Coppet, el Gran salón europeo
el castillo suizo al que todo buen escritor quería ser convocado
Durante el Destierro
suizo, el castillo de Coppet (abajo), rodeado de bellos parajes boscosos frente al río Léman y situado en la población del mismo nombre, en el cantón de Vaud, se convirtió en la prolongación natural del espíritu del salón parisino de madame de Staël. Algunas de sus figuras más habituales fueron el asiduo Benjamin Constant (autor de novelas como Adolphe o Cécile), el filósofo alemán August Wilhelm von Schlegel, el historiador y economista suizo Jean de Sismondi o el también filósofo y polímata suizo Charles Victor de Bonstetten. También pasaron por sus reuniones Wilhelm von Humboldt, Mathieu de Montmorency o Juliette Récamier.
aunque nunca adoptaron
la denominación de “grupo de Coppet”, formaron una asociación intermitente pero fecunda, que desempeñó un importante papel en la difusión de las ideas ilustradas y románticas por toda Europa. En sus reuniones, por las que se calcula que pasaron unas seiscientas personalidades de la élite intelectual europea, se habló del pensamiento de Jeanjacques Rousseau, de cómo las esperanzas de la Revolución Francesa habían dado paso a la decepción del Terror, y también sobre el absolutismo decadente de Napoleón. Stendhal dijo que, aunque duró pocos años, fue mucho más influyente que la mayor parte de las academias, y que había autores que escribían con la esperanza de ser invitados algún día a Coppet.
atrayendo sobre su persona verdaderos estereotipos persecutorios: su sexualidad generosa se tornará monstruosa, su gran inteligencia la hará una suerte de andrógino. Los salones parisienses seguramente ven en ella a una traidora vendida al enemigo, una nueva Autrichienne”. Efectivamente, el sobrenombre de María Antonieta (mezcla de autrichien, “austríaca”, y chienne, “perra”) podría aplicarse también a una mujer como ella, poco amante de seguir la corriente y que, durante su exilio alemán, acrecienta notablemente su germanofilia. La insistente caricatura que la describe “fea y hombruna” refleja más la misoginia de sus contemporáneos que la verdadera naturaleza de Germaine. Incluso Constant, con quien mantuvo una larga y tempestuosa relación, se venga de sus padecimientos amorosos en Cécile, una nouvelle de inspiración autobiográfica que no vio la luz hasta 1951, ciento veinte años después de la muerte del escritor, y en la que buena parte de la desmesura amorosa corre a cargo de madame de Malbée, trasunto novelesco de la Staël.
El otro gran objeto de polémica es su tendencia a dejarse llevar por la pasión amorosa. Los excesos del Versalles del Rey Sol parecen, en plena época ilustrada, actitudes ya superadas, unidas a un pasado decadente. Pero la progresía intelectual asociada a la Revolución Francesa tampoco contribuye demasiado al avance en los derechos de la mujer (no en vano, fue la lectura del informe de Charles Maurice de Talleyrand para la Asamblea Nacional Constituyente, en el que la educación de las mujeres quedaba relegada a los aspectos domésticos, lo que impulsó a Mary Wollstonecraft a escribir su célebre Vindicación de los derechos de la mujer, en 1792). De joven, Germaine se atreve a rechazar a diversos pretendientes, hasta que finalmente se acuerda el matrimonio con el barón de Staël-holstein, diecisiete años mayor que ella. Pero la nueva vida de casada no pone coto al deseo incontenible de la joven. Sus relaciones extramaritales con diversos hombres, como el conde de Narbonne (a quien antes rechazó como pretendiente) o el ya mencionado Constant, contribuyen a acrecentar su imagen pública de femme fatale “virilizada”, que maneja a su antojo a los hombres, a los que supuestamente despoja de su voluntad.
Girard emparenta su figura con un feminismo intelectual avant la lettre que, al final, tras acumular considerables dosis de decepción, incurre en la misantropía, siguiendo el modelo de la célebre sátira de Molière. Algo parecido opina nuestra Emilia Pardo Bazán en El lirismo en la poesía francesa, ensayo publicado en 1900. A través del análisis de novelas como Delphine o Corinne, concluye que la heroína staëliana es siempre víctima de una sociedad dispuesta a reprimir sus ansias de expansión social, política, amorosa o intelectual. La autora de cita para rubricar esta idea a la propia Staël en De la literatura: “En las monarquías, las mujeres que aspiran a la gloria tienen que temer el ridículo; y en las repúblicas, el odio”. La misoginia contra Germaine alcanza cotas obsesivas en el caso de Napoleón. Como ella misma afirma en Diez años de destierro, al emperador le desagradan las mujeres “porque no se someten inmediatamente al temor o la esperanza que él provoca”. Para Bonaparte, estas deben limitarse a procurar conscriptos a la nación. Napoleón la reprende precisamente por sus ansias de libertad. De hecho, son diversos los hombres que le recriminan su capacidad para influir “perniciosamente” en intelectuales como Constant. Pero Staël, que en muchos aspectos es una utopista, también sabe navegar en las aguas de la realpolitik. A aquellos que la hacen responsable de un inflamado discurso pronunciado por el escritor suizo ante el Tribunado, Staël les responde con picardía: “Ciertamente, este amigo era un hombre de un entendimiento muy elevado para atribuir sus opiniones a una mujer”. Como bien señalan Laia Quílez y Julieta Yelin en el excelente estudio introductorio a la edición española de Diez años de destierro, Germaine no infravalora sus opiniones. Al contrario, recurre a la ironía para usar su condición de “mujer desamparada” en legítima defensa; una estratagema verbal que probablemente aprendió en sus años de conversaciones de salón.
Es En muchos aspectos una utopista, pero sabe también navegar En la aguas de la realpolitik
el duelo con napoleón
En Diez años de destierro, madame de Staël trasciende los lugares comunes de