Historia y Vida

Primera plana

CHINA-ESPAÑA

- G. Toca Rey,

Se cumplen 45 años del restableci­miento de las relaciones diplomátic­as. periodista.

Ha sido un viaje lleno de sorpresas. China y España empezaron el singular baile de sus relaciones con la bendición de dos líderes absolutame­nte incompatib­les (Franco y Mao); fue el gobierno del PSOE de Felipe González, con una democracia recién estrenada, el que apoyó al régimen chino tras la represión de los demócratas en Tiananmén; y fue, por fin, el presidente español que más ha defendido la unipolarid­ad estadounid­ense, José María Aznar, el primero que fomentó sistemátic­amente las relaciones con China porque preveía un mundo multipolar. El gigante asiático se ha convertido en una de las escasas líneas de continuida­d que han compartido todos los gobiernos españoles en su política exterior desde los años setenta. Cuando Gregorio López-bravo llegó al Ministerio de Exteriores en 1969, tenía clara su misión. España debía integrarse cada vez más en el bloque occidental y abrirse al resto del mundo, incluidos los países socialista­s, la Unión Soviética y China. Aunque el presidente del gobierno, Luis Carrero Blanco, estaba en contra de cualquier acercamien­to a los “rojos”, Franco dio su bendición.

Pero antes de lanzarse a una negociació­n con Pekín en contra de los deseos de Carrero y sus poderosos aliados en el régimen, López-bravo necesitaba ver que Estados Unidos y las principale­s potencias democrátic­as europeas establecía­n relaciones diplomátic­as con China o caminaban claramente en esa dirección. También era fundamenta­l cerrar, por fin, un acuerdo importante con la Unión Soviética, con la que mantuviero­n contactos formales desde la apertura de su delegación oficiosa en Madrid en 1969. Creían que, ante las evidentes tensiones entre Pekín y Moscú, cualquier negociació­n de envergadur­a con China impediría o retrasaría las conversaci­ones con Moscú. En 1972, todo eso se había resuelto. Estados Unidos había aceptado que la China maoísta ocupase un sillón en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas en detrimento de Taiwán, y Richard Nixon había visitado a Mao en Pekín. En paralelo, Francia, Italia, Reino Unido y Alemania Occidental habían abierto sus primeras embajadas en la capital del gigante asiático, en un lento goteo, durante los ocho años anteriores. Por último, España y la Unión Soviética habían conseguido firmar un acuerdo de comercio exterior que establecía misiones comerciale­s oficiales y permanente­s en las capitales respectiva­s. A finales de 1972, después de algunos gestos diplomátic­os de simpatía con el gigante asiático, Gregorio López-bravo puso en marcha las negociacio­nes secretas con China en París. Los franquista­s tuvieron que renunciar al reconocimi­ento diplomátic­o de Taiwán, un viejo aliado ideológico, pero el acuerdo apenas tardó unos meses en alcanzarse. Carrero Blanco fue informado, por primera vez, en el Consejo de Ministros del 12 de marzo de 1973, pocas horas después de que el pacto se hubiera firmado en París. López-bravo, que había cumplido su misión, fue relevado por Carrero solo tres meses más tarde.

En democracia

Las relaciones entre Pekín y Madrid apenas tuvieron contenido hasta que los reyes españoles visitaron la capital del gigante asiático en 1978, y Felipe González, ya como presidente del Gobierno, los siguió en 1985. La visita regia fue, sobre todo, una oportunida­d para presentar, en Pekín y en otras muchas grandes capitales mundiales, la recién estrenada democracia española, que ya podía presumir de haber celebrado sus primeras elecciones. La de Felipe González fue muy distinta. En septiembre de 1985, España acababa de firmar el acuerdo por el que entraría en la Comunidad Económica Europea (CEE) en enero del año siguiente. Eso no solo la

CARRERO BLANCO ESTABA EN CONTRA DEL ACERCAMIEN­TO A LOS “ROJOS”, PERO FRANCO DIO SU BENDICIÓN

convertía en un socio comercial interesant­e, sino también en un amigo influyente. Deng Xiaoping ya había consolidad­o su poder en China y, desde 1979, había iniciado una batería de reformas orientadas a liberaliza­r gradualmen­te el mercado nacional y a atraer inversión extranjera. Felipe González quería impulsar la presencia de las empresas españolas en el gigante asiático, lideradas por las industrial­es y las de ingeniería, y el gigante estaba más dispuesto que nunca a escuchar. Por eso, en los tres años siguientes a la visita, España empezó a subvencion­ar operacione­s empresaria­les en China con fondos de ayuda al desarrollo y abrió la primera línea de financiaci­ón para pequeños y medianos proyectos, y Técnicas Reunidas, contratist­a en el sector del petróleo y el gas, firmó la primera operación de grandes dimensione­s de una empresa española en el país. Entonces llegó la masacre de Tiananmén. En julio de 1989, una semana después de que España entregase el testigo de la presidenci­a de la CEE a Francia, las revueltas estudianti­les prodemocra­cia en Pekín –y, en menor medida, en otras poblacione­s– fueron aplastadas sin contemplac­iones por el ejército chino en una represión que se saldó con cientos de muertos. Felipe González, el líder que encarnaba para muchos españoles la superación definitiva de un régimen franquista que había barrido a los disidentes políticos, fue el mismo que, en 1989, se negó a suspender la incipiente cooperació­n económica de España con un régimen, el de Deng Xiaoping, que acababa de arrollar con tanques y fusiles de asalto a la disidencia demócrata. En noviembre de 1990, un mes después

LAS AUTORIDADE­S COMUNISTAS EN PEKÍN EMPEZARON A HABLAR DE ESPAÑA COMO “EL MEJOR AMIGO DE CHINA”

de que el bloque europeo levantase parte de las sanciones que se impusieron a China, el ministro de Asuntos Exteriores español, Francisco Fernández Ordóñez, se convirtió en la primera autoridad occidental que visitó Pekín tras la masacre.

¿Qué es lo que había motivado una decisión tan difícil de entender que, además, había tropezado con la oposición frontal de los aliados europeos y de Estados Unidos? El gobierno socialista arguyó que el debilitami­ento o la caída de Deng no derivaría en democracia, sino en la vuelta de China a la época más oscura y aislacioni­sta del maoísmo. Había que dejarle a Deng una puerta abierta para que continuase con las reformas liberaliza­doras. Sanciones por Tiananmén, sí, pero más leves y con un billete de vuelta a la comunidad internacio­nal. Las inversione­s españolas en el gigante asiático, muy dependient­es de las ayudas públicas, se multiplica­ron por cuatro en 1990. Las autoridade­s comunistas empezaron a hablar de España como “el mejor amigo de China”.

Tengo un plan

A pesar de eso, pasaron casi diez años antes de que un presidente español proclamase “la mayor presencia y proyección en todos los ámbitos en la cuenca asiática del Pacífico” como “uno de los objetivos” de su política exterior. Fue José María Aznar, en el discurso de investidur­a el 26 de abril de 2000. A finales de junio de ese mismo año, tras un viaje oficial a China, encargó la elaboració­n de una estrategia bianual para aprovechar las oportunida­des de la región. Pocos meses después se presentó el Plan Marco Asiapacífi­co (PMAP). La motivación del plan, según dijo el ministro de Asuntos Exteriores Josep Piqué en su presentaci­ón, era que España debía tener una presencia verdaderam­ente global mientras se preparaba para un escenario multipolar. El PMAP se convirtió, con el paso del tiempo, y pese a no contar apenas con financiaci­ón y objetivos concretos hasta 2005, en la ventana de las relaciones diplomátic­as, económicas y culturales entre España, Asia en general y, por supuesto, China. Fue un punto de inflexión definitivo. Desde 2000 hasta 2012, el momento en el que se suspendió finalmente, las ediciones sucesivas del plan sirvieron para abrir un espacio pequeño pero estable para China en las decisiones económicas, políticas y culturales de gobiernos de todo signo político. España se acercó al gigante asiático hasta el punto de firmar con él en 2005 un acuerdo de asociación estratégic­a. Esa aproximaci­ón provocó situacione­s sorprenden­tes. Por ejemplo, en el Consejo Europeo de 2003, José María Aznar votó, en contra de los deseos de George W. Bush, a favor del final de las sanciones que todavía pesaban sobre China desde Tiananmén (esencialme­nte, el embargo de armas y de tecnología­s que podían utilizarse para fabricarla­s). Siete años después, coincidien­do con el estallido del conflicto diplomátic­o que implicó la investigac­ión de la Audiencia Nacional de la represión china en el Tíbet, el ejecutivo de José Luis Rodríguez Zapatero aprovechó la presidenci­a europea e intentó, con la oposición frontal de Barack Obama, que la UE votase de nuevo la retirada del embargo. España y China han pasado, en estos 45 años, de ser una extraña pareja a convertirs­e en un matrimonio estable de intereses compartido­s (sobre todo, económicos, por parte de España, y políticos, por parte de China). Un matrimonio que no se ha visto amenazado ni por la represión de Tiananmén o el Tíbet, ni por los enormes cambios que han sufrido ambos países ni por el temor de Estados Unidos al ascenso de su nuevo rival. Y así, desde 1973, han hecho camino al andar.

AZNAR Y ZAPATERO VOTARON CONTRA LOS DESEOS DE BUSH Y OBAMA DE APLICAR SANCIONES A CHINA

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GREGORIO López-bravo. A la izqda., reinicio de las relaciones entre China y España en 1973.
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PROTESTAS en Tiananmén, 1989. A la dcha., José María Aznar y Ana Botella en la Ciudad Prohibida, 2000.
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