Historia y Vida

cara a cara

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con la llegada de la primavera de 1942, el frente del Este se estabilizó. Se seguía luchando, pero las operacione­s de gran envergadur­a habían cesado. A lo largo de una línea que iba de las orillas del lago Ladoga a las del mar Negro, la Wehrmacht y el Ejército Rojo se acechaban, mientras preparaban sus próximos movimiento­s. Para el Alto Estado Mayor del Ejército alemán (OKH) y para el propio Hitler, resultaba evidente que no se podía repetir un ataque a todo lo largo del frente como el de la Operación Barbarroja del verano anterior. El número de bajas rondaba el millón, y solo se habían cubierto 625.000. Además, se habían perdido 4.000 vehícu los blindados, 41.000 camiones, 13.000 piezas de artillería y 4.900 aviones, aún no repuestos del todo. Peor le había ido al Ejército Rojo, con unas pérdidas de cuatro millones de hombres y una mayor proporción material, aunque, gracias a su gran población y a la ayuda de los países aliados, no se había venido abajo. Pero el canciller alemán necesitaba recuperar la iniciativa para no dar muestras de debilidad.

el petróleo como objetivo

El 28 de marzo de aquel año, el Führer se reunió con la cúpula militar en su cuartel general de Rastenburg (Prusia Oriental) a fin de precisar la siguiente ofensiva de verano. Se trataría de una operación limitada, asignada al Grupo de Ejércitos Sur de Fedor von Bock, un arisco mariscal de campo que le incomodaba. La Operación Azul (Fall Blau, en alemán) constaba de varias etapas. La primera debía acabar con las fuerzas soviéticas en la zona comprendid­a entre los ríos Donetz y Don, con el objetivo de cubrir la reta guardia de los siguientes operativos, que debían llegar tanto al Volga como a los pozos petrolífer­os caucásicos de Maikop, Grozny y Bakú, de los que la URSS extraía casi el 80% de su carburante. Su conquista no solo limitaría la capacidad energética del enemigo, sino que reportaría el fin de la dependenci­a alemana del petróleo rumano, las necesarias reservas para una guerra que ya se preveía larga y la posibilida­d de que Turquía se inclinara del lado del Reich, como en la Gran Guerra. El plan llevaba el inconfundi­ble sello de Hitler, al mezclar cuestiones militares, económicas y políticas, y se apartaba del

en principio no Se quería conquistar LA ciudad, Sino neutraliza­rla como centro Armado

principal propósito del OKH: la destrucció­n del grueso del Ejército Rojo. Siempre escéptico con las ideas del Führer, el general Franz Halder, jefe del OKH, consideró cierta desproporc­ión entre las metas y los medios asignados, agravada por el desconocim­iento de las fuerzas soviéticas en la región. Lo mismo pensaron otros asistentes, pero ninguno pasó de alguna sugerencia. Sabían que la mente de Hitler barruntaba ir más allá, hacia Oriente Próximo, para enlazar con el Afrika Korps de Rommel. De todas formas, en esos días no se pretendía conquistar Stalingrad­o; bastaba con “colocar la ciudad al alcance de nuestras armas pesadas, de forma que sea eliminada como centro armado y de comunicaci­ones”. Previament­e, el Grupo de Ejércitos Sur debía suprimir el saliente de Izium, que amenazaba el vital centro de comunicaci­ones ucraniano de Járkov. La tarea, un movimiento envolvente que debía confluir en la base del saliente, se encomendó al 6.º Ejército del general Friedrich Paulus –un oficial de estado mayor sin experienci­a al frente de una gran unidad en combate, pero que gustaba a Hitler por su modesta extracción– y al 1.º Ejército Pan

zer. Al 11.º Ejército del eficaz general Erich von Manstein y a sus aliados rumanos les competía la conquista de Sebastopol y la península de Kerch, en Crimea.

Para llevar a cabo la Operación Azul, el Grupo de Ejércitos Sur contaba con casi un millón y medio de hombres (incluidos 300.000 aliados), 1.900 carros de combate y 1.616 aviones de la IV Flota Aérea (Luftflotte). Esta era quizá, la mejor baza alemana. La URSS tan solo disponía de 493 aparatos en la zona, con prestacion­es inferiores y personal menos adiestrado. Pero el dispositiv­o germano tenía su talón de Aquiles: sus aliados.

Mal equipados y peor motivados, los ejércitos rumanos y húngaros que debían cubrir los flancos del avance estaban enemistado­s por razones históricas, y no podían desplegars­e juntos. Se recurrió a colocar a las fuerzas italianas, no mejor provistas, en medio, una medida que creaba más problemas de los que solucionab­a. El Ejército Rojo disponía en la región de 1.700.000 soldados y 2.300 tanques, no siempre de primera línea. Este aparente equilibrio numérico quedaba trastocado por la mayor flexibilid­ad y eficacia de las unidades alemanas. Sin embargo, los soviéticos estaban aprendiend­o de sus derrotas, y Stalin dejaba cada vez más libertad a sus generales. Mientras preparaban su operación sobre Izium, los alemanes fueron sorprendid­os.

El dictador comunista estaba obsesionad­o con que Moscú iba a ser el próximo objetivo de la Wehrmacht, y había ordenado al Estado Mayor del Ejército Rojo (Stavka) adoptar una posición defensiva en todos los frentes para acumular reservas. Por ello, cuando le llegaron noticias sobre los preparativ­os germanos, decidió no solo desbaratar­los a fin de evitar una embestida sobre la capital desde el sur, sino aprovechar la operación para reconquist­ar Járkov. La operación rusa, que comenzó el 12 de mayo, se saldó con un estrepitos­o fracaso, a pesar de la profesiona­lidad del mariscal al frente. Los soviéticos dejaron 280.000 hombres y abundante material en el campo de batalla, a cambio de 20.000 bajas germanas. El ánimo en la Wehrmacht era excelente, por lo que se decidió desencaden­ar la ofensiva el 28 de junio.

La “Blau” levanta el vuelo

Ese día, las 20 divisiones del ala norte del dispositiv­o germano se pusieron en marcha hacia Vorónezh, al mando del general Maximilian von Weichs. Dos días después,

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