EL OJO INQUISIDOR

Resulta paradójico cómo, en una época en que religión y política se fundían y confundían, Felipe IV se convirtió en el monarca que más hijos ilegítimos tuvo de la historia de España. Entre treinta y cuarenta, según las fuentes. El psiquiatra Francisco Alonso-fernández, autor de un estudio sobre la vida personal de los Austrias, afirmó que el rey mostraba el comportamiento de “un sexoadicto anónimo y promiscuo”. Y ello en un momento en el que los vientos contrarreformistas se tradujeron, a nivel local, en una actuación más contundente de la Inquisición a la hora de perseguir prácticas eróticas que se desviaban de la norma. El Santo Oficio, creado en sus orígenes para perseguir la herejía, concentró una buena parte de sus esfuerzos en asuntos como el adulterio o la bigamia, que suponían un ataque a la ortodoxia.

El modelo moral vigente era estricto, en especial con las mujeres, cuyos límites sexuales se ceñían al concepto bíblico de “creced y multiplicaos”. Conductas castas y con fines reproductivos. Sin embargo, la realidad social resultó más laxa. Así lo demuestra el gran número de prostíbulos, algunos tan rentables como los de Sevilla y Valencia. Esta actividad llegó a disfrutar de cierta tolerancia por parte de la Iglesia, al considerarse un mal menor.

En la España del Siglo de Oro, una época de profundos contrastes, se vivió una doble moral. También en el ámbito eclesiástico, en el que el amancebamiento de los clérigos fue una práctica extendida, hasta que las directrices impuestas por el Concilio de Trento lo condenaron. Como también hicieron con todas aquellas conductas que consideraban transgresoras. Entre ellas, las relaciones homosexuales, perseguidas y penadas por los tribunales inquisitoriales. No obstante, en ese entorno de severas restricciones, como se deduce de los escasos desnudos en la pintura española de entonces, existió una picaresca que permitió gozar de pasiones prohibidas más allá de la rigidez de la época.