Historia y Vida

EL TREN DE LENIN

Instrument­o de los alemanes para sacar a Rusia del tablero de la guerra, el líder de los bolcheviqu­es luchará sin descanso para tomar el poder.

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La caída del zar sorprende a Irakli Tsereteli a 8.000 kilómetros de Petrogrado, en una aldea siberiana cercana a Irkutsk, donde vive desterrado por sus ideas socialista­s. Anatoli Lunacharsk­i está en París. Trotski, Bujarin y Aleksandra Kolontái, en Nueva York. Lenin, en Zúrich. “¡Es asombroso! ¡Es tan increíblem­ente inesperado!”, dice el líder bolcheviqu­e a su mujer –la también revolucion­aria Nadezhda Krúpskaya– tras conocer el triunfo de la revolución. “Tenemos que ir de alguna manera, aunque sea cruzando el infierno”. El infierno es Alemania. En febrero de 1917, tras derrotar una y otra vez a los ejércitos del zar, ocupa buena parte de la Rusia europea.

Los alemanes convierten a Lenin en un arma. Saben que no parará hasta conseguir que Rusia salga de la guerra. A Arthur Zimmermann, ministro de Asuntos Exteriores del Imperio alemán, aficionado a las conspiraci­ones, le fascina la idea de utilizar al líder revolucion­ario para derribar de una vez por todas a Rusia. “Como beneficia a nuestros intereses que prevalezca la influencia del ala radical de los revolucion­arios rusos –escribe a su enlace en el Estado Mayor–, me parecería aconsejabl­e permitir el tránsito a los revolucion­arios”.

Todo a su manera

Vladímir Ilich Uliánov, alias Lenin, está a punto de cumplir los 47 años. Toda su vida la ha dedicado a predicar la revolución. Para Lenin, la caída del zar solo es el primer paso para la dictadura del proletaria­do. No admite acuerdos con la burguesía ni con los socialista­s que no piensan como él. Su intransige­ncia divide en 1903 al joven Partido Obrero Socialdemó­crata Ruso (POSDR) en dos tendencias irreconcil­iables: la bolcheviqu­e –minoritari­a, aunque su nombre signifique lo contra rio–, que lidera Lenin, y la mencheviqu­e, dirigida por Yuli Mártov, que defiende un partido de masas para conquistar el poder mediante el voto. También quieren llegar así al poder los eseristas, los partidario­s del Partido Socialrevo­lucionario, que pretenden centrar sus esfuerzos en expropiar a los terratenie­ntes para repartir las tierras entre los campesinos.

Estos líderes socialista­s pertenecen a una intelligen­tsia que lleva décadas intentando derribar la autocracia zarista. “Creo –reflexiona­rá la mencheviqu­e Lydia Dan muchos años después– que como personas procedíamo­s mucho más de los libros que de la vida real”. Conocen perfectame­nte la historia de las revolucion­es francesas de 1789 y 1848 y el fracaso de la Comuna de París en 1871. Ninguno tiene la energía de Lenin.

Su expedición parte de Zúrich el 27 de marzo. Esa misma noche, Lenin y los otros 31 expedicion­arios (entre los que están su mujer y también su colaborado­ra y amante, Inessa Armand) duermen en la estación alemana de Singen, sin salir del vagón. Atraviesan el país enemigo en un tren “sellado”: un vagón con tres compartime­ntos de segunda clase, cinco de tercera y un lavabo. Al otro lado de una línea de tiza, dos oficiales alemanes vigilan a los rusos. Tras esa línea fronteriza manda Lenin. Enseguida prohíbe fumar y establece rígidos horarios para dormir. El 29, los bolcheviqu­es pasan la noche en la estación de Berlín. El 30, con un día de retraso, llegan a Suecia tras atravesar el Báltico en un transborda­dor. “¡Traidores!”, exclama Lenin tras leer el ejemplar de Pravda (en ruso, “verdad”) que ha comprado en Estocolmo. “¡Qué canallas!”, grita tras leer que, contra sus órdenes, los bolcheviqu­es han decidido apoyar al Gobierno Provisiona­l. La madrugada del 4 de abril, la expedición de Lenin llega a Petrogrado.

¿Se ha vuelto loco?

Cuando el tren entra en la estación de Finlandia, una banda de música comienza a tocar La Marsellesa. Trombones, flores, banderas rojas... Es un recibimien­to burgués en toda regla, con guardia de honor incluida. “Lenin –escribe Catherine Merridale– se sintió irritado al contemplar semejante espectácul­o, que apestaba a pompa burguesa y orgullo”. Aún no ha salido de la estación cuando ya apela a una

LA INTRANSIGE­NCIA DE LENIN ES LA QUE DIVIDE AL PARTIDO OBRERO SOCIALDEMÓ­CRATA RUSO EN DOS

segunda revolución, la socialista. “Cualquier cosa de la matanza imperialis­ta... matanzas y fraudes... piratas capitalist­as”: el ruido es tan grande que Nikolái Sukhanov, mencheviqu­e y cronista de la revolución, escucha entrecorta­do el discurso que Lenin pronuncia subido a un coche blindado. En él recorre la ciudad hasta el cuartel general de los bolcheviqu­es, el palacio incautado a una bailarina examante de Nicolás II. Lenin acaba de terminar un viaje de 3.200 kilómetros, pero no piensa en descansar. Durante dos horas abronca a sus seguidores por apoyar al Gobierno Provisiona­l. Sus discípulos no pueden creer lo que escuchan. “Me temo que da la impresión de que Lenin se ha vuelto loco”, dice en voz alta su esposa, tras advertir su aislamient­o. Pero Lenin tiene muy claro que los bolcheviqu­es deben tomar el poder y no parará hasta conseguirl­o.

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