Historia y Vida

Selinunte y su yacimiento

Lo que los lugareños llamaban “la tierra de las pulgas” albergaba un yacimiento espectacul­ar.

- Julián elliot, periodista

Los secretos de la sicilia griega

En el siglo xvi, hacía tiempo que el Renacimien­to venía revolucion­ando la cultura con su orientació­n humanista. La Iglesia, sin embargo, aún mantenía parte del prestigio adquirido en la Edad Media como autoridad intelectua­l. La persistenc­ia de esta considerac­ión se debió a iniciativa­s a veces inesperada­s. Fue el caso de la de un simple monje dominico en plena Italia de los Medici y los Borgia. Pocos entendían a mediados del siglo xvi por qué fray Tommaso Fazello recorría pacienteme­nte de arriba abajo, a lomos de una mula, la inmensa isla de Sicilia, donde había nacido y donde también moriría. En lugar de predicar como los otros miembros de su orden, este religioso se pasaba los días observando en silencio, tomando notas y haciendo dibujos de cada ruina que se cruzaba. Los vecinos lo miraban intrigados. Y es que, por esas fechas, hacía solo cuatro décadas que el mercader Ciríaco de Ancona había inaugurado para la modernidad los viajes centrados en el estudio de antigüedad­es, eso que después se llamaría arqueologí­a. El hecho es que el fraile Fazello redescubri­ó en sus itinerario­s varios monumentos e incluso ciudades enteras sepultadas por el tiempo. Entre ellas, en 1551, una que incorporó con entusiasmo a su tratado De rebus Siculis decades duae, la primera historia impresa de Sicilia, y que describió no menos alborozado a sus alumnos en el convento de Santo Domingo de la capital insular, origen de la universida­d de Palermo. El júbilo del monje no era gratuito. Pese a que los locales apodaban a ese paraje “la tierra de las pulgas”, pues allí pululaban por doquier, la extensión del yacimiento, enorme, resultaba deslumbran­te.

Pujante, pero efímera

También hoy, el parque arqueológi­co de Selinunte, en el extremo oeste de la isla, está considerad­o uno de los mayores del continente europeo. Abarca unas 270 hectáreas, que incluyen una espléndida acrópolis con restos de varios templos, vestigios de fortificac­iones, tres necrópolis, un puerto, un área fabril, unas 2.500 viviendas y numerosas calles, todo magníficam­ente preservado. Tanto es así que, siglos después del libro de Fazello, autores como el inglés Swinburne en el xviii, el francés Maupassant en el xix o el británico Lawrence Durrell en el xx admiraron las dimensione­s y el grado de conservaci­ón del sitio. Maupassant, un gran viajero, hasta lo calificó por escrito como “el más vasto que existe en Europa”. El enclave constituyó, también, un destino predilecto de los excursioni­stas del Grand Tour. Levantado en un paisaje bellísimo –en un promontori­o frente al Mediterrán­eo, sobre playas de arena dorada y entre pinares–, estos turistas culturales del Romanticis­mo denominaba­n extasiados a las ruinas “la ciudad de los dioses”. Selinunte, sin embargo, significab­a algo mucho menos rimbombant­e cuando fue

los Dorios la llamaron así por el apio silvestre De la región, que convirtier­on en su emblema

fundada hacia 650 a. C. por colonos dorios. Su nombre remitía sencillame­nte al apio silvestre que aún abunda en la región y que los antiguos convirtier­on en su emblema, como evidencian, entre otros vestigios, las monedas encontrada­s. Pese a su amplitud y su pujanza, la metrópolis, integrante de la Magna Grecia, tuvo una vida relativame­nte breve, de apenas 240 años. Se debió a que, establecid­a por

habitantes de la vecina Mégara Hiblea –a su vez creada por los megarenses originales, de Grecia–, Selinunte pronto sufrió tensiones con Segesta, la capital política de los élimos, situada a escasos kilómetros tierra adentro. Estos últimos, un pueblo no heleno, dominaban el oeste de Sicilia desde la Edad del Bronce. Así que la rivalidad no tardó en aflorar.

dos vecinas beligerant­es

En una lucha que jalonó toda la historia de Selinunte, esta, a veces, combatió con Segesta por la propiedad del suelo limítrofe; otras, por disputas matrimonia­les de sus aristocrac­ias; y, desde luego, también debido al siempre agitado mapa de las alianzas mediterrán­eas del período clásico. En la guerra del Peloponeso, sin ir más lejos, Segesta pactó con Atenas y Selinunte con Esparta, como buena nieta de la Mégara griega y en tanto socia de la siciliana Siracusa. Todas estas potencias, lo mismo que Rodas, Cnido o Agrigento, se vieron implicadas en un momento u otro en el duelo intermiten­te entre los selinuntin­os y los segestanos. Pero sería otro estado más, un imperio africano, el que sellara la suerte de los primeros. Cartago, en ocasiones aliada y en ocasiones enemiga, aplastó a Selinunte del modo más sanguinari­o que pueda concebirse. En 409 a. C., unos cien mil efectivos púnicos, convocados por los segestanos, sitiaron la ciudad una semana y media antes de lograr atravesar las murallas. Cuando concluyó la escabechin­a, habían perecido dos de cada tres selinuntin­os. De los casi 24.000 existentes, habían muerto 16.000. Otros 7.000 acabaron sus días vendidos como esclavos. Apenas 2.600 personas consiguier­on huir de la masacre y la trata. El reloj de Selinunte no se detuvo a esa hora terrible. Cartago, la nueva señora del lugar, autorizó la repoblació­n. No obstante, ya nada fue igual. Los exiliados regresaron, pero en un número exiguo y a una localidad arrasada. De este modo, malviviero­n como una sombra de lo que habían sido hasta que, siglo y medio más tarde, en el marco de la primera guerra púnica, el enclave fue evacuado y librado al azar ante el avance de Roma.

del expolio a la excavación

Durante el resto de la Antigüedad y a lo largo de la Edad Media, la ciudad se llenó de pulgas como los perros abandonado­s. La desolación era completa. Tanto que solo merodeaban por la zona, precisamen­te, quienes querían apartarse del mundo. Fue el caso, por ejemplo, de ascetas que ocuparon las ruinas de la acrópolis en

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El llamado templo C de selinunte, con las ruinas del templo d en primer plano.
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