron su fulgurante avance por Extremadura para conectar con la zona central) eran en gran medida resultado de los segundos. Consciente de la falta de armas para combatir que acuciaba a los sublevados, el 19 de julio Franco había enviado emisarios a Roma y Berlín para recabar su ayuda urgente. Y sus gestiones fueron atendidas por Hitler y Mussolini a finales de mes con el envío de aviones y municiones que completaban el apoyo logístico prestado por la dictadura portuguesa.
acuerdo de mínimos
Mientras las columnas africanas de Franco emprendían su veloz marcha sobre Madrid (y en apenas tres meses llegarían a sus puertas sin apenas resistencia), la Junta de Burgos legitimaba la militarización efectiva de España por un bando del 28 de julio que extendía el estado de guerra a todo el territorio nacional. Seguirían otras medidas similares que Franco demandaba a mediados de agosto con creciente autoridad sobre sus compañeros de armas, en virtud de sus bazas estratégicas y diplomáticas: “Todo el mundo tendrá que sacrificar cosas en beneficio de una disciplina rígida que no se preste al craquelado ni al fraccionamiento”. La incontestable exclusividad del dominio militar fue ratificada por otro decreto, fechado el 25 de septiembre, que prohibía “todas las actuaciones políticas y las sindicales obreras y patronales de carácter político”.
Ese dominio absoluto de los mandos militares no encontró resistencia por parte de las fuerzas derechistas que habían prestado su concurso subordinado a la insurrección. A la par que la CEDA se hundía como partido, sus bases católicas y sus dirigentes (incluyendo a José María Gil-robles, exiliado en Portugal) colaboraron en la instauración del nuevo orden militar dictatorial. Idéntica cooperación prestó el monarquismo alfonsino, descabezado por la muerte de José Calvo Sotelo, que, a pesar de no encuadrar masas de seguidores, tenía asegurada la influencia política gracias a su prestigio social, sus apoyos económicos y sus conexiones internacionales.
por sus bazas Estratégicas y diplomáticas, franco ganaba autoridad sobre sus colegas
Mayores reservas abrigaron el carlismo y el falangismo, cuyo crecimiento masivo desde los primeros días de guerra les permitió constituir milicias de voluntarios para combatir, siempre encuadradas en la disciplina del Ejército: casi 37.000 falangistas y 22.000 carlistas en octubre de 1936. Ese control militar de las “milicias nacionales”, junto a la división interna en ambos partidos (entre colaboracionistas e intransigentes) y la ausencia del líder de Falange (José Antonio Primo de Rivera estaba preso en zona republicana y sería fusilado el 20 de noviembre), impidió todo desafío al papel político rector de los generales. En esencia, los partidos derechistas asumían que la emergencia bélica y la necesidad de vencer exigían la subordinación a la autoridad de los mandos del Ejército combatiente.
el respaldo de la iglesia
La Junta de Burgos pudo contar muy pronto con una asistencia crucial por sus implicaciones internas y externas: el apoyo de la jerarquía episcopal española y de las masas de fieles católicos. En consonancia con su previa hostilidad al programa secularizador de la República, y aterrada por la furia anticlerical desatada en zona gubernamental
El Esfuerzo bélico se Encumbró a la categoría de cruzada por la fe de cristo y la salvación de España
(con un registro mínimo de 6.832 víctimas), la Iglesia española se alineó de inmediato con los militares sublevados. El catolicismo pasó a convertirse así en uno de los principales valedores nacionales e internacionales del esfuerzo bélico insurgente, encumbrado a la categoría de cruzada por la fe de Cristo y la salvación de España frente al ateísmo comunista y la anti-españa.
El decidido apoyo católico convirtió a la Iglesia en la fuerza institucional de mayor peso, tras el Ejército, en la conformación de las estructuras políticas estatales que germinaban en la España insurgente. La compensación por parte de los generales a ese apoyo fue generosa. Una catarata de medidas legislativas anuló las reformas republicanas (ley de divorcio, cementerios civiles, educación laica, supresión de financiación estatal...) y entregó al clero católico el control de las costumbres civiles y de la vida educativa y cultural.
Por un mando único
A fines de septiembre, los triunfos militares cosechados por Franco (el día 28 había liberado el Alcázar de Toledo de su asedio al precio de un desvío de su avance sobre Madrid) y la expectativa de un próximo asalto final sobre la capital plantearon a los generales la necesidad de concentrar la dirección estratégica y política en un mando único, para aumentar la eficacia del esfuerzo de guerra. Una situación de fuerza como la representada por la junta de generales no podía prolongarse sin riesgos internos y diplomáticos. Primero, porque esa dirección colegiada dificultaba la “unidad de mando” exigida por la nueva escala de las operaciones y afrentaba la visión jerárquica de unos milita-
res que anhelaban el restablecimiento del “principio de autoridad” única e indivisa. Y, segundo, porque Mussolini y Hitler apremiaban en ese sentido; su apoyo militar y financiero era inexcusable, y habían apostado por Franco como su interlocutor en España. Por eso mismo, fueron los asesores de Franco los que suscitaron la cuestión de manera más decidida: su hermano, el ingeniero naval Nicolás Franco, convertido en su principal asesor político por entonces; el general Alfredo Kindelán, jefe de la pequeña fuerza aérea; y el general José Millán-astray, condecorado mutilado que había sido fundador de la Legión y era amigo íntimo de Franco. La cuestión del “mando único” fue objeto de consideración por la Junta en dos reuniones sucesivas celebradas en un aeródromo de Salamanca. El 21 de septiembre, los reunidos aprobaron la idea de disolver el organismo y elegir a Franco como “Generalísimo” y líder político único de manera combinada, con la única reserva de Cabanellas, que cuestionaba esa concentración de poderes y trataba de limitar la duración del nombramiento. La segunda reunión tuvo lugar el 28, justo a la par que Franco anunciaba la liberación del Alcázar y lograba un crucial éxito propagandístico. Sus compañeros de armas cedieron con mayor o menor entusiasmo y aceptaron firmar el decreto que le nombraba “Generalísimo de las fuerzas nacionales de tierra, mar y aire” (función militar-estratégica) y “Jefe del Gobierno del Estado Español” (función política-administrativa), confiriéndole expresamente “todos los poderes del Nuevo Estado” a fin de permitirle “conducir a la victoria final y al establecimiento, consolidación y desarrollo del Nuevo Estado, con la asistencia fervorosa de la Nación” (según rezaba el Boletín Oficial del Estado publicado el día 30).
la concentración de poderes En franco se Encontró con la única reserva de cabanellas
el dictador militar
El encumbramiento político de Franco significaba la conversión de la junta militar colegiada en una dictadura militar de carácter personal, con un titular individual investido por sus compañeros de armas como representante supremo del único poder imperante en la España insurgente.
Y así fue escenificado en la ceremonia de “transmisión de poderes” que tuvo lugar en la Capitanía General de Burgos el 1 de octubre. Franco fue consciente de la inmensa autoridad que recibía y de su procedencia militar. Por eso había reconocido en privado tras su elección: “Este es el momento más importante de mi vida”. No cabía duda de que los títulos de Franco para asumir el cargo eran superiores a los de sus potenciales rivales. Por esa asombrosa suerte que Franco tomaba por muestra de favor de la Divina Providencia, habían desaparecido los políticos (Calvo Sotelo y Primo de Rivera) y generales (Sanjurjo y Goded) que hubieran podido disputarle la preeminencia. A los restantes mandos los superaba por antigüedad y jerarquía (Mola), por triunfos militares (Queipo y Cabanellas) y por conexiones políticas internacionales (era él quien había conseguido la vital ayuda militar y diplomática de Hitler y Mussolini). Por otra parte, en función de su reputado posibilismo político, también
tenía El apoyo de los grupos derechistas, confiados En poder inclinar a su favor sus designios futuros
gozaba del apoyo tácito de todos los grupos derechistas, que confiaban en poder inclinar a su favor sus designios futuros. Por si esos méritos militares y políticos fueran pocos, también contaba su condición de católico ferviente, una característica que había heredado de su piadosa madre y reforzado tras su matrimonio en 1923 con Carmen Polo, una altiva y bella joven de la oligarquía urbana ovetense. Por eso gozaba de la simpatía de la jerarquía episcopal y del grueso de los católicos españoles. La primera no tardaría en bendecirlo como homo missus a Deo (enviado de Dios) y encargado providencial del triunfo de la cruzada: “Caudillo de España por la Gracia de Dios”. Y Franco respondería convirtiendo a la Iglesia en el segundo pilar básico de su régimen de poder personal, tras el Ejército, porque compartía su visión del catolicismo militante e integrista mayoritario en el país.
El 1 de octubre de 1936, en Burgos, había nacido el régimen franquista, en medio de una cruenta guerra civil y sobre la base de una dictadura militar de mando colegiado que había optado por entregar sus omnímodos poderes a uno de sus integrantes de manera personal y vitalicia. Un depositario de “todos los poderes del Estado” que al principio no había reservas en llamar “buen Dictador”, y que pronto pasaría a ser, sencillamente, el “Caudillo de España”, utilizando un vocablo de amplia circulación para denotar a los jefes militares heroicos y admirables. Era el comienzo de un culto carismático a Franco, inspirado en el surgido en torno a Mussolini (el Duce) y Hitler (el Führer), que ensalzaba con el título de “Caudillo” a la clave del arco del régimen que estaban construyendo los insurgentes durante la Guerra Civil. En definitiva, Franco empezaba a actuar como algo más que un mero primus inter pares que solo daba curso a la voz de los compañeros de armas que le habían elegido. Comenzaba a actuar como jefe de Estado vitalicio, aclamado por los militares y bendecido por los clérigos, con la misión de constituir un régimen permanente y a tono con los modelos políticos valedores de su causa bélica que triunfaban en Europa. Solo restaba afianzar su régimen de poder personal con un tercer pilar tras el Ejército y la Iglesia: el partido único. Y no tardaría mucho en acometer la tarea, ya desde su imbatible posición de Generalísimo, Cruzado de la Fe de Cristo y Caudillo de la España insurgente.