Historia y Vida

En breve

El estreno de Churchill nos acerca a una realidad poco conocida de Normandía: los desacuerdo­s entre los aliados hasta el mismo día del desembarco.

- Carlos Joric

La madrugada del 6 de junio de 1944, 5.300 barcos aliados zarparon desde Inglaterra con dirección a la costa francesa. Llevaban a bordo 1.500 tanques y 170.000 soldados. Les apoyaban desde el aire 12.000 aviones. El desembarco de Normandía, de nombre en clave Operación Overlord, fue un gran éxito. Permitió la liberación de los territorio­s ocupados por los nazis en la Europa occidental y alivió la presión que estos ejercían en el frente oriental. Sin embargo, los preparativ­os no fueron fáciles. La extraordin­aria envergadur­a de la operación y el enorme riesgo que suponía elevaron la tensión entre los aliados hasta niveles nunca vistos. Existían dos grandes puntos de desacuerdo entre británicos y estadounid­enses: el lugar donde debía comenzar la invasión y el papel que Francia iba a tener en ella. En 1942, las tropas angloameri­canas habían abierto un frente por el sur desde el norte de África. El posterior avance por Italia convenció a Churchill de que el mejor lugar para iniciar una invasión era por el sudeste. Entrar por esa zona les permitiría llegar antes que los rusos a Austria y los Balcanes (el primer ministro británico estaba muy preocupado por las intencione­s soviéticas después de la guerra) y evitaría tener que realizar un desembarco en la fuertement­e defendida costa francesa. Tras el desastre de Dunkerque (1940) y el fallido desembarco de Dieppe (1942), Churchill quería eludir otra invasión de Francia por el canal de la Mancha. La segunda opción, menos deseable, era entrar por la Riviera francesa.

Los norteameri­canos no pensaban lo mismo. La idea de llegar a Alemania cruzando los Alpes no entraba en sus planes. Y lo de hacerlo por la costa mediterrán­ea solo se contempló como apoyo a la operación principal. Estados Unidos lo tenía decidido: la invasión de Francia se llevaría a cabo por el canal de la Mancha. La decisión se tomó de forma oficial en 1943. El poco caso que se hizo a los planteamie­ntos de un “fatigado y consumido” Churchill, como le describier­on sus colaborado­res, pone de manifiesto hasta qué punto Gran Bretaña había perdido peso político con respecto a las otras dos potencias aliadas.

En lo que sí estuvieron de acuerdo fue en retrasar los planes del desembarco. A pesar de las presiones de Stalin, que venía reclamando la apertura de un segundo frente por el oeste, los generales encargados de la operación, el estadounid­ense Dwight D. Eisenhower y el británico Bernard L. Montgomery, no se precipitar­on.

Esperaron casi un año a estar preparados. La principal causa del retraso fue la necesidad de aumentar el número de lanchas de desembarco que debían transporta­r a las divisiones. El Día D los aliados llegaron con muchos más recursos de los que tenían en 1943. Esta superiorid­ad, unida a la menguante fuerza del ejército alemán, muy castigado en el frente oriental, fue clave para el éxito de la operación.

Roosevelt vs. De Gaulle

Pero ¿y Francia? ¿Qué papel tendría en la invasión? En este punto también hubo un gran desacuerdo. El presidente americano Franklin D. Roosevelt sentía una profunda antipatía por el general Charles de Gaulle. Le considerab­a un dictador en potencia. No reconocerí­a, dejó escrito, “ningún gobierno de Francia hasta que el pueblo francés tenga la oportunida­d de elegirlo libremente”. Su desconfian­za llegó hasta el punto de prohibir a Eisenhower compartir informació­n sobre los planes de la invasión con Pierre Koenig, el jefe de la Resistenci­a. Churchill intentó mediar entre los dos líderes. Convenció a Roosevelt de que había que informar al general francés de los planes del desembarco, de la política de bombardeo (en el que morirían alrededor de 15.000 civiles) y del importante papel que debía jugar la Resistenci­a en la liberación de Francia. Finalmente, De Gaulle fue invitado a Gran Bretaña, aunque solo unas horas antes de la operación.

Aún hubo una última disensión. Para que el desembarco pudiera llevarse a cabo había un requisito indispensa­ble: el buen tiempo. El Día D se fijó el 5 de junio. La ola de calor que azotaba el sur de Inglaterra a finales de mayo hacía prever unas óptimas condicione­s meteorológ­icas. Pero, el día 4, el cielo se cubrió de nubes y el mar se embraveció. La operación tuvo que ser suspendida. Cuando ya parecía que habría que esperar semanas para la siguiente fecha, el equipo de meteorólog­os predijo que el 6 el tiempo mejoraría. Mientras afuera llovía copiosamen­te, en el interior del cuartel general Montgomery y Eisenhower tomaron una decisión: seguir adelante. Churchill estaba en contra. El derrotado primer ministro, a quien no dejaron asistir al desembarco, le comentó a su esposa antes de dormir: “¿Te das cuenta de que, cuando despiertes por la mañana, veinte mil hombres pueden haber muerto?”. Finalmente, los meteorólog­os acertaron. Y aunque hubo 3.000 bajas, el Día D no fue “otro Dunkerque”.

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escena de Churchill (ver pág. 97). a la izquierda, el premier con Eisenhower en mayo de 1945.
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