el gran secundario
así hallamos a Francisco Franco en la conjura militar de 1936: un protagonista secundario, pero de creciente peso.
la sublevación militar del 17 de julio de 1936 fue el resultado final de una amplia conspiración, cuyos orígenes se remontan a las semanas posteriores a la victoria del Frente Popular en las últimas elecciones generales celebradas el 16 de febrero. El general Francisco Franco Bahamonde (Ferrol, 1892-Madrid, 1975) no tuvo inicialmente un protagonismo destacado en esa conjura, ni tampoco estaba previsto que asumiera su liderazgo político y militar cuando la insurrección devino en guerra civil. Y, sin embargo, en poco más de dos meses, el 1 de octubre de 1936, Franco se convirtió en el líder indiscutible de los sublevados, al ser designado por sus compañeros de armas “Generalísimo de los Ejércitos” y “Jefe del Estado”. Empezaba así la historia de la dictadura de Franco, “Caudillo de España”, el título oficial que permitía fusionar en una única magistratura los dos poderes formalmente transferidos: la autoridad militar para librar la guerra (Generalísimo) y la autoridad política para edificar un aparato estatal alternativo (Jefe del Estado). La crisis sociopolítica abierta tras las elecciones de febrero había reactivado en el seno de las fuerzas armadas españolas la veterana tradición del militarismo pretoriano reaccionario, que sostenía la superioridad del Ejército sobre la autoridad civil por su condición de “columna vertebral de la Patria” y garante de su unidad frente a enemigos externos o internos. De hecho, desde principios de marzo, fue extendiéndose entre el generalato y la oficialidad conservadora una amplia conjura que tenía como finalidad preparar un golpe militar para acabar con las reformas frentepopulistas y atajar lo que percibían como un peligroso deslizamiento hacia la revolución social y la desintegración nacional. Sus mayores apoyos provenían de los llamados militares “africanistas”, que habían hecho mayormente su carrera en el Ejército de África y estaban curtidos por la experiencia de la cruenta guerra colonial en Marruecos.
El jefe supremo reconocido por los conjurados era el general José Sanjurjo, héroe de las campañas marroquíes, que había sido director general de la Guardia Civil en 1931 y que había protagonizado el fracasado golpe militar de agosto de
El plan de Mola Era la sublevación de todas las guarniciones Militares para tomar El poder En pocos días
1932. Detenido entonces, amnistiado por el gobierno radical-cedista y exiliado en Portugal, Sanjurjo ejercía su labor directiva dentro de España a través de un agente de confianza: el general Emilio Mola, “director técnico” de la conjura, un excolaborador de la dictadura de Primo de Rivera que ahora estaba al mando de la guarnición de Pamplona y en estrecho contacto con los dirigentes carlistas navarros. Coordinados por Mola, tomaban parte en la trama conspirativa generales de simpatías monárquicas (como eran Joaquín Fanjul o José Enrique Varela), republicanos conservadores (como Gonzalo Queipo de Llano o Miguel Cabanellas) o simpatizantes de la CEDA progresivamente radicalizados (como el propio general Franco y el general Manuel Goded), además de otros oficiales agrupados en la clandestina Unión Militar Española (liderada por el teniente coronel Valentín Galarza).
Preparando el golpe
Definitivamente perfilado entre abril y mayo de 1936, el plan golpista de Mola consistía en orquestar una sublevación simultánea de todas las guarniciones militares al principio del verano para tomar el poder en pocos días, previo aplastamiento enérgico de las posibles resistencias en las grandes ciudades y centros fabriles de fuerte implantación socialista y anarquista. Su “Primera instrucción reservada”, fechada el 25 de abril de 1936, fue distribuida a todos los conjurados, incluyendo a los cuatro principales generales con mando activo: Cabanellas, al mando de la División Orgánica de Zaragoza; Goded, que ocupaba la comandancia de Baleares; Queipo de Llano, que ejercía como inspector general de Carabineros; y Franco, recién destinado en la comandancia de Canarias y previsto jefe del Ejército de África en el Protectorado de Marruecos.
Sobre la base de aquella instrucción había ido perfilándose un plan de insurrección militar escalonada a partir de las tropas de Marruecos, que serían secundadas por las restantes guarniciones peninsulares e insulares, con la posibilidad de tener que tomar al asalto algunas plazas consideradas difíciles (sobre todo, Madrid y Barcelona, donde la conjura apenas conseguía adeptos suficientes para garantizar su éxito). Dos axiomas estaban claros: la operación iba a ser un acto de guerra en toda su violencia brutal, y tenía como objetivo instalar en el poder un gobierno exclusivamente militar, cuyo modelo era el bien conocido del Directorio de Primo de Rivera de 1923, esta vez presidido por el general Sanjurjo, una vez regresara de su exilio en Lisboa. El texto de aquella primera instrucción no dejaba dudas sobre ambas premisas, y sería, en efecto, la guía de actuación de los sublevados: “Se tendrá en cuenta que la acción ha de ser en extremo violenta para reducir lo antes posible al enemigo, que es fuerte y bien organizado. Desde luego serán encarcelados todos los directivos de los partidos políticos, sociedades o sindicatos no afectos al Movimiento, aplicándose castigos ejemplares a dichos individuos para estrangular los movimientos de rebeldía o huelga. Conquistado el poder, se instaurará una dictadura militar, que tendrá por misión inmediata restablecer el orden público, imponer el imperio de la ley y reforzar convenientemente al Ejército para consolidar la situación de hecho que pasará a ser de derecho”. La ejecución del plan fue aplazada varias veces por las vacilaciones de Franco sobre sus posibilidades de éxito (“No contamos con todo el Ejército”, advertiría a Mola en mayo) y su oportunidad (hasta principios de julio creyó posible atajar la crisis por medios legales con menos riesgo). Y no cabía hacer caso omiso a esas vacilaciones, porque Franco, en virtud de su papel al frente de las tropas africanas, estaba cobrando un protagonismo operativo cada vez más crucial. No en vano, se había convertido en el líder de facto de los conjurados por varios motivos concurrentes: su origen familiar (vástago de una familia de rancia tradición militar), su trayectoria bélica (un decenio en Marruecos luchando al frente de tropas de choque como los regulares indígenas y la Legión), su labor técnica (primer y único director de la Academia General Militar entre 1927 y 1931)
se aplazó varias veces por las vacilaciones de franco sobre sus posibilidades de éxito
y su protagonismo corporativo durante el quinquenio republicano (alma de la represión del movimiento socialista y catalanista de octubre de 1934 y jefe del Estado Mayor Central hasta su cese por el gobierno frentepopulista).
En atención a esa creciente influencia, Franco también había logrado de sus compañeros de armas el compromiso de que el hipotético levantamiento no tuviera perfil político definido (ni monárquico ni de otro tipo), fuera “únicamente por Dios y por España” y resultara obra exclusivamente militar y sin dependencia de ningún partido derechista. Esta toma de la iniciativa política por parte de los generales contó con la aceptación de todas las fuerzas derechistas: tanto carlistas como alfonsinos, cedistas y falangistas acabaron reconociendo de grado o por fuerza que era el Ejército, con sus generales al frente, el que tenía el protagonismo operativo y la dirección política del inminente asalto violento contra el gobierno.
la insurrección
Si bien el asesinato el 13 de julio de José Calvo Sotelo (exministro de Primo de Rivera y líder del monarquismo alfonsino) fue presentado como la chispa que prendió la llama, en realidad, la fecha de comienzo de la operación había sido fijada por Mola en las semanas previas. Habría de ser “el 17 [de julio] a las 17 [horas]” en Melilla, una de las capitales del Protectorado, puesto que allí la trama conspirativa contaba con mandos muy respetados (como el teniente coronel Juan Yagüe, de la Legión) y con apoyos abrumadores entre los oficiales y tropas. Además, dada la prevista necesidad de realizar operaciones móviles contra Madrid y otras ciudades, el levantamiento solo podía iniciarse por aquel sector del Ejército más disciplinado y curtido en la lucha: un total de más de 32.000 hombres, contando con 4.200 legionarios del Tercio, 17.000 regulares indígenas (los “moros”) y 11.000 reclutas del servicio militar obligatorio.
El rápido triunfo de los insurrectos en el Protectorado fue la señal para que Franco se sublevara en Canarias en la madrugada del 18 de julio. Lo hizo publicando un manifiesto que era un compendio de doctrina nacional-militarista, con su apelación al sagrado deber del Ejército para asumir con energía la autoridad pública por el bien de la patria y para salvarla de mortales enemigos internos y externos. Por eso fue masivamente impreso y difundido por las radios españolas en poder de los alzados en días sucesivos: “¡Españoles! A cuantos sentís el santo amor a España, a los que en las filas del Ejército y la Armada habéis hecho profesión de fe en el servicio de la Patria, a cuantos jurasteis defenderla de sus enemigos hasta perder la vida, la nación os llama a su defensa. La situación en España es cada día más crítica; la anarquía reina en la mayoría de los campos y pueblos; autoridades de nombramiento gubernativo presiden, cuando no fomentan, las revueltas [...]. Huelgas revolucionarias de todo orden paralizan la vida de la población, arruinando y destruyendo sus fuentes de riqueza y creando una situación de hambre que lanzará a la desesperación a los hombres trabajadores. Los monumentos y tesoros artísticos son objetos de los más enconados ataques de las hordas revolucionarias, obedeciendo a la consigna que reciben de las directivas extranjeras. [...] En estos momentos [...], el Ejército, la Marina y fuerzas de Orden Público se lanzan a defender la Patria”. Asegurado el control de Canarias, Franco dejó al mando al general Orgaz para trasladarse en avión hasta Tetuán a fin de asumir la dirección del Ejército de África. Su misión era atravesar con esas tropas el estrecho de Gibraltar, desembarcar en Andalucía e iniciar la marcha sobre Madrid (cuyo control era vital para consolidar la situación, dada su calidad de capital y centro de los resortes del Estado). Sin embargo, el transporte de esas tropas decisivas se convirtió pronto en un grave problema por un doble revés imprevisto. En primer lugar, porque apenas había aviones disponibles para esa labor, puesto que la mayoría de los aviadores permanecería leal a la República y solo un tercio de los
franco logró El compromiso de todos de que El golpe no tuviera un perfil político definido
300 aparatos, todos bastante anticuados, caería en poder de los sublevados. Y, en segundo orden, porque la flota encargada de colaborar en la tarea quedaría en manos de una marinería que destituyó a los mandos conjurados tras un violento forcejeo en los buques y en la base naval de Cartagena, poniendo a casi el 70% de sus elementos al servicio del gobierno republicano e implantando un bloqueo del Estrecho más intimidante que efectivo.
Fractura en el Ejército
En todo caso, el triunfo de la sublevación en Marruecos y Canarias fue seguido del levantamiento, con distinta fortuna, de casi todas las restantes guarniciones militares (44 de las 53) que se distribuían en las 8 divisiones orgánicas existentes (cuyas capitales, por orden de numeración, eran: Madrid, Sevilla, Valencia, Barcelona, Zaragoza, Burgos, Valladolid y La Coruña). En otras palabras: la insurrección militar se extendió como un reguero de pólvora por toda España entre el 17 y el 20 de julio, creando una fractura en el seno del Ejército (integrado por unos 15.000 jefes y oficiales comandando algo más de 200.000 hombres) que sería crucial para su devenir. Según cálculos fidedignos de Gabriel Cardona, se alzaron en armas un total de 4 de los 18 generales de división que formaban la cúpula suprema del Ejército español (Franco, Goded, Queipo y Cabanellas), 18 de los 32 generales de brigada, casi todos los oficiales de Estado Mayor, en torno al 80% de los oficiales y la mitad de los 60.000 efectivos de las fuerzas de orden público (algo más del 50% de la Guardia Civil y de la Guardia de Asalto y solo una tercera parte de los Carabineros de Fronteras). Esa fractura de las Fuerzas Armadas, que Franco había temido desde el principio, resultó clave para el destino de la sublevación, porque impidió un desenlace rápido en un sentido u otro: o bien la victoria completa de los alzados en armas con más o menos resistencias sofocadas, siguiendo el modelo del pronunciamiento militar de Primo de Rivera de 1923, que había sido empresa unánime de toda la corporación militar; o bien el aplastamiento de los sublevados mediante el empleo masivo de la fuerza de un Ejército disciplinado y sometido a las autoridades civiles decididas, como había sucedido durante la tentativa golpista de Sanjurjo en agosto de 1932. En las circunstancias de quiebra de la unidad de las Fuerzas Armadas de finales de julio de 1936 fue posible un resultado distinto: una sublevación que triunfó en casi media España, pero que fracasó en la otra mitad. Y ello según un patrón de conductas bien perfilado por Jorge Martínez Reverte: “Casi en toda España se produce un mismo fenómeno: cuando las fuerzas de seguridad o una parte importante de la guarnición se mantienen leales, el golpe se para. Cuando la mayoría de la guarnición se subleva, las ciudades caen del lado de los golpistas. [...] España se ve inmersa en una orgía de sangre que durará muchos meses”.
En ese contexto sangriento, los éxitos más importantes de los sublevados comenzaron el mismo 18 de julio, justo a la par que el gobierno republicano anunciaba con suicida confianza al país que había frustrado “un nuevo intento criminal contra la República” y predominaba “la absoluta tranquilidad en toda la Península”. Andalucía fue la tercera región sublevada con éxito y la primera de la península. El artífice de la operación fue Queipo de Llano, que se presentó en Sevilla la tarde del 18, destituyó al vacilante jefe de la división con el apoyo de la mayoría de la guarnición, asumió la responsabilidad de implantar el estado de guerra y aplastó con violencia la débil resistencia ofrecida por los militantes de izquierdas en la ciudad y la provincia. Secundando esa iniciativa, el general Varela logró sublevar la guarnición de Cádiz, y lo mismo sucedería con las de Huelva, Córdoba y Granada, con los mismos episodios de anulación de mandos opuestos, encarcelamiento de autoridades civiles y aplastamiento de la resistencia ofrecida por los partidos y sindicatos obreros en la calle. El 19 de julio, la rebelión se generalizó por toda España, logrando triunfos cruciales en cascada. En primer lugar, Mola se alzó en Navarra con el apoyo masivo de las milicias carlistas, que colaboraron con las tropas en la reducción inclemente de las ocasionales resistencias encontradas en la región. Simultáneamente, Cabanellas se sublevaba en Zaragoza, ante la pasividad aterrada de sus fuertes masas anarquistas, y lograba extender su control sobre Huesca y Teruel mediante una represión intensa. Seguidamente, el general Saliquet repetía la acción de Queipo en Valladolid y, previa destitución violenta del general Molero, sublevaba la división y desplegaba una sangrienta represión contra los opositores. Completando el rosario de éxitos, aquel mismo día se sumaban a la rebelión otras dos plazas cruciales. En Burgos, el general Dávila dominaba la resistencia de su superior, el general Batet, que había sofocado la revuelta catalana de 1934 pero permaneció fiel a la República, y pagaría por ello con su vida. En Baleares se alzó el general Goded, que solo encontró resistencia a sus planes en la isla de Menorca, donde los aviadores y marineros destinados en sus respectivas bases se negaron a secundar su iniciativa y siguieron la línea de actuación mayoritaria de sus armas. El día 20 de julio tuvieron lugar las últimas sublevaciones con éxito de los militares conjurados. Ante todo, el coronel Pablo Martín Alonso consiguió desde La Coruña
la rebelión se generalizó, logrando triunfos cruciales tras violentas represiones