DE LA UTOPÍA AL TERROR
Lenin y los suyos aplastarán tanto a los contrincantes como a los que intentan rescatar la revolución.
Las balas de su revólver están envenenadas con curare. Fanny Kaplan quiere matar a Lenin. La tarde del 30 de agosto de 1918, el líder bolchevique acude a la fábrica Mijelson, al sur de Moscú, para arengar a los trabajadores. Sabe que unas horas antes un eserista ha asesinado al jefe de la Cheka de Petrogrado. Kaplan burla a los guardaespaldas de Lenin y dispara tres veces contra él. Su primer disparo falla. El segundo alcanza a Lenin en el cuello. El tercero le atraviesa el pulmón izquierdo. “Lo considero un traidor a la revolución”, dirá la joven eserista tras ser detenida. Pese a la gravedad de sus heridas, Lenin se recupera rápidamente. “Para sus camaradas –escribe Richard Pipes– fue un indicio de cualidades sobrenaturales”. Fanny Kaplan es ejecutada sin juicio. El 4 y el 5 de septiembre, dos decretos de los comisarios de Interior y Justicia inician el llamado Terror Rojo. Miles de eseristas son detenidos, pero también burgueses y oficiales. “Debemos ejecutar no solo al culpable. La ejecución del inocente impactará a las masas incluso más”, declara Nikolái Krylenko, presidente del Tribunal Revolucionario.
La guerra civil
Quienes escapan al Terror Rojo se exponen también al Terror Blanco. La contrarrevolución está liderada por los generales Mijaíl Alexéev y Lavr Kornílov. Las potencias occidentales arman y visten a sus hombres y envían miles de soldados para proteger sus retaguardias. “Hay que estrangular el bolchevismo en su cuna”, declara Churchill. En el verano de 1919, las tropas del general Denikin amenazan Moscú, mientras las del general Yudénich y el almirante Kolchak avanzan hacia Petrogrado. Pero el Ejercito Rojo, creado por Trotski, las vence en todos los frentes. Profundamente antisemitas y conservadores, los blancos son incapaces de ganarse el apoyo de unos campesinos que también rechazan a los bolcheviques. “No llevamos el perdón y la paz, sino solo la espada cruel de la venganza”, reflexionará el derrotado general Wrangel, el último líder militar de los blancos. A mediados de noviembre de 1920, una flota heterogénea parte de Sebastopol rumbo a Constantinopla con casi 150.000 soldados, mujeres y niños. La revolución ha vencido a los contrarrevolucionarios, pero ¿qué revolución? “En los suburbios [de Petrogrado] hay una miseria espantosa –escribe Jacques Sadoul en abril de 1918–. Epidemias: tifus, viruela, enfermedades infantiles. Los bebés mueren en masa”. Para alimentar a las ciudades, Lenin ordena requisar a los campesinos sus víveres y provoca una revuelta que llegará hasta el corazón de la revolución, la base naval de Kronstadt. Hartos de los abusos que sufren sus familias campesinas y obreras, los marineros reclaman “raciones iguales para todo el pueblo trabajador” y “libertad para los campesinos para cultivar la tierra”. El 1 de marzo de 1921 se reúnen para elegir un nuevo Sóviet. Han vuelto a febrero de 1917. La represión bolchevique no tendrá piedad con ellos. Trotski ordena el arresto de sus familias. El asalto de la base comienza el 7 de marzo, Día de la Mujer Trabajadora (en febrero de 1918, Rusia pasó del calendario juliano al gregoriano). “Al llevar a cabo la Revolución de Octubre, la clase trabajado ra tenía la esperanza de conseguir su emancipación –declara el Comité Revolucionario de Kronstadt–. Pero el resultado ha sido una esclavización incluso mayor de los seres humanos”. El 17 de marzo, tras varios asaltos frustrados, la fortaleza cae.
Descomposición
Los bolcheviques han vencido a todos sus enemigos. El coste ha sido terrible. Diez millones de personas mueren entre 1917 y 1922 víctimas de la revolución, la guerra civil, el hambre, las enfermedades, la represión... Cientos de miles se han exiliado. En mayo de 1922, Lenin sufre un infarto que le deja sin habla. En diciembre, otro ataque paraliza la mitad de su cuerpo. En la nueva URSS, que nacerá ese mismo mes, millones quedan excluidos de la nueva sociedad y viven una existencia semilegal. Sin acceso a viviendas, a trabajos, a atención médica, “eran como pajarracos sueltos, expuestos al arbitrio de cualquier denunciante o de las autoridades”, escribe el historiador alemán Karl Schlögel. ¿Piensa en ellos Jacques Sadoul cuando escribe estas líneas?: “... como dice Lenin, cuando muere la vieja sociedad no se puede clavar el cadáver en el féretro y meterlo en la tumba. Este cadáver se descompone
LOS TRABAJADORES DESEABAN SU EMANCIPACIÓN, PERO LA ESCLAVIZACIÓN HA SIDO INCLUSO MAYOR
a nuestro alrededor”. Frente a los vencidos está los primeros ejemplares del “Homo sovieticus”. “Tenemos que convertir a la joven generación en una generación de comunistas –declara en 1918 Lilina Zinóviev, una de las precursoras de la educación soviética–. Los niños, como la cera blanda, son muy maleables, y deberían ser moldeados para convertirse en buenos comunistas [...]. Tenemos que nacionalizarlos [...]. Obligar a la madre a entregar a su hijo al Estado soviético: esa es nuestra tarea”. Crecerán en una sociedad sin clases, adorarán a Lenin, temerán a Stalin. En 1937, mientras la utopía socialista seduce a cientos de intelectuales occidentales, Stalin ordena el arresto de casi dos millones de personas. Un millón trescientas mil acaban en campos de concentración. Setecientas mil son ejecutadas, entre ellas, los antiguos compañeros de revolución.