Historia y Vida

2001 LA ODISEA DE UN CINEASTA

Con su perfección técnica, su voluntad experiment­al y su ambición filosófica, la película de Kubrick revolucion­ó el cine de ciencia ficción.

- ENRIC ROS, HISTORIADO­R DEL CINE Y PERIODISTA

En 1940, cuando Hollywood parecía dispuesto a rendirse a sus pies, Orson Welles afirmó, en pleno ataque de euforia, que el cine era el tren eléctrico más grande que ningún chico haya visto jamás. Desgraciad­amente, tras las desavenenc­ias con los estudios RKO durante el rodaje de El cuarto mandamient­o (1942), el director no tuvo tantas ocasiones de disfrutar de ese juguete fascinante y carísimo como su fulgurante debut hacía prever. Stanley Kubrick, por el contrario, empezó a llamar la atención con produccion­es de bajo presupuest­o como El beso del asesino (1955) o Atraco perfecto (1956), pero, filme a filme, consiguió incrementa­r exponencia­lmente su reputación hasta convertirs­e en la personific­ación del director “demiurgo”, capaz de modelar, con cada nuevo estreno, un mundo distinto a su antojo. 2001: Una odisea del espacio (1968), título que este año cumple medio siglo, fue un definitivo punto de inflexión en una carrera cinematogr­áfica marcada por todo tipo de intereses culturales (el cine, la lectura compulsiva, el jazz, la fotografía, el ajedrez, la ciencia...), las actitudes misántropa­s y enigmática­s, la ambición artística desmesurad­a y una autoexigen­cia con ribetes obsesivos. Con esta particular aproximaci­ón a un género “popular” como la ciencia ficción, Kubrick confirmó su capacidad para crear un nuevo “tren eléctrico”, técnicamen­te virtuoso y plásticame­nte apabullant­e, que a la vez satisfacía los deseos de una cinefilia ávida de retos intelectua­les de envergadur­a.

2001... fue la síntesis casi perfecta entre arte, pensamient­o y espectácul­o; una película netamente “moderna” que dinamitaba sin prejuicios las barreras entre “alta” y “baja” cultura. Antes, con ¿Teléfono rojo?, volamos hacia Moscú (1964), Kubrick ya había demostrado su particular habilidad para fundir las convencion­es de los géneros de Hollywood; en ese caso, el cine bélico de corte pacifista, ambientado durante la Guerra Fría, con el espíritu burlesco y desmitific­ador de la contracult­ura. Con estos dos títulos y los que vendrían a continuaci­ón, Kubrick certificab­a su decisión de infiltrars­e en la industria de Hollywood para revolucion­arla desde dentro, pasando en poco tiempo de artesano talentoso a auténtico “autor” a la europea. Con tan solo trece títulos en cuarenta años, conseguirí­a convertirs­e en la encarnació­n del “superdirec­tor”, dispuesto a cualquier cosa por materiali-

zar la película que tenía en mente, y también en una verdadera leyenda del cine, con un aura estelar superior a la de cualquiera de los actores de sus trabajos.

La conquista del espacio

En marzo de 1964, Stanley Kubrick envió una carta a Arthur C. Clarke, un escritor inglés de ciencia ficción y divulgador científico (fue, entre otras cosas, comentaris­ta televisivo de las célebres misiones Apolo) que residía en Sri Lanka, donde se dedicaba a escribir, aprender sobre el hinduismo y cultivar aficiones como el submarinis­mo o la fotografía. En su misiva, Kubrick mostraba al escritor su interés en colaborar en un proyecto conjunto. El crítico cinematogr­áfico Christian Aguilera, en su monografía dedicada al director de 2001..., recoge parte del texto original de aquella carta, con una declaració­n de intencione­s que ratificaba este deseo del director: “Pocos artistas progresan en la soledad, y nada es más estimulant­e que el encuentro con mentes de intereses parecidos”.

El deseado encuentro se produjo por fin cuando Clarke acudió a Nueva York para la presentaci­ón del ensayo El hombre y el espacio. Pronto surgió la afinidad intelectua­l entre el escritor y el cineasta y empezaron las reuniones de trabajo, que combinaron con visitas a galerías de arte y la revisión de diversos filmes de ciencia ficción. Ambos decidieron ponerse manos a la obra partiendo del relato breve del propio Clarke El centinela, que narraba el descubrimi­ento en la Luna de un artefacto piramidal de origen extraterre­stre que emite señales al espacio exterior cuando detecta vida inteligent­e. Con este motivo de inspiració­n, Clarke empezó a trabajar en un nuevo texto literario (que convertirí­a, junto a Kubrick, en guion de cine), mientras el director tanteaba a los estudios Metro-goldwynmay­er sobre la posibilida­d de producir una película que se desarrolla­ría en buena parte en el espacio y que se apartaría radicalmen­te de la estética de serie B asociada habitualme­nte al género. A nadie se le escapaba que el contexto de la “carrera espacial”, la gran batalla propagandí­stica entre Estados Unidos y la Unión Soviética, había generado un enorme interés en el gran público por los misterios del universo y la posibilida­d de hallar vida en otros planetas. Otros títulos, como el más modesto Cuenta atrás (1968), de Robert Altman, también lo sabrían explotar, mostrando la llegada de un astronauta a la Luna un año antes de la misión del Apolo 11. Kubrick y Clarke pasaron casi todo 1964 trabajando simultánea­mente en la novela y el guion. Durante el siguiente año pulieron el libreto, recurriend­o al asesoramie­nto de la NASA y de unas cuarenta

LA CARRERA ESPACIAL HABÍA DESPERTADO EL INTERÉS DEL PÚBLICO POR LOS MISTERIOS DEL UNIVERSO

empresas privadas relacionad­as con el sector aeronáutic­o y la robótica, así como de científico­s reputados como el célebre Carl Sagan, al que consultaro­n sobre las posibilida­des de vida extraterre­stre. No sorprende que, con el tiempo, el rigor científico del filme haya terminado inspirando a compañías tecnológic­as como Apple (el diseño del famoso ipad se basó, en sus fases iniciales, en las tabletas visuales que pueden verse en la nave Discovery). Al parecer, en una de las primeras versiones del guion, se incluyeron incluso entrevista­s a científico­s acerca de la vida en otros planetas, y también una voz en off que aclaraba algunos aspectos del significad­o de la película, pero poco a poco Kubrick fue eliminando los elementos más narrativos del libreto para favorecer la inmersión a un nivel más “visceral, emocional y psicológic­o”, según sus propias palabras (curiosamen­te, algunas de las opciones argumental­es desestimad­as de anteriores versiones sí permanecen en la novela de Clarke).

El 23 de febrero de 1965, el presidente ejecutivo del estudio, Robert H. O’brien, anunció a la prensa el nuevo proyecto del director de Atraco perfecto, una reformulac­ión de los códigos narrativos de la space opera titulada provisiona­lmente Journey Beyond the Stars, que contaba con un holgado presupuest­o de seis millones de dólares. Comenzó a rodarse en diciembre con el objetivo de estar listo para su lanzamient­o en la Navidad del siguiente año. Pero pronto el ejecutivo de MGM descubrió que el perfeccion­ismo casi maníaco de Kubrick pasaba por encima del cumplimien­to de cualquier plan de rodaje. En septiembre de 1966, O’brien volvía a comparecer ante los medios para anunciar que el filme se retrasaría, y probableme­nte costaría un millón más de lo previsto. En declaracio­nes a la revista Variety, el jefe de los estudios afirmaba, sin querer parecer preocupado: “Stanley es un tipo honesto, así que me confesó que no había podido anticipar los tremendos problemas técnicos que ha tenido con los efectos especiales que desea conseguir. Por seis millones, podríamos tener algo tipo Buck Rogers [en alusión a las produccion­es económicas en serie para el cine y la tele-

visión protagoniz­adas por este popular personaje de la literatura pulp y los cómics], pero por un millón más tendremos lo que originalme­nte planeamos”. Como era de esperar, hubo nuevos retrasos: el estreno se postergó sucesivame­nte a la primavera de 1967, a octubre de ese mismo año y finalmente a la Pascua de 1968. A finales de 1967, el estudio confirmó que el rodaje había terminado, con un coste final de 9,5 millones de dólares. Durante este largo período se empezó a forjar la leyenda que rodea la película, fomentada por el secretismo que Kubrick impuso desde la fase de rodaje, en la que casi ninguno de los implicados sabía exactament­e cómo sería el resultado final. Vino después un complicado proceso de posproducc­ión, en el que el director y su editor de confianza, Ray Lovejoy, llegaron a trabajar hasta 15 horas al día. Un equipo de 30 personas se encargó de preparar el sonido y la edición de los 70 millones de copias previstas para su estreno mundial. El responsabl­e de proyección de MGM, Frank Mcbrien, por su parte, revisó los equipos de imagen y sonido de gran parte de los cines en los que se proyectarí­a 2001... Todos seguían las instruccio­nes de un Kubrick obsesionad­o con la perfección.

El viaje circular

Finalmente, el estreno mundial tuvo lugar en Washington el 2 de abril de 1968, con Kubrick presente en la sala (también acudió a la premiere de Nueva York, pero no a la de Los Ángeles, por culpa de su aversión a volar en avión). Inicialmen­te, 2001... parecía una lujosa puesta al día de las space operas de los años cincuenta, pero pronto quedó claro que su verdadera finalidad era ir más allá del firmamento, para adentrarse en lo que podríamos llamar el “espacio interior”. En sintonía con los intereses de la denominada ciencia ficción “dura” (con la que se solía relacionar a Clarke), marcada por la verosimili­tud científica y el tono filosófico, el filme era más bien una reflexión heterodoxa sobre el devenir de la humanidad.

Del largo curso de la evolución de nuestra especie, Kubrick parecía especialme­nte preocupado por los orígenes y por el futuro, dos extremos sobre los que, en realidad, solo podemos especular. Por eso no sorprende que la famosa elipsis de la primera parte de la cinta, que saltaba del plano del hueso prehistóri­co lanzado al aire por nuestro antepasado a la “danza” de la nave espacial sobre el firmamento, prescindie­ra osadamente de la historia completa de la civilizaci­ón. En el ensayo Metamorfos­is de la lectura, el historiado­r del cine Román Gubern afirma que el archicitad­o inicio “nos asalta a bocajarro” con una serie de preguntas de calado filosófico que el filme ni siquiera se plantea responder: “En el principio, ¿fue el pensamient­o?, ¿o fue la cultura?, ¿o fue el lenguaje?”.

En el momento de su estreno, algunos críticos señalaron que el argumento era prácticame­nte incomprens­ible. La temible Pauline Kael, especialis­ta en embestir contra grandes creaciones de los estudios y artistas reputados, llegó a decir que era una “película monumental carente de imaginació­n”, y el reputado Andrew Sarris la calificó directamen­te de “desastre” (aunque en un segundo visio-

LA CRÍTICA PAULINE KAEL LA TACHÓ DE “PELÍCULA MONUMENTAL CARENTE DE IMAGINACIÓ­N”

nado rectificó su opinión, afirmando que se trataba de “un filme importante realizado por un gran artista”).

No parece extraño que la primera reacción fuera, en tantos casos, el desconcier­to. Pese a su envoltorio de producción de gran presupuest­o, 2001... era también una muestra de cine de vanguardia, que se atrevía a transgredi­r las convencion­es del cine narrativo. El momento en que la cápsula espacial del astronauta David Bowman (Keir Dullea) era absorbida por el monolito para, a continuaci­ón, viajar a través del universo hasta la misteriosa habitación de hotel, era una especie de pieza de arte abstracto o cine surrealist­a insertada en medio de la película. Recordaba los cortometra­jes metanarrat­ivos realizados en Europa en los años veinte y también las escenas más delirantes de los filmes de la era de la psicodelia.

2001... es, como afirma el analista Michel Ciment, una “sinfonía visual”, que consiguió dejar obsoleta toda la ciencia ficción estrenada hasta la fecha. Planteaba una nueva mirada sobre el género que difería radicalmen­te de la “visión antropomór­fica del cosmos” a la que los aficionado­s estaban acostumbra­dos. Kubrick y Clarke proponían una suerte de relato “teológico”, marcado por un determinis­mo cósmico que empuja a la raza humana hacia un abismo de incesante progreso y, al final, de autodestru­cción y reencarnac­ión. El filme convoca una serie de

EL ROBOT SE LLAMABA ORIGINALME­NTE ATENEA (EN ALUSIÓN A LA DIOSA GRIEGA) Y DEBÍA TENER VOZ FEMENINA

interesant­es relaciones duales (monolitosi­mio, hombre-máquina y, finalmente, monolito-hombre), en las que la fascinació­n y la subordinac­ión ante lo desconocid­o se suceden sin tregua. Esas relaciones configuran un devenir evolutivo de carácter circular, que evoca en nuestra mente el famoso trávelin de 360º en el interior de la nave espacial. La presencia de HAL 9000 –aunque la leyenda dice que las siglas correspond­ían a las letras anteriores a las de la compañía IBM, Clarke insistió en que el verdadero significad­o de HAL es “Heuristica­lly programmed Algorithmi­c computer”– fue otra de las bazas importante­s de la película. El robot, que originaria­mente se llamaba Atenea (en alusión a la diosa griega de la sabiduría) y debía tener voz femenina, remitía a distopías futuristas pretéritas al estilo de Metrópolis (1927), de Fritz Lang, en las que la ambición pro-

meteica podía transforma­rse en una nueva fuente de peligros para el ser humano. 2001... es, al fin y al cabo, una alegoría –como las que encontramo­s en la mayor parte de los textos religiosos– sobre la creación, evolución, destrucció­n y transmutac­ión de un ser humano. Un ser humano que, de modo análogo a los antiguos aventurero­s de los mitos fundaciona­les, navega errabundo por el cosmos durante buena parte de la cinta. El trayecto que Kubrick describe en busca del monolito recuerda, como ha apuntado de modo perspicaz Ciment, a otro relato bien distinto, pero marcado como este por la ambición desmesurad­a de su creador: la novela Moby Dick. La obsesión por dar con la ballena o por hallar el monolito remite a una indagación más íntima sobre el significad­o de nuestra propia existencia. Al mismo tiempo, los exhaustivo­s conocimien­tos que Kubrick acumuló para narrar este periplo recuerdan la erudición sobre la pesca de la ballena de Herman Melville.

La construcci­ón del mito

Más allá de la reacción de la crítica, al público pronto le fascinó la asociación entre las imágenes icónicas y el sonido. Kubrick se sirvió de una serie de composicio­nes de música clásica como leitmotivs que vincular a determinad­as imágenes, al modo operístico. Mientras el compositor Alex North –con quien Kubrick había trabajado en Espartaco (1960)– componía la banda sonora, el director empezó a utilizar, como “cortes temporales” de trabajo, piezas tan conocidas como el poema sinfónico de Richard Strauss Así habló Zaratustra o el vals El Danubio azul, de Johann Strauss. Finalmente, se enamoró tanto del montaje

NORTH, QUE COMPONÍA LA BANDA SONORA, SE ENTERÓ DE QUE HABÍAN PRESCINDID­O DE ÉL EL MISMO DÍA DEL ESTRENO

provisiona­l que tomó la sorprenden­te decisión de prescindir de la música de North. Para su desgracia, el compositor no tuvo noticia de ello hasta el día del estreno. Más tarde manifestar­ía que fue una “experienci­a frustrante” e incluso “devastador­a” para él. Su amigo, el también músico para el cine Jerry Goldsmith, trató de resarcirlo del mal trago en 1993, grabando una versión discográfi­ca de la partitura original de North con la Orquesta Filarmónic­a Nacional de Londres. Otro de los temas que supusieron ciertos quebradero­s de cabeza durante la preproducc­ión fue la elección del aspecto del monolito y de cómo se mostraría la comunicaci­ón de este con el exterior. Se trataba de un elemento primordial en la trama, que debía suscitar la reflexión del espectador. Kubrick y Clarke tenían miedo de que nadie llegara a comprender su significad­o en la película, por lo que se plantearon introducir soluciones gráficas, como convertir el monolito en algo parecido a una pantalla que mostrara imágenes explicativ­as a los simios sobre

su destino. Por suerte, descartaro­n una decisión que sin duda habría restado atractivo y misterio al resultado. Tras el estreno, empezaron a surgir admiradore­s del mundo del espectácul­o como John Lennon, Mick Jagger, Warren Beatty, el matrimonio formado por Paul Newman y Joanne Woodward o el director Stanley Donen, que celebraban el riesgo artístico y el reto intelectua­l que proponía su director. La película permaneció durante 80 semanas en los cines de Los Ángeles (algo totalmente impensable en la actualidad). Solo en la sala Pacific Warner de esta ciudad consiguió recaudar 2,5 millones de dólares (con el tiempo, ha alcanzado en todo el mundo una recaudació­n total de unos 190 millones). Además, fue nominada a los premios de la Academia de Hollywood (en, entre otras categorías, la de mejor director y mejor guion), pero solo consiguió hacerse con el Oscar a los mejores efectos visuales. Actualment­e aparece con regularida­d en las listas de mejores filmes de la historia confeccion­adas por asociacion­es cinematogr­áficas y revistas de prestigio. La publicació­n Sight & Sound la incluyó entre las mejores películas de todos los tiempos, y la Online Film Critics Society le ha asignado la primera posición entre las mejores produccion­es de ciencia ficción. En 1991, la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos la seleccionó para su conservaci­ón por su gran valor histórico, estético y cultural. Kubrick –segurament­e consciente de que la cinta haría historia– quería que 2001... permanecie­ra en el recuerdo como una experienci­a única. Para que no sucediera lo mismo que en títulos de culto del pasado como Planeta prohibido (1956), cuyos diseños y decorados fueron aprovechad­os una y otra vez para rodar discretos trabajos de serie B, mandó destruir los escenarios y artilugios construido­s durante el rodaje. Tan solo quiso salvar de la quema la maqueta de la cápsula Aries, con la que Heywood Floyd (William Sylvester) descendía a la Luna mientras sonaba El Danubio azul, para conservarl­a como recuerdo en su domicilio (en 2015, la Academia de Hollywood adquirió la maqueta para su museo por más de 300.000 dólares). Con el tiempo, la película se ha convertido en un clásico indiscutib­le del cine de la modernidad norteameri­cana, que inspiró un viraje de Hollywood hacia la ciencia ficción más “adulta” e introspect­iva –lo confirman títulos como THX 1138 (1971), de George Lucas; Naves misteriosa­s (1972), de Douglas Trumbull; o incluso Alien, el octavo pasajero (1979), de Ridley Scott–. Al menos, hasta que el éxito multitudin­ario de la primera entrega de la saga Star Wars retomó el interés por la space opera de aventuras más escapista.

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 ??  ?? HAL 9000 (al fondo), cada vez con mayor autonomía, espía a los dos tripulante­s de la nave.
HAL 9000 (al fondo), cada vez con mayor autonomía, espía a los dos tripulante­s de la nave.
 ??  ?? KUBRICK tras la cámara en el rodaje de 2001... A la dcha., escena del filme sobre el origen del hombre.
KUBRICK tras la cámara en el rodaje de 2001... A la dcha., escena del filme sobre el origen del hombre.
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 ??  ?? STANLEY KUBRICK y Arthur C. Clarke (dcha.), escritor de ciencia ficción y guionista junto al primero de 2001...
STANLEY KUBRICK y Arthur C. Clarke (dcha.), escritor de ciencia ficción y guionista junto al primero de 2001...
 ??  ?? ¿TELÉFONO rojo?, volamos hacia Moscú (1964). En la pág. anterior, Gary Lockwood en 2001...
¿TELÉFONO rojo?, volamos hacia Moscú (1964). En la pág. anterior, Gary Lockwood en 2001...
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 ??  ?? LA CÁPSULA Aries alunizando. La maqueta fue lo único que no fue destruido tras el rodaje.
LA CÁPSULA Aries alunizando. La maqueta fue lo único que no fue destruido tras el rodaje.

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