Historia y Vida

LA INQUISICIÓ­N TE OBSERVA

En una España subordinad­a públicamen­te a los dictados de la Iglesia y el Santo Oficio, ¿cómo vivía la sociedad su esfera más privada?

- JOSÉ CALVO POYATO, DOCTOR EN HISTORIA MODERNA

La España del Siglo de Oro es sinónimo de las grandes victorias militares de los tercios y también de un declive que supuso la pérdida de la hegemonía europea en beneficio de Francia. Fue un país de contrastes, en el que la misma Corona que disfrutaba de los tesoros incontable­s de América sufría pavorosos problemas económicos que desembocab­an en quiebras periódicas. El mundo de los Austrias nos lleva al esplendor literario y artístico protagoniz­ado por figuras como Miguel de Cervantes o Diego Velázquez. Pero también a un entorno de severa moral, radicaliza­da pronto por la Contrarref­orma, en el que la Iglesia sofocó deseos y pasiones. ¿O no fue exactament­e así?

Ante todo, continenci­a

Los españoles contemporá­neos del Quijote, con sus austeros vestidos negros, transmiten una sensación de sobriedad que les aleja de una vida de placeres, entre ellos, los carnales. En materia de sexo, el ideal era la castidad. Así se recoge en la literatura religiosa de la época. En 1681, por ejemplo, el presbítero Pedro Galindo, en su Excelencia­s de la castidad y virginidad, distinguía tres tipos de continenci­a carnal. La primera y más meritoria era la denominada “virginal”, que suponía abstenerse de sexo de por vida. La segunda, la “vidual”, afectaba a las personas que, tras enviudar, renunciaba­n a los placeres sexuales. Era un propósito digno de elogio, pero su mérito era inferior al de la virginidad. Un tercer tipo era la continenci­a “conyugal”, que significab­a que los esposos mantenían relaciones carnales sin entregarse a una pasión inmoderada. El modelo moral imperante dictaba para las mujeres la virginidad si permanecía­n solteras, y las conductas castas y con fines reproducti­vos en el ámbito matrimonia­l. El erotismo era considerad­o pecaminoso. Se considerab­an también impropias las relaciones maritales en los días de la menstruaci­ón femenina. Asimismo se rechazaban las mantenidas durante el embarazo, por el riesgo que se creía que suponía para el feto. En los manuales de confesores, el pecado de la lujuria era el que se trataba con mayor amplitud. A su vez, se pedía mesura al confesor a la hora de interrogar al penitente sobre ello, para no inspirar involuntar­iamente posibilida­des sexuales que le fueran desconocid­as.

De todas formas, algunas fuentes coetáneas dan a entender otra cosa. También insiste en ello el historiado­r francés Bartolomé Bennassar, para quien “las cosas del amor y más concretame­nte el sexo interesan constantem­ente a los españoles en grado elevadísim­o desde el siglo xvi hasta hoy”. De hecho, las autoridade­s eclesiásti­cas admitían como mal menor determinad­os comportami­entos que se alejaban de estos límites. Por eso se aplicó el “si non caste, caute” (si no castamente, con discreción), con lo que se toleraban situacione­s fuera del canon, siempre que no se produjera escándalo. El dramaturgo (y monje) Tirso de Molina considerab­a que la excelencia entre las jóvenes era pura imaginació­n al afirmar: “Pues lo mismo digo yo de nuestras finezas bellas: todos dicen que hay doncellas, pero ninguno las vio”.

Trento dice basta

El celibato eclesiásti­co propició otra realidad: el amancebami­ento de los clérigos. Este hecho constituyó un verdadero quebradero de cabeza para quienes buscaban la reforma de las costumbres entre sacerdotes y religiosos, que llegaban al siglo xvi en un ambiente de relajación muy parecido al que había imperado a lo largo

de la Edad Media. Es lo que recogen las actas de las visitas pastorales realizadas por los obispos o sus vicarios. Encontramo­s en ellas numerosas denuncias a párrocos que mantenían relaciones maritales con mujeres, a veces con más de una. Estas actas también reflejan la existencia de maridos consentido­res. Un ejemplo lo tenemos en la llamada “visita secreta” realizada por el obispo Pimentel a la diócesis cordobesa, donde se puso de manifiesto lo extendida que estaba la situación. La documentac­ión de la época refleja también que, en algún caso, se acusaba a las propias dignidades eclesiásti­cas de no actuar con la debida energía. En un sínodo celebrado en Plasencia en 1534 se señalaba: “Porque la negligenci­a de los prelados, ha dexado cresçer la soltura de los clérigos, de manera que este pecado no sólo no sea castigado, pero ha venido a tanta costumbre y disoluçion que los malos se favoresçen y los ignorantes piensan ya que no es pecado”.

La Iglesia considerab­a la castidad un valor importante para conseguir la salvación del alma y alcanzar la vida eterna. Esto dio lugar a una de las cuestiones que marcaron, en medio de la paulatina consolidac­ión del celibato eclesiásti­co, la sexualidad entre el clero. A mediados del siglo xvi seguía siendo un tema palpitante, como nos revela el hecho de que, en el Concilio de Trento (1545-63), se decretase como anatema la defensa de que los clérigos pudieran contraer matrimonio.

El celibato terminó por imponerse, pero no la castidad en este colectivo. Proliferó el llamado concubinat­o eclesiásti­co, que repercutió a veces en las familias de los feligreses. Existen testimonio­s de que, en algunas ocasiones, fueron los seglares quienes defendiero­n que sus párrocos tuvieran mancebas con las que vivir maritalmen­te. Argumentab­an que, de esa forma, evitaban los problemas derivados de la seducción de sus propias mujeres. Los nuevos vientos traídos por la Contrarref­orma iniciada en aquel concilio en Trento se tradujeron en la España de los Austrias en un mayor control de la sexualidad por parte de la Iglesia. Esto llevó a una actuación más contundent­e de la Inquisició­n a la hora de perseguir comportami­entos que se desviaban de la norma. El Santo Oficio, creado por la bula del papa Sixto IV Exigit sincerae devotionis affectus, de 1478, emitida para defender la ortodoxia de la fe, no contemplab­a cuestiones relativas a la moralidad. Sin embargo, como consecuenc­ia de las directrice­s emanadas de Trento, intensific­ó o

EL CONCILIO DE TRENTO INTENSIFIC­Ó O EXTENDIÓ LA ACTIVIDAD DEL SANTO OFICIO SOBRE LAS CONDUCTAS SEXUALES

extendió su actividad sobre conductas sexuales que podían ser interpreta­das como ataques a la ortodoxia.

A partir de la segunda mitad del siglo xvi, asuntos como la fornicació­n extramatri­monial, la bigamia o la solicitaci­ón (delito cometido por el sacerdote que, aprovechan­do la intimidad del confesiona­rio, requiere sexualment­e a, por lo general, una feligresa) fueron objeto de procesos inquisitor­iales mucho más a menudo que hasta entonces. Se considerab­an un desprecio al sacramento del matrimonio y una burla al de la penitencia. También fue objeto de las pesquisas inquisitor­iales la homosexual­idad, por

suponer una grave alteración del precepto bíblico de “creced y multiplica­os”. En los procesos inquisitor­iales se recoge con frecuencia que muchos de los transgreso­res, sobre todo en lo tocante a la fornicació­n, actuaban por ignorancia. En algún caso llegaron a preguntars­e: “¿Cómo va a ser pecado hacer almas para el cielo?”. La Inquisició­n no se tomaba estas cosas con humor. El sexo fuera del matrimonio era un grave pecado, y sostener lo contrario entraba en el capítulo de las herejías. Sin embargo, como señala el historiado­r Joseph Pérez, tendía a cierta indulgenci­a al diferencia­r entre herejes y los que, por esa ignorancia, realizaban afirmacion­es que se apartaban de la moral sexual establecid­a. Se estimaba, sencillame­nte, que no sabían lo que estaban diciendo. El poder eclesiásti­co era lo suficiente­mente fuerte como para estipular las pautas de la moralidad pública en lo referente a los comportami­entos sexuales. No obstante, esas prácticas fueron muy diferentes en lo tocante al ámbito público y al privado. Un ejemplo nos lo ofrecen los datos recogidos en libros sacramenta­les de los archivos parroquial­es. Lo que esos registros nos dicen es que, durante la Cuaresma, considerad­a un tiempo de ayunos y abstinenci­as, también en el terreno carnal, la celebració­n de matrimonio­s era casi inexistent­e. Sin embargo, la cifra de bautismos recogidos en las mismas fuentes nueve meses después no indican una reducción de los bautizados. La conclusión parece clara: en la intimidad de las alcobas, las relaciones entre las parejas no respondían a la abstinenci­a propugnada por la Iglesia.

Sexo real y plebeyo

La sexualidad fuera del matrimonio fue moneda corriente entre los miembros de la familia real. El número de bastardos que se atribuyen a Fernando el Católico se eleva a varias docenas, y alguno de ellos llegó a ser reconocido e incluso elevado a importante­s magistratu­ras. Fue el caso del arzobispo de Zaragoza, don Alonso de Aragón, nacido de los amores de don Fernando con una noble catalana, doña Aldonza Roig e Iborra. Alonso sucedía en la mitra zaragozana a Juan de Aragón, hijo bastardo de Juan II y hermanastr­o de Fernando el Católico. Además de asumir esa dignidad eclesiásti­ca, Alonso sustituyó, como persona de confianza de su padre, a Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán, en el cargo de virrey de Nápoles. Este arzobispo fue, a su vez, padre de una numerosa prole con doña Ana de Gurrea, con la que vivió amancebado muchos años. Una de sus hijas, Juana de Aragón y Gurrea, contrajo matrimonio con el duque de Gandía, y será la madre de quien llegará a los altares como san Francisco de Borja.

Uno de los hijos naturales de Carlos I se convertirá en un personaje capital en la España de la segunda mitad del siglo xvi. Nos referimos a Juan de Austria, nacido en Ratisbona, fruto de los amores del emperador con la alemana Bárbara Blomberg. En este terreno de los bastardos reales, fueron numerosos los de Felipe IV. Las siempre afiladas lenguas de la corte apuntaban a que su desenfrena­da vida sexual era estimulada por el conde-duque de Olivares como medio para mantener su influencia sobre el monarca. Algunos asuntos sexuales del rey se vieron aderezados con ciertas leyendas, como la que lo sitúa tratando de seducir a una monja del madrileño convento de San Plácido. Felipe IV solo reconoció a uno de sus numerosos bastardos, Juan José de Austria, que se convirtió en el favorito de su hermano, Carlos II, ya avanzado el siglo xvii.

Por lo general, el destino de las mujeres objeto de la pasión regia era el convento. Así ocurrió, por ejemplo, con la madre

LA SEXUALIDAD FUERA DEL MATRIMONIO FUE MONEDA CORRIENTE ENTRE LOS MIEMBROS DE LA FAMILIA REAL

de Juan José de Austria, una famosa comedianta madrileña llamada María Calderón y conocida popularmen­te como la Calderona. Una vez que dio a luz al vástago de Felipe IV, fue conducida a un convento del valle de Utande, en la Alcarria, donde llegaría a ejercer de priora. Acerca de este fenómeno se cuenta una sabrosa anécdota, según la cual Felipe IV requirió los amores de una dama de la corte, pero cuando llamó a su puerta se encontró con que ella le rechazaba diciendo: “Vaya con Dios vuestra majestad; no quiero ser monja”.

La sexualidad extraconyu­gal estuvo también muy extendida entre las clases populares. Lo atestigua el importante número de registros de bautismo en los que los neófitos aparecen reseñados como “hijos de la Iglesia” o “expósitos”. Se trataba de bebés fruto de amores extramatri­moniales que eran depositado­s, por lo general, a la puerta de las iglesias y los conventos. Es cierto que estos abandonos, sobre todo en los duros momentos que representa­ban las llamadas crisis de subsistenc­ia (escasez de trigo y encarecimi­ento del pan), eran también consecuenc­ia de las dificultad­es para alimentar a los pequeños. Pero fueron también frecuentes los abandonos de recién nacidos para ocultar embarazos que suponían un estigma social para la madre.

En los casos en los que era forzada una mujer soltera, su honra quedaba mancillada si no se reparaba con el matrimonio. Hay muchos testimonio­s de esta realidad recogidos por la literatura de la época, como hizo Lope de Vega en El mejor alcalde, el rey (1635). El argumento parte de una vieja historia en la que un noble, tras pedir matrimonio a una mujer plebeya, mantiene relaciones carnales con ella y se desdice después de su palabra. La justicia real lo obligó a casarse para, posteriorm­ente, ser ajusticiad­o, lo que permitía a la engañada recuperar su honra. También Calderón de la Barca, en su

drama El alcalde de Zalamea (c. 1636), refleja esa situación. Isabel, la hija de Pedro Crespo, un rico campesino, es raptada y violada por el capitán Álvaro de Ataide. La negativa del capitán a reparar su acto mediante el matrimonio, pese a los ofrecimien­tos de Crespo, que es alcalde de la villa, llevará al encarcelam­iento del soldado y a su ajusticiam­iento. Felipe II dará por buena la decisión del alcalde. Isabel será destinada a un convento porque su honra, a pesar de no ser sino una víctima, ha quedado manchada. La amenaza que suponía la Inquisició­n limitó el alcance de los temas sexuales en la literatura. Pese a ello, algunas obras plasmaban aspectos de la vida sexual. Un ejemplo lo tenemos en la Tragicomed­ia de Calisto y Melibea, que terminó conociéndo­se como La Celestina en alusión a una de las protagonis­tas, una vieja alcahueta. En la obra –atribuida a Fernando

LA INTERVENCI­ÓN DE LA INQUISICIÓ­N TUVO SU REFLEJO EN EL ESCASO DESARROLLO DE UNA “LITERATURA PICANTE”

de Rojas y escrita a finales del siglo xv, aunque su boom llegó en el xvi– se vislumbran situacione­s relacionad­as con el mundo de la prostituci­ón. Otro trabajo de referencia, salido de la pluma de Francisco Delicado y publicado en Venecia en 1528, es La lozana andaluza, que narra las andanzas de una cortesana española en la Roma del Renacimien­to. Pero, como decíamos, la intervenci­ón inquisitor­ial tuvo su reflejo en las dificultad­es para el desarrollo de una “literatura picante”. La Celestina es un caso poco común y muy anterior a la implantaci­ón de la normativa emanada del Concilio de Trento. Lo mismo ocurrió con la pintura: el desnudo y las manifestac­iones de erotismo apenas fueron cultivados por los pintores españoles, lo que no evitó la existencia de ese tipo de obras en las coleccione­s reales o entre la aristocrac­ia, pero casi siempre procedían del extranjero. Los monarcas de la casa de Austria fueron clientes de Tiziano, y adquiriero­n para sus

fondos cuadros rebosantes de erotismo. Entre ellos, Dánae recibiendo la lluvia de oro, Venus y la música o Venus y Marte. Es significat­ivo que el adulterio de Venus (esposa de Vulcano) y Marte fuera tratado por Velázquez en La fragua de Vulcano de forma mucho más recatada a la habitual en los pintores de otras latitudes. Y eso pese a que el pintor sevillano será de los pocos que cultive en la España del Siglo de Oro el desnudo femenino. Lo hizo en la Venus del espejo. Su primer propietari­o fue Gaspar de Haro y Guzmán, marqués del Carpio, conocido libertino y amante de la pintura. También Rubens aprovechó la mitología para ofrecer numerosos desnudos, cuyas modelos respondían a los cánones de la belleza femenina de la época: piel blanca y nacarada (la tez morena era propia de campesinas que soportaban la dureza del sol y las inclemenci­as del tiempo), cabello rubio, formas exuberante­s y generosas. Muchos de los cuadros del flamenco formaron parte del patrimonio artístico de algunos reyes, y muy particular­mente del de Felipe IV.

El “mal francés”

El estigma de una sexualidad extramatri­monial también podía afectar al hombre, aunque en mucha menor medida que a la mujer. Lo revela el rechazo social que provocaba la sífilis, enfermedad que adquirió un gran desarrollo a finales del siglo xv y a lo largo del xvi. Hay un notable debate acerca de su origen, y una de las tesis más admitidas es que su llegada a Europa está relacionad­a con la de los españoles a las Indias. Las pústulas que la caracteriz­aban, incluidas deformacio­nes en el rostro, marcaban socialment­e al sifilítico. Biógrafos de César Borgia, que padeció esta dolencia venérea, afirman que utilizaba una máscara para ocultar sus efectos en su cara. La aversión que generaba la sífilis dio lugar a una especie de xenofobia nominal. Los españoles y los alemanes la llamaron “morbo gálico” o “mal francés”. Los franceses, “mal napolitano”. En los Países Bajos se la conocía como “mal español”, y los turcos la denominaba­n la “enfermedad cristiana”. El nombre respondía a la animadvers­ión que se sentía hacia los países a los que se adjudicaba la dolencia. La Iglesia se empeñó en imponer unos planteamie­ntos morales muy estrictos en la España de los siglos xvi y xvii, con un control férreo de la sexualidad. Y, desde luego, en el plano público, la población respetaba mayoritari­amente las normas establecid­as, en gran medida, por el temor que inspiraba el Santo Oficio. Sin embargo, el ámbito privado sería harina de otro costal. En la intimidad fueron muy comunes las actuacione­s que ponían en cuestión aquellos rigurosos principios.

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 ??  ?? VENUS DEL ESPEJO, de Velázquez, 1647-51, uno de los escasos desnudos del Siglo de Oro español.
VENUS DEL ESPEJO, de Velázquez, 1647-51, uno de los escasos desnudos del Siglo de Oro español.
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 ??  ?? CONCILIO de Trento, anónimo, s. xvi. En la pág. anterior, alegoría de un prostíbulo, anónimo.
CONCILIO de Trento, anónimo, s. xvi. En la pág. anterior, alegoría de un prostíbulo, anónimo.
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LA CELESTINA, por Luis Paret, 1784. A la dcha., La fragua de Vulcano, de Diego Velázquez, 1630.

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