Los enemigos más odiados
el miedo y el odio que despertaban los francotiradores soviéticos
Una ciudad
en ruinas es siempre un escenario ideal para los francotiradores, que disponen de mil lugares para emboscarse y acechar a sus presas. Es lo que ocurrió en Stalingrado, donde, si bien los tiradores alemanes desempeñaron un notable papel, fueron los soviéticos quienes dominaron en ese terreno.
No fue algo gratuito. Al comenzar la Segunda Guerra Mundial, la Unión Soviética era quizá el único país del mundo que contaba con un programa de adiestramiento para francotiradores, abierto también a mujeres. Cumplió su función, dotando al Ejército Rojo de un respetable número de buenos tiradores.
durante la batalla
de Stalingrado destacó un antiguo pastor de los Urales: Vasili G. Záitsev (arriba, a la izqda.), que contabilizaría 149 muertos en la batalla, la mayoría con su fusil Mosinnagant M1891/30, dotado de un visor PU –el arma estándar del Ejército Rojo–, aunque algunas fuentes llegan a la cifra de 225. Tras quedar temporalmente ciego por la explosión de una granada, recuperó la vista y alcanzó el grado de capitán.
además de las bajas,
la acción de los francotiradores tenía un efecto desmoralizador sobre el enemigo, pues nadie se sentía seguro. El odio que generaban era tal que, en caso de caer prisioneros, a los francotiradores solía esperarles una muerte terrible. De ahí que no llevaran insignias ni documentos identificativos en combate. Funcionó bien mientras los blindados alemanes tuvieron suficiente espacio en que moverse, pero a medida que penetraron en los arrabales de la ciudad, el panorama comenzó a cambiar. Se trató de algo progresivo, casi imperceptible. Sin embargo, al final, las ruinas provocadas por el terrible bombardeo acabaron por limitar el movimiento de los blindados, y las rápidas operaciones fueron sustituidas por costosos ataques frontales en los que el defensor hacía pagar por cada metro de terreno cedido. Con todo, las cosas iban razonablemente bien para los atacantes. La llegada el 12 de septiembre del general Vasili I. Chuikov como nuevo jefe del 62.º Ejército, encargado de la defensa de la ciudad, iba a cambiar las cosas.
Bajo un duro rostro de campesino, Chuikov no solo encarnaba la voluntad de resistir, sino que era un buen táctico que había estudiado al detalle la forma de luchar del enemigo. Pronto daría prioridad al combate de proximidad, aun a despecho de las bajas, con el fin de anular la superioridad de la Luftwaffe. Tan cerca estaban los combatientes que los aviones alemanes no podían distinguir el bando, y a veces abortaban la misión. Además, hizo fortificar cualquier elemento defendible, de modo que los alemanes tuvieran que luchar no solo por cada casa, sino por cada piso o habitación, defendidos por pequeños grupos de soldados, casi sin impedimenta pero fuertemente armados. Pronto, la pistola, el subfusil, la granada y el lanzallamas se convirtieron en reyes de un combate en que no se dejaba de lado ni la pala ni el cuchillo. En el entramado urbano, el francotirador hacía su agosto, y todo recordaba la lucha de trincheras de la Gran Guerra. El aire de la ciudad pronto quedó convertido en una masa densa y turbia, a causa del polvo de derrumbes, explosiones e incendios. Resultaba muy difícil respirar, y una capa de polvo gris cubría a los soldados, impidiendo su identificación. Y siempre el ruido infernal de las explosiones, que no respetaba la noche, mezclándose con los dolorosos gritos de los heridos que no podían ser atendidos. Chuikov montó constantes contraataques, especialmente de noche, para desgastar a un enemigo que a duras penas podía dormir, e hizo trasladar a su artillería pesada a la otra orilla del Volga. Bien protegida por los antiaéreos, cañoneaba la segunda línea germana desde una posición menos expuesta, que una Luftwaffe cada vez más debilitada nunca pudo silenciar. “Todo soldado alemán –decía Chuikov– debe tener la conciencia de tener un arma soviética apuntándole”. Así era.
En tal contexto, el defensor siempre tenía cierta ventaja, y no es que los alemanes no aprendieran de este tipo de guerra que inicialmente no habían previsto. Es más, llegaron a implicar varios batallones de zapadores especialmente entrenados. Pero la rapidez y la colaboración entre armas que los había hecho casi invencibles no pudieron ser explotadas. Además, pequeños y obsoletos biplanos soviéticos, a veces tripulados por mujeres, aparecían de noche sobre sus líneas, aprovechando que la Luftwaffe no podía intervenir. Solo lanzaban una bomba aquí y otra allá, pero era suficiente para destemplar los nervios del más tranquilo.
Nadie daba cuartel. Se llegó a luchar incluso en las cloacas, y el hecho de que la Estación central de trenes n.º 1 cambiara 19 veces de manos es un claro indicativo de la ferocidad de la lucha. La Blitzkrieg
(“guerra relámpago”) había dado paso a la Rattenkrieg (“guerra de ratas”).
el soldado alemán
Excluidas armas y municiones, un soldado alemán portaba un equipo que pesaba 22 kg. Comprendía desde cubiertos hasta mudas, así como un infiernillo y el botiquín de primeros auxilios. También el omnipresente estuche cilíndrico que contenía la máscara de gas y que solía ser utilizado para guardar cualquier otra cosa. Tras la dramática experiencia del invierno anterior, cuando la falta de una indumentaria adecuada para el frío ruso había causado tantas bajas por congelación, el equipo había mejorado, aunque seguían faltando capotes, guantes y jerséis. Pero en aquel cálido verano de 1942 muy pocos pensaron en ello. En ese momento, el problema era la sed.
CON LA FALTA De Agua, LAVARSE Se convirtió en un Lujo, e hicieron ACTO De presencia LA Disentería y LA SARNA
La falta de agua se agravó al comenzar los combates urbanos, con la destrucción de las estaciones de bombeo, que afectó por igual a ambos contendientes. El agua quedaba restringida a cocinar y beber. Lavarse se convirtió en un lujo, con las consiguientes complicaciones de salubridad. A causa del calor y la falta de higiene y agua, el número de enfermos aumentó. La disentería estaba a la orden del día, mientras bandadas de moscas atormentaban a los hombres con heridas abiertas. Nadie se salvaba de los piojos, y las dermatitis hicieron acto de presencia. Faltaba ropa limpia, y las tropas pasaban semanas sin poderse cambiar. En los últimos días apareció la sarna. El hecho de vivir en oscuros y húmedos sótanos empeoró las circunstancias. Las escasas jornadas en que el sol era capaz de atravesar la densa malla de humo y polvo eran una bendición, pues permitían secar ligeramente una ropa que apestaba a humanidad. Tampoco el problema de la intendencia se había solucionado. Las raciones fueron