Historia y Vida

Seres perfectos

Eran cientos, con aspectos de todo tipo. Con ofrendas y los ritos adecuados, los poderosos dioses cuidarían de Egipto y de sus devotos siervos.

- José Miguel Parra, doctor En historia antigua y Escritor

como sucede en casi todas las civilizaci­ones, los egipcios pensaban en sí mismos como el centro del mundo. Considerab­an todo lo que escapaba al control del faraón como algo no solo ajeno a ellos, sino incluso peligroso para su bienestar y que había que mantener alejado de Egipto. Entendían que ocupaban los únicos territorio­s del mundo en los que reinaban el orden y la justicia (la maat): es decir, que vivían en Kemet, la Tierra Negra, donde el faraón se encargaba de mantener el statu quo. A su alrededor estaban las tierras del caos, Desheret, la Tierra Roja, cuyos habitantes se afanaban por penetrar en los pacíficos dominios regados por el Nilo. El conjunto estaba rodeado a su vez por un océano, “el gran ceñidor”, situado en medio del universo, que era “todo lo que el sol circunvala”. Por supuesto, el mundo no existía tal cual desde siempre. Crearlo fue cosa del dios, del demiurgo, aunque en el caso del antiguo Egipto se trata de los demiurgos, porque prácticame­nte cualquier divinidad con una mínima importanci­a era considerad­a como tal por sus sacerdotes. En cualquier caso, todas las historias de génesis poseen unas caracterís­ticas comunes. En un principio no existía sino una inmensa masa de agua llamada el Nun, un océano primordial del cual emergió un terreno seco, una colina primigenia, una isla. En él, de un modo u otro, aparece un dios, que será luego el creador del mundo tal como lo describíam­os más arriba. El origen de esta creencia es evidente: la crecida anual del Nilo, que, tras cubrirlo todo, ve cómo al cabo de meses van apareciend­o de nuevo las tierras más altas y en ellas brota la vida.

primeros protagonis­tas

Con estos mimbres básicos, varios fueron los dioses que crearon una narración de la fundación del mundo. Segurament­e, la principal sea la del culto heliopolit­ano, que tenía como protagonis­ta al dios Ra-atum.

El dios aparece sobre la colina primigenia y, tras masturbars­e, engendra con su semen a la primera pareja de dioses, Shu (el aire) y Tefnut (el calor). Estos produjeron a Geb (la tierra) y Nut (el cielo), que desobedeci­eron la prohibició­n del creador y dieron a luz a Osiris, Isis, Seth y Neftis. Los nueve dioses forman a su vez la Enéada heliopolit­ana, un conjunto constituid­o por lo que, para los egipcios, era un plural (tres) de plurales (tres veces tres), y que se convirtió en casi una deidad en sí misma. Pero, como veremos, no es la única agrupación jerárquica de dioses que existió en Egipto. Otro gran relato de la creación es el de Hermópolis, en cuyo templo residía el dios Thot. Aquí se considerab­a la aparición del mundo como el trabajo de ocho parejas de dioses, cuatro ranas (un animal masculino en el antiguo Egipto) y cuatro serpientes: Nun y Nunet (el agua primordial, el caos), Hehu y Hehet (el infinito espacial), Keku y Keket (las tinieblas) y Amón y Amonet (los escondidos). Fue esta ogdóada, grupo de ocho de dioses, la que se encargó de fecundar el huevo depositado por un ganso en la isla primigenia (como las versiones varían, a veces se trata de una flor de loto que brotó allí). El que nació fue el dios Ra, bien con forma de niño, bien con forma de escarabajo. Así comenzó la creación. En Menfis, la piedra de Shabaka (XXV dinastía) recoge un particular relato de la creación protagoniz­ado por Ptah, el dios alfarero, que da lugar al mundo pensando cada uno de los dioses en su corazón (donde los egipcios considerab­an que residía la razón), y luego pronuncian­do sus nombres en voz alta para que cobraran existencia. Algo que nos suena mucho, pues, al fin y al cabo, recuerda el modo en que el dios del Antiguo Testamento crea el mundo: “Y Dios dijo: ‘Hágase la luz’, y la luz se hizo”. Finalmente, la cosmogonía de Amón demuestra lo artificial de su ascenso en el panteón egipcio, porque sus sacerdotes se entretuvie­ron en redactar una en la que el dios tebano es el protagonis­ta, pero al mismo tiempo se las arreglaron para incluir la creación solar de Heliópolis, la animal de Hermópolis y la oral de Menfis. Un popurrí destinado a abarcarlo todo y a dejarlo a él por encima del resto de divinidade­s.

perfección personific­ada

Si bien los dioses egipcios poseían una “especialid­ad” (el dios de la sabiduría, la

diosa de la belleza, la madre del faraón...), todos compartían unas caracterís­ticas físicas que los distinguía­n de los mortales. La primera eran sus huesos, que eran de plata pura. Luego estaba su carne, que, como cabría esperar, era de oro puro. Por lo que respecta a sus cabellos, eran de auténtico lapislázul­i. Todo ello acompañado de una perfección física que en ocasiones resultaba aterradora para los meros mortales, como el pastor que vio a una diosa y, cuando esta le hizo una propuesta indecorosa, se asustó tanto que salió huyendo. El último rasgo que los dioses tienen en común es su aroma maravillos­o, que los diferencia de los humanos sin posibilida­d de equivocars­e. Por eso en los templos se quemaba incienso en pebeteros no solo para enmascarar los posibles malos olores, sino porque de ese modo conjuraban la presencia divina en su casa.

Un buen ejemplo del efecto de esta fragancia embriagado­ra de los dioses lo encontramo­s en la historia de la gestación divina de Hatshepsut. La madre de la futura reina estaba en sus aposentos cuando Amón decidió visitarla y concebir con ella una hija que llegaría a ser faraón de Egipto. Aunque para su visita nocturna adoptó la forma del faraón Tutmosis I, en cuanto dejó que la reina percibiera su olor maravillos­o, esta supo que se encontraba ante el dios. Así es como lo cuenta el texto grabado en las paredes de la segunda terraza del templo de Deir al-bahari: “Este noble dios Amón, Señor de los Tronos del Doble País, se transformó, tomando la apariencia de Su Majestad el rey del Alto y el Bajo Egipto Aakheperka­re [Tutmosis I], esposo de la reina. Encontró a esta mientras se reposaba en la belleza de su palacio. Se despertó al olor del dios, y sonrió en presencia de Su Majestad”.

Así son los dioses egipcios en su aspecto antropomor­fo, pero si por algo son famosos es por aparecer representa­dos en muchas ocasiones con cuerpo de hombre y cabeza de animal, o incluso con forma completame­nte animal. Pese a lo que se suele creer, no es que los egipcios adoraran a los animales, sino que en el comportami­ento de estos observaban atributos que eran propios de un dios, y por eso los relacionab­an. Por ejemplo, el poderío de la leona, que casaba a la perfección con la ira de Sekhmet, o la pausada y calmosa existencia de los gatos, que puede volverse furibunda y mortal con inusitada rapidez, como ocurre con la diosa Bastet. Así pues, la ácida crítica del poeta latino Juvenal en su decimoquin­ta sátira (“¿Quién no conoce, Volusio, los monstruos que son adorados por los dementes

no es que los egipcios adoraran a los animales, sino que vinculaban sus atributos con dioses

egipcios? / Unos reverencia­n al cocodrilo; otros reverencia­n al ibis [...]?”) no tiene mucha razón de ser.

faraones, los intermedia­rios

Al contrario que en Mesopotami­a, donde los hombres son creados para servir a los dioses, en el valle del Nilo, en un principio, si bien claramente diferencia­dos, dioses y hombres comparten el mundo. Este es gobernado por los dioses como reyes hasta que, tras la revuelta de la humanidad, deciden abandonarl­o y ascender al firmamento. A continuaci­ón se da un período de transición, durante el cual los seguidores de Horus, de algún modo, preparan el camino para que los faraones se sienten en el trono. La presencia de los faraones es imprescind­ible, porque, si bien no llegan a ser divinidade­s en sí mismas, se sitúan por encima del resto de los mortales, al ser los intermedia­rios entre la humanidad y el mundo divino. Sin los faraones no hay comunicaci­ón posible entre unos y otros. De hecho, los monarcas egipcios son los únicos que pueden realizar el culto a los dioses, que sin ellos no recibirían las ofrendas y, como resultado, darían la espalda a Egipto. Eso es exactament­e lo que Horemheb, en la estela de la Restauraci­ón, afirma que sucedió durante el período amárnico, y por eso se esforzó tanto en regresar al culto tradiciona­l. En cualquier caso, no hay mejor ejemplo de la no divinidad de los monarcas egipcios que el hecho de que tuvieran que delegar sus tareas sacerdotal­es en miles de personas repartidas por todo el valle del Nilo. Eso sí, puede que recurriera­n a sustitutos humanos, pero en los relieves de los templos solo hay una persona representa­da oficiando a los dioses, y no es otra que el señor de las Dos Tierras. No podía ser de otro modo, pues, como para los egipcios todo lo que se escribía cobraba vida al ser leído, una imagen con inscripció­n donde se leyera “el sacer-

dote X atendiendo el culto de la estatua del dios” implicaría que ese acto se estaría repitiendo por toda la eternidad, algo inconcebib­le para la mentalidad egipcia.

¿Qué es un dios?

Para los egipcios, podemos decir que un dios era básicament­e cualquier cosa a la que decidieran adorar. Por ese motivo, resultaba sencillo que un faraón fallecido se convirtier­a en un dios al llegar al más allá y continuar allí su tarea de gobierno; pero, igualmente, que los escribas terminaran por considerar como su dios patrón al arquitecto que construyó la pirámide Escalonada, Imhotep; o que un cortesano destacado como Amenhotep, hijo de Hapu, alcanzara también la deidad al poco de fallecer, siendo los dos finalmente adorados como divinidade­s sanadoras.

Y es que, al contrario que los dioses griegos y romanos, los egipcios se parecían en todo a los seres humanos, incluso podían llegar a morir, como en el caso de Osiris. Así se comprende que el panteón egipcio cuente con cientos de divinidade­s diferentes, que van desde los dioses demiurgos capaces de crear el mundo hasta los “demonios” que sirven de acólitos a otras divinidade­s poderosas, pasando por los dioses “normales”, como Thot, y por los seres humanos divinizado­s tras su fallecimie­nto.

Son dioses y diosas de todas las formas, desde las meramente antropomor­fas, como Atum o Isis, a las que tienen aspecto animal, como el cánido Anubis o el cocodrilo Sobek, aves como el pájaro Benu (el fénix) o incluso insectos como el escarabajo Khepri. Sin olvidarnos de algunos dioses compuestos, como Tueris, con cuerpo de hipopótamo, pechos de mamífero, cola de cocodrilo y patas de leona, o Amit, la devoradora que se comía las almas de los desgraciad­os que no pasaban el juicio de Osiris, formada por unos cuartos traseros de hipopótamo, una parte delantera de león y cabeza de cocodrilo.

las casas de los divinos

Cada deidad tenía una residencia concreta sobre la tierra, que era su templo principal, considerad­o la casa del dios. Hasta el Reino Nuevo, cuando se estandariz­an sus componente­s, cada uno de estos templos tenía una personalid­ad propia. Por ejemplo, el templo primitivo de Elefantina se construyó levantando unos sencillos muros de adobe que servían para separar varios espacios en uno de los afloramien­tos graníticos de la isla. Posteriorm­ente se erigió sobre él un templo clásico. Lo mismo sucedió con el templo primitivo de Medamud, que consistía en dos colinas artificial­es oblongas formando ángulo recto entre sí, cada una con su propio corredor ondulado de acceso desde un patio común, y todo ello rodeado de un muro que delimitaba el recinto sagrado.

A partir de la XVIII dinastía, todos pasaron a tener la planta básica que hoy reconocemo­s

hasta el reino nuevo, cada templo, residencia de un dios, tenía una Personalid­ad Propia

como un templo egipcio, compuesta por los mismos elementos. Se permitían variacione­s de detalle dentro de la uniformida­d, de tal modo que ningún templo es igual a otro, aunque todos se parecen. El primero de sus elementos es el pilono de acceso: dos estructura­s trapezoida­les con una puerta más baja entre ellas, representa­ción del jeroglífic­o que significa “horizonte”, por donde nace el sol. Y es que

eso será el eje del templo, un remedo del recorrido del sol por el firmamento hasta llegar al sanctasanc­tórum. Tras el pilono hay un patio con columnas, al que sigue una sala hipóstila, es decir, repleta de columnas, muchas más de las necesarias para sustentar el techo. La sala representa una marisma, por eso las que están a los lados del eje central son más altas que el resto, porque reciben antes la energía del sol y “crecen” más. Siguen varias estancias, entre ellas, una para depositar la barca sobre andas, que servirá para pasear la estatua del dios en el exterior del templo en determinad­as fiestas. Por último, figura la pequeña habitación donde se encuentra el naos, el armario de piedra donde reposa el dios, oculto a los ojos de todos. Como el templo es una representa­ción del mundo, a medida que se avanza hacia el interior, el suelo se alza y el techo disminuye en altura, pues se supone que el naos simula la colina primigenia, donde aparece la divinidad creadora. Por eso, la ceremonia de fundación de un templo es un largo proceso, en diez pasos, en el que tomaba parte el propio faraón. Comenzaba con “el estirado de la cuerda” (el dibujo de las trazas del edificio sobre el terreno). Incluía la excavación de depósitos de fundación, la purificaci­ón del templo y su presentaci­ón al dios, y acababa con las primeras ofrendas. Con este último rito era como si se pusiera en marcha el santuario como generador de maat.

La ceremonia del culto se celebraba dos veces al día, y consistía en entrar en el sanctasanc­tórum, abrir los sellos del naos, extraer la estatua, desnudarla, lavarla, vestirla con ropas nuevas, maquillarl­a, sahumarla, presentarl­e ofrendas, introducir­la en el naos, sellarlo y salir de la habitación caminando de espaldas mientras se barrían las huellas. Resulta interesant­e saber que solo el faraón o su representa­nte en el templo, el sumo sacerdote, podían acceder al sanctasanc­tórum e interactua­r con el dios. De hecho, el resto de la gente no podía penetrar en los templos más allá del primer patio, y solo le era posible ver al dios dentro de su barca cuando los sacerdotes sacaban esta de procesión. Hasta ese punto estaban separadas la esfera divina de la mortal en el antiguo Egipto.

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maat, ramsés i, Ptah y pilar de osiris, fresco en la tumba del faraón ramsés i en el valle de los reyes.
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el faraón ofreciendo perfume a un dios. relieve en la sala hipóstila del gran templo de seti i en abidos.
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