en el cerco
cuando los sudorosos soldados del 6.º Ejército y del 4.º Ejército Panzer comenzaron a divisar el ancho y profundo Volga, observaron, pegada a su orilla occidental, una larga y estrecha ciudad que parecía surgida de la nada. Se trataba de Stalingrado, la antigua Tsaritsin del tiempo de los zares, convertida ahora en un emporio industrial.
Esta conurbación de perfil bajo tenía una única elevación de importancia: la colina Mamayev, un antiguo cementerio tártaro. Curiosamente, carecía de puentes que la conectaran con la otra orilla, suplidos por una variopinta flota de ferris y pequeños barcos que atracaban en sus embarcaderos. Habitada por 600.000 personas, se distinguían en ella dos partes: la industrial zona norte, con grandes fábricas y acerías (que producían cerca del 25% de los blindados de la URSS y otros equipamientos), y un lado opuesto más residencial surcado por avenidas paralelas al río, con grandes bloques de viviendas y hermosos parques. Su clima era riguroso, con agobiantes veranos y gélidos inviernos. Históricamente había sido la puerta de entrada a las estepas asiáticas, pero el régimen estalinista la había convertido en un escaparte de lo que habría de ser la nueva sociedad soviética. De ahí que contara con mejores servicios que otras ciudades de la URSS. Para los estándares de aquella hermética sociedad, era una ciudad en la que se podía vivir razonablemente bien. Pero muy pronto la propaganda alemana le otorgaría una aureola revolucionaria que no merecía, convirtiéndola en un símbolo que marcaría su destino. Esta era la ciudad que habían de conquistar.
la suerte de los civiles
Cuando, el 23 de agosto de 1942, los bombardeos de la IV Luftflotte empezaron a surcar sus cielos, nada o casi nada se había hecho para proteger a su población. Ante la proximidad del ejército enemigo, las autoridades habían movilizado a todos los hombres y mujeres de entre 16 y 55 años. Mientras unos cavaban trincheras y zanjas antitanques, otros eran armados en batallones de trabajadores, a pesar de la falta de fusiles, y las chicas del Komsomol (organización juvenil del PCUS) colaboraban en la defensa antiaérea, en la que desempeñarían un notable papel.
Mientras, en consonancia con lo que era habitual en el régimen, se creaban tribunales sumarios para juzgar la falta de patriotismo. No se habían tomado medidas para evacuar a los no movilizados, a fin de no debilitar la moral. Aquel día, 600 bombardeos dejaron caer su destructiva carga casi sin oposición. Sus bombas incendiarias prendieron sobre las numerosas casas de madera y causaron 40.000 muertos (cifra necesariamente superior a la real, pero que ha sentado cátedra). La ciudad quedó convertida en un humeante montón de ruinas que, a la postre, facilitarían su defensa. Se había pretendido, como en Belgrado, producir el caos y forzar su rendición, y si bien el primer objetivo se consiguió, no así el segundo. Al día siguiente se emitió la orden de evacuación para los civiles no necesarios. Había miedo, y todo el que podía intentaba huir. Para evitar la desbandada, el general Andréi I. Yeremenko no solo hizo destruir un recién acabado puente de pontones, sino que estableció la ley marcial y ordenó que los batallones de la policía política (la temible NKVD) tomaran el control de los embarcaderos. Nadie cruzaría el Volga sin su permiso. La evacuación duraría semanas, porque lo militar tenía clara preferencia sobre lo civil. Además, el retraso en difundir la orden y el avance de los alemanes hicieron que aquella no llegara a todos. Nunca se ha podido establecer cuántos civiles quedaron, aunque muchos de los que tuvieron la suerte de estar en la zona retenida por los soviéticos se las apañaron para ir saliendo poco a poco. Los que no lo pudieron hacer, en su mayoría mujeres y niños, sufrieron lo indecible. Escondidos en sótanos, en las cuevas y barrancos que se abrían en las orillas del Volga o en las mismísimas alcantarillas, pasaron indescriptibles padecimientos. El hambre y la enfermedad, además de las bombas, hicieron estragos. Algunos auxiliaron al Ejército Rojo como enlaces y recibieron magras raciones. Era habitual que diversas unidades adoptaran a algún huérfano perdido. Pero poco más.
Los que quedaron en los sectores ocupados por los alemanes fueron utilizados en labores auxiliares. Numerosas mujeres tuvieron que pagar con su cuerpo las migajas que recibían. Todos estaban sujetos a los designios del invasor. En más de una ocasión fueron utilizados como escudos humanos. Con todo, el Alto Mando envió una orden para que se les expulsara de una ciudad convertida en campo de batalla. Así se hizo. Las razias fueron varias, y se calcula que unos 3.000 civiles fueron ejecutados in situ, y otros 60.000 enviados al Reich como mano de obra. Al concluir la batalla, se encontraron 1.515 depauperados civiles con vida.
TRAS LOS bombardeos ALEMANES, LA ciudad quedó en ruinas, LO que facilitaría Su DEFENSA
comienza la batalla
El ataque alemán siguió al bombardeo. Se trataba de una operación clásica de envolvimiento sobre el perímetro exterior, que tenía como objetivo copar a sus defensores.