Historia y Vida

María Teresa

si la icónica sisí se ha convertido en un mito popular, María teresa de austria vuelve al primer plano con motivo de su tricentena­rio. El acontecimi­ento ha propiciado multitud de estudios y exposicion­es en viena y en la Baja austria que contribuye­n a perf

- I. Margarit, doctora en Historia.

Se cumple el tricentena­rio del nacimiento de una monarca que gobernó Austria a caballo entre el Barroco y la Ilustració­n.

aMaría Teresa se la escenifica en el Schönbrunn, con las notas musicales de Mozart de fondo y niños revolotean­do en las salas de palacio. Pero existen otros escenarios menos bucólicos, como los campos de batalla de las contiendas que la monarca libraría para mantener su legitimida­d. Y sus alianzas, a veces contra natura, a fin de preservar el statu quo de la dinastía. Archiduque­sa de Austria, monarca de Hungría y Bohemia, emperatriz consorte del Sacro Imperio, María Teresa no solo fue la primera y única mujer en gobernar los dominios de los Habsburgo. Se convirtió en un referente de la razón de ser austríaca. ¿Cómo se forjó la soberana que estuvo cuarenta años al frente de un amplio conjunto de pueblos y territorio­s e hizo de Viena una de las cortes más brillantes de Europa?

patrimonio en peligro

No fue tarea fácil. Cuando, en 1740, tras la muerte de su padre, el emperador Carlos VI, María Teresa accedió al trono, el Imperio pasaba por un mal momento. Los últimos conflictos bélicos habían mermado el ejército austríaco, las arcas estaban en bancarrota, la peste campaba a sus anchas y la nobleza velaba solo por sus intereses. En este contexto, los rivales exteriores veían en aquella joven de 23 años, sin formación política, la pieza idónea para apropiarse de los codiciados territorio­s de la casa de Habsburgo. Un patrimonio que Carlos VI había tratado de preservar con la promulgaci­ón de la Pragmática Sanción de 1713. Según este edicto, los dominios patrimonia­les de los Habsburgo serían en el futuro indivisibl­es, y a falta de sucesor varón podrían ser heredados por una descendien­te femenina. Esa fue, precisamen­te, la situación que se planteó tras la muerte del primogénit­o de

Carlos VI, en 1716, y el nacimiento, al año siguiente, de María Teresa.

Sin embargo, pese a que Sajonia, Baviera, Francia y Prusia habían refrendado la Pragmática, a la muerte del emperador rechazaron el documento. Es más, Federico II, el rey prusiano, invadió Silesia en el mismo 1740, una región muy poblada y de gran riqueza. Este hecho precipitó la llamada guerra de Sucesión. Tras su victoria en Mollwitz, las pretension­es expansioni­stas de Federico II se incrementa­ron. Un momento crítico para María Teresa. A las maniobras de Prusia se unirían franceses y bávaros, invadiendo los territorio­s occidental­es de los Habsburgo. Pero ella no se amilanó. Jugó con habilidad la política del equilibrio europeo y obtuvo la ayuda de Gran Bretaña, temerosa del engrandeci­miento de Prusia y Francia. La joven archiduque­sa logró también poner de su parte a la nobleza de Hungría. Su coronación como “rey” de los húngaros tuvo lugar en una solemne ceremonia en 1741. Aquel apoyo (como poco después el de Bohemia) sería básico para afianzar su soberanía e inspiraría uno de los mitos fundaciona­les de la doble monarquía de Austria-hungría instaurada en 1867. Pese a estos logros, la casa de Habsburgo recibió poco después uno de sus peores reveses. Carlos Alberto de Baviera fue elegido y coronado emperador del Sacro Imperio Romano. Sin embargo, la situación sería temporal. Su muerte en 1745 propiciarí­a una nueva opción para recuperar la Corona. Puesto que la ley sálica seguía vigente en el Imperio y no podía ser escogida una mujer, María Teresa movió todo tipo de hilos para que la dignidad imperial recayera en su esposo, Francisco Esteban de Lorena, y así recuperar el control del Sacro Imperio. En ello pesó la posición de este como corregente de los estados austríacos, estatus que había alcanzado cinco años antes gracias a una decisión de la soberana. Lo que podría interpreta­rse como un signo de debilidad por parte de ella fue, en realidad, una astuta maniobra para favorecer la elección de Francisco a la Corona imperial. María Teresa se convirtió en emperatriz consorte, pero gobernaría en plenitud, porque el nuevo monarca, poco amante de la acción política, puso prácticame­nte las riendas del poder en sus manos. Él se reservó la parcela financiera y contribuyó a reflotar la economía de la dinastía, que desde su matrimonio se denominarí­a Hasburgo-lorena.

Con los distintos frentes de la guerra de Sucesión todavía abiertos, el objetivo de la soberana era recuperar Silesia y aplastar a Prusia. Pero, como afirma el historiado­r Steven Beller, “cuando esto se demostró inviable, echando por tierra el propósito de la Pragmática Sanción, los Habsburgo se enfrentaro­n a la tarea de adaptar su régimen y fortalecer la base de su autoridad para sobrevivir en la época de la Ilustració­n, un período de racionaliz­ación administra­tiva, de creciente aumento de poder estatal y de desafío racional a la tradición”. Aquel conflicto fue una piedra de toque para María Teresa. Le permitió valorar sus posibilida­des y evidenciar sus carencias. Tras varios vaivenes, en 1748 negoció un tratado de paz en Aquisgrán. Si bien perdía Silesia, lograba salvaguard­ar el grueso de sus estados. Tiempo después, sus deseos de recuperar aquel rico y estratégic­o territorio se vieron frustrados al concluir un nuevo conflicto, la guerra de los Siete Años (1756-63). “Más vale una paz relativa que una guerra ganada”, proclamó. Lo cierto es que el balance de aquella contienda no fue del todo insatisfac­torio, ya que le permitió extender los dominios imperiales a Galitzia y la Bucovina y logró mantener el papel prepondera­nte de Austria dentro del conjunto de potencias europeas.

perpetuar la dinastía

Mientras esto sucedía, la familia aumentaba sin cesar. Como ella misma afirmó: “No sé si me quedará una ciudad donde dar a luz”. De hecho, dirigió en persona la guerra contra Federico de Prusia y entró a caballo en las ciudades estando incluso embarazada. Tuvo dieciséis hijos de su matrimonio con Francisco Esteban, de los que solo diez alcanzaron la madurez. Gracias a esta prolífica descendenc­ia se fraguó su imagen de madre bonachona para la posteridad. Lo cierto es que, con esta numerosa prole, no solo aseguró la pervivenci­a de la dinastía, sino que convirtió a sus hijos en capital dinástico. La política matrimonia­l se empleaba, una vez más, como instrument­o de alianzas estratégic­as para los Habsburgo.

no podía escogerse a una Mujer en el Imperio, y MOVIÓ hilos para que se eligiera a su esposo

Elfriede Iby, comisaria de la exposición “Familia y legado”, en el vienés Museo del Mueble (Hofmobilie­ndepot) hasta finales de noviembre, señala que era una mujer muy conservado­ra: “Todavía creía que los reyes lo eran por derecho divino. Lo terrible, en cambio, era el considerar a los hijos como piezas en un tablero de negociació­n política”. Les educó para esta misión. El ejemplo más palpable fue su obstinació­n por emparentar con el reino de las Dos Sicilias, misión a la que dedicó tres hijas. Las dos primeras murieron de viruela antes del matrimonio con Fernando I. En la misma línea de fomentar las alianzas estratégic­as, concertó el matrimonio de su hija María Antonieta con el futuro Luis XVI de Francia, una unión que acabaría en la guillotina. La correspond­encia cruzada con los hijos instalados en diversas cortes europeas pone de relieve hasta qué punto estaba informada de cuanto ocurría y cómo ejercía su influencia, lo que definiría a María Teresa como una madre controlado­ra y dominante. Ello no fue óbice para significar­se como una mujer familiar, orgullosa de su descendenc­ia (le gustaba mostrarse con ella en retratos como el de Martin van Meytens) y enamorada de su esposo, pese a las infidelida­des de este. Sin restar brillantez a la corte, María Teresa consiguió crear un entorno doméstico íntimo, casi burgués. La familia imperial pasaba el invierno en el Hofburg vienés, palacio en el que nació la soberana en 1717. El edificio había sido adaptado gracias a las reformas iniciadas por su abuelo y concluidas por su esposo. Pero, a nivel constructi­vo, el complejo palaciego que experiment­ó mayor transforma­ción fue el de Schönbrunn, situado a las afueras de la ciudad y convertido, a partir de entonces, en la residencia estival de los Habsburgo. Durante el gobierno de María Teresa se procedió a una importante ampliación del

palacio, obra de Nikolaus von Pacassi, quien ya había trabajado también para la familia imperial en el Hofburg. La decoración y el mobiliario hicieron de Schönbrunn una obra maestra del Rococó austríaco. En el exterior, a los jardines de palacio, ejemplo de arquitectu­ra paisajísti­ca de la época, se sumó la glorieta, erigida en 1775, en la cima de una colina.

Ambos palacios fueron escenario de numerosas ceremonias, veladas teatrales y bailes de disfraces que daban realce a la corte. El carnaval era una de las fiestas preferidas de María Teresa, según relató el conde de Khevenhüll­er en 1743: “Nunca está tan contenta la emperatriz como durante los días en que se mezcla con la muchedumbr­e, disfrazada, de incógnito”. Algo que contrastab­a con la solemnidad y protocolo de las celebracio­nes religiosas. En su vida cotidiana imperaba la disciplina: se levantaba a las seis de la mañana y, tras asistir a misa, despachaba con sus ministros hasta mediodía. La tarde la reservaba para tramitar expediente­s, poner al día la correspond­encia y recibir en audiencia. Era una trabajador­a empedernid­a.

entre dos épocas

En muchos aspectos, la emperatriz representa­ba más el pasado barroco de Austria que la época de reformas que introdujo. Ferviente católica, pese a que su madre había sido protestant­e, mantenía muchos de los prejuicios de la Contrarref­orma, incluyendo su intoleranc­ia hacia la difusión del protestant­ismo entre sus súbditos y su antisemiti­smo. Ejerció un estricto control de la minoría judía y llevó al exilio a unas veinte mil personas, sobre todo de Praga y el resto de Bohemia. Los protestant­es, por su parte, fueron confinados al Banato, Blacka y Transilvan­ia, y solo a finales de 1777 se les permitió la práctica privada de su culto. En línea con los principios del absolutism­o, la soberana defendía que la

una de sus Virtudes era saber escoger y rodearse de buenos asesores, como kaunitz o haugwitz

fortaleza de la Corona se obtenía gracias a la eliminació­n de toda disidencia política y religiosa. Sin embargo, pese a que mantenía buenas relaciones con la Santa Sede, se arrogó la primacía del control del gobierno en las relaciones entre la Iglesia y el Estado, aunque no interfirió en la organizaci­ón de la institució­n eclesiásti­ca. El vínculo con los jesuitas fue complejo. Educada bajos sus dictados, sus ministros la convencier­on de que representa­ban un peligro para la autoridad monárquica. No sin dudas morales, cuando Clemente XIV suprimió la orden, María Teresa confiscó los bienes de la misma. También ejerció una estrecha vigilancia sobre el comportami­ento de sus súbditos a través de una comisión de la virtud con tintes inquisitor­iales. Sin embargo, demostró flexibilid­ad a la hora de adaptar la monarquía de los Habsburgo a los retos de su época. Una de sus virtudes era saber escoger y rodearse de buenos asesores en todos los campos. Su ministro, el conde Haugwitz, modernizó el ejército, cambió la normativa del sistema tributario, emprendió la centraliza­ción del poder político y propició una burocracia más efectiva. La astucia diplomátic­a de otro conde, el de Kaunitz, mano derecha de María Teresa, logró suavizar las relaciones con Francia hasta el punto de conseguir la firma, en 1756, de un tratado de amistad. Sus logros, unidos a la solidez interna conseguida por Haugwitz, propiciaro­n numerosas transforma­ciones y el crecimient­o económico de la casa de Habsburgo, tan mermada en ingresos al inicio de su reinado. Como ejemplo, la puesta en funcionami­ento de los Bancozette­ln (billetes de banco), que permitiero­n mantener las guerras sin necesidad de devaluar, por ello, la moneda. O las inversione­s en empresas de manufactur­as, cuyos resultados serían muy rentables.

No serían esas las únicas reformas que María Teresa puso en marcha. Suya fue la iniciativa de promover un nuevo código civil para el Imperio, el llamado Codex Theresianu­s. Entre otras medidas, se prohibió que se quemaran en hogueras a las mujeres acusadas de brujería y se abolió la tortura. En este mismo código, la pena de muerte fue sustituida por los trabajos forzados. Otra de las acciones de la soberana fue la reglamenta­ción de la educación, único dominio en el que aplicó ciertos principios de la Ilustració­n. María Teresa sentó las bases de una formación escolar elemental para la población infantil. También fue clave en el avance de la sanidad. Para ello contó con su consejero y médico personal, el barón Gottfried van Swieten, quien fundó el Hospital General, creó una nueva escuela de cirugía, reguló la práctica de autopsias e impulsó cambios en la prevención. La principal apuesta de María Teresa fue sustituir la desfasada medicina que se hacía en Viena por otra moderna y científica. Con ese objetivo dio carta blanca a Van Swieten para reclutar

María teresa apostó por sustituir la desfasada Medicina de Viena por otra Moderna y científica

a los mejores especialis­tas europeos. Sin embargo, en este mismo ámbito y como paradoja, tuvo que ser una desgracia familiar la que convencier­a a la soberana de la eficacia de la inoculació­n contra la viruela, pese a la postura contraria de Van Swieten. La muerte de su hija y de su nuera, y su propio contagio (que a punto estuvo de costarle la vida), hizo que decidiera llevar a la práctica este ensayo en dos de sus hijos. Ante el buen resultado, promovió una campaña de inoculació­n en niños con resultados esperanzad­ores.

final amargo

Tras la muerte de Francisco Esteban en 1765, María Teresa quedó desolada. Se había convertido en un puntal para ella. La soberana se cortó su larga melena rubia, vistió de luto durante el resto de su

vida, pintó de negro sus aposentos, se retiró por completo de la vida mundana de la corte y no volvió a acudir a espectácul­os públicos. Sin embargo, mantuvo sus responsabi­lidades políticas. Para asegurar el vínculo del gobierno de sus estados hereditari­os a la Corona imperial, declaró a su hijo José corregente. Pero madre e hijo tuvieron frecuentes desencuent­ros. El joven gobernaba bajo el prisma del despotismo ilustrado, lo que le enfrentaba a los dictados ideológico­s de María Teresa. Esta, por su parte, discrepaba (en especial, en materia religiosa) de las opiniones de su hijo, hasta el punto de amenazar con la abdicación. Sus últimos años estuvieron marcados por estas desavenenc­ias, como reflejaba en una carta escrita a su nuera, en referencia a José: “Ahora no nos vemos nunca, excepto a la hora de la cena. Su humor es nefasto. Por favor, quema esta carta. No hay que dar ocasión al escándalo público”. La salud de la soberana, maltrecha tras la viruela que padeció, se resentía con diferentes achaques, hasta que, en 1780, una pulmonía acabó con su vida.

Una vida dedicada a proteger los dominios heredados y a devolver a la casa de Habsburgo su vocación europea. Un reinado controvert­ido, que reflejó las contradicc­iones de una época a caballo entre el absolutism­o y la Ilustració­n. Defensora hasta la intransige­ncia de la fe católica, su labor reformista fue enorme y sentó las bases de un estado moderno.

Los restos de María Teresa reposan en un espectacul­ar sarcófago de la cripta imperial, junto a los de su querido “Franzl”. Su recuerdo en piedra emerge en la plaza que lleva su nombre en la Ringstrass­e. Para muchos austríacos sigue siendo un símbolo: la mujer que hizo de un imperio en quiebra uno de los más poderosos de la Europa del siglo xviii.

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francisco esteban y María teresa con su familia. Martin van Meytens, c. 1754-55.
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retrato del conde y príncipe de Kaunitzrie­tberg, por Francesco giuseppe casanova, s. xviii.
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el palacio de schönbrunn, en las afueras de viena, residencia de verano de los habsburgo.
 ??  ?? tumba de La emperatriz María teresa. cripta imperial (Kaisergruf­t), viena, austria.
tumba de La emperatriz María teresa. cripta imperial (Kaisergruf­t), viena, austria.

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