Coqueto arrepentimiento
María Magdalena gozó de una popularidad inusitada en el Renacimiento, y no solo por sus virtudes, sino, sobre todo, por sus defectos. Era una de las pocas santas a las que se podía representar en actitud poco recatada. El escote se compensaba, eso sí, con
a la privacidad de un dormitorio, sino a una sala capaz de recibir invitados. En la refinada sociedad veneciana, el placer apenas necesitaba pretextos. En tiempos de Tiziano, Veronés o Tintoretto, Venecia había dejado atrás su época dorada, pero la aristocracia aún llenaba las arcas de los artistas. “La no escasa can- tidad de dinero que posee miser Tiziano y la mucha avidez que tiene por incrementarla provocan que él, sin prestar atención ni a la obligación que tiene con un amigo ni al deber que conviene a un pariente, solo atienda con especial ansia a quien le promete grandes cosas”, se quejaba Cosme de Médici en una carta. Y añadía, guasón: “Por el momento, aquí tenéis el retrato de mi mismo semblante plasmado por su propio pincel. Ciertamente respira, le laten los pulsos y mueve el espíritu igual que yo lo hago en vida. Y si hubiesen sido más los escudos que le di, los tejidos verdaderamente serían tan lúcidos, suaves y rígidos como corresponde al raso, al terciopelo y al brocado [...].”
¿qué es clásico?
Por supuesto, no era la tarifa lo que impedía a Tiziano dotar a las telas del realismo que le pedía el Médici, sino su propio criterio artístico. A ojos de los florentinos, que valoraban el dibujo por encima de todo, las pinturas venecianas parecían inacabadas. Había que mirarlas de lejos para que las pinceladas cobraran sentido. Esta imprecisión voluntaria confiere a la escuela veneciana más naturalidad que a la florentina. Al fin y al cabo, en la naturaleza no hay contornos definidos. El efecto inacabado buscaba esconder el esfuerzo del artista. Para un veneciano, no había nada más insufriblemente afectado que detallar una cabellera pelo a pelo. La frescura y la ilusión de realidad eran mucho más importantes que los pormenores. Por esta razón, la escuela veneciana ha cargado durante siglos con la etiqueta de menos clásica. Como si únicamente pudieran ser clásicas las composiciones equiláteras de Rafael, las imponentes musculaturas de Miguel Ángel, las estudiadísimas perspectivas de Leonardo. A su manera, los venecianos también aspiraban a hallar y plasmar la belleza ideal, inspirándose en las mismas fuentes grecorromanas. Y no hay mejor prueba de ello que sus retratos femeninos. Las mujeres que los pueblan son, invariablemente, la viva imagen de la Laura de Petrarca. Rizos dorados, piel de alabastro, senos pequeños, rasgos suaves y redondeados. ¿Dónde están las morenas
para los venecianos, en busca de lo natural, la frescura era Más importante que los pormenores
de aire mediterráneo que, sin lugar a dudas, paseaban a diario junto a los canales? Eclipsadas por la dama imaginaria de los trovadores.
Resulta difícil identificar a la mayoría de estas belle veneziane. Algunas parecen retratos idealizados de mujeres reales, posiblemente muchachas de la nobleza inmortalizadas con motivo de su matrimonio. El decoro de la época no impedía pintar a una novia en actitud provocativa, siempre que se sobrentendiera que el destinatario de su coquetería era el futuro esposo. En otras ocasiones se trata de cortesanas, de personajes históricos o mitológicos o de simples alegorías femeninas. En cualquier caso, a medida que avanza el siglo xvi, sus rasgos individuales se van difuminando y todas se asemejan cada vez más entre sí, hasta el punto de confundir a los expertos sobre su autoría. No es raro que un retrato atribuido tradicionalmente a Tiziano resulte ser de Negretti, o viceversa. La estandarización de la belleza femenina no es, desde luego, un fenómeno exclusivo de nuestros días. Las divas del Renacimiento veneciano, expuestas en el Thyssen-bornemisza hasta el 24 de septiembre con otras obras del período, son dignas antepasadas de nuestras modelos.