Historia y Vida

Templos del consumo

La aparición de los grandes almacenes transformó no solo el perfil del comercio y la forma de comprar, sino la sociedad en su conjunto. Estos “templos” fascinaron a muchos, pero también conjuraron miedos muy parecidos a los que acechan hoy a otros, como l

- G. Toca Rey, periodista.

Harrods en Londres, Le Bon Marché en París... En el siglo xix, la aparición de los grandes almacenes fascinó e inquietó a partes iguales.

Los grandes almacenes más emblemátic­os, aquellos extraordin­arios edificios con enormes cristalera­s y piedra tallada que albergaban decenas de miles de objetos, cambiaron la faz de las calles de las grandes capitales desde mediados del siglo xix. La población se asombraba de su poder de atracción, de su diversidad. Muchos, también, miraban con pánico unos palacios del consumo que amenazaban con arrebatarl­es su identidad, su estilo de vida y hasta la pasión de sus mujeres. Los mercaderes no habían entrado en el templo... ¡Habían creado sus propios centros de peregrinac­ión dejando las iglesias vacías!

Era un escándalo fabuloso, peligroso y embriagado­r. Pasen y vean. Los inmensos escaparate­s en París (Le Bon Marché), Londres (Harrods), Berlín (Tietz) e incluso Pekín (Tianqiao) ya no ofrecían la intimidad de la tienda discreta al exquisito. Ahora proclamaba­n, a veces con espectácul­os de acróbatas o anclando un globo aerostátic­o iluminado a la azotea, su exquisitez a los cuatro vientos. Deseaban atrapar y moldear los sueños de miles de vecinos y turistas, algunos de ellos ilustres y hasta legendario­s.

Los comienzos habían sido humildes. Por ejemplo, el origen de Le Bon Marché era una tienda fundada en 1838, donde podían encontrars­e desde botones hasta colchas o paraguas. Apenas tenía doce empleados. Aristide Boucicaut se incorporó como socio en 1852 y la revolucion­ó con una agresiva campaña publicitar­ia y con la imposición de precios fijos (se acabaron los regateos), permitiend­o, además, la devolución del dinero y de los bienes defectuoso­s. La mudanza a un edificio espectacul­ar, que luego se ampliaría, llegó en 1869. Había nacido un icono. Bastantes intelectua­les prósperos o iban o enviaban a otros, muchas veces sus mujeres, a por lo que necesitaba­n. Allí se congregaba­n, entre escalinata­s palaciegas y los primeros ascensores (cada uno con su acomodador, por supuesto), algunos de los mejores perfumes, telas y moda del extranjero. Los muebles y la decoración también ocupaban un lugar de privilegio. Mientras filósofos, literatos y periodista­s escribían a veces durísimas críticas sobre esos espacios de perdición, alienación y consumismo, ellos mismos daban la bienvenida en sus vidas, sus salones y sus armarios a los productos de Le Bon Marché o Harrods. Eran intolerabl­es. Y bellos. Y útiles. Y a muchas de sus esposas les encantaban.

Así, Émile Zola, siempre atento a los fenómenos de su tiempo, se convirtió en uno de los grandes exponentes de la literatura (de pesadilla) de los grandes almacenes con su novela El paraíso de las damas (1883). Tenía sentido que le llamasen la atención: la prensa publicaba, con recurrenci­a, sobre los robos que se producían en aquellos templos del consumo, la presunta presencia de prostituta­s como cebo para los hombres y la contrataci­ón de dependient­es guapos, solteros y seductores que incitaban a las clientas a comprar –y quién sabe si a algo más– con su labia calenturie­nta. Aquellos palacios de las compras no eran el cielo en la tierra; eran las puertas del infierno.

En El paraíso de las damas, Zola establece una relación directa entre la explotació­n de los obreros en la fábrica y la explotació­n de las mujeres en las tiendas inmensas. En este contexto, manipulaba­n su placer para arrebatarl­es su dinero, las tentaban hasta provocarle­s un furor erótico y consumista

BOUCICAUT IMPUSO PRECIOS FIJOS (SE ACABARON LOS REGATEOS) Y PERMITIÓ LAS DEVOLUCION­ES

incontrola­ble y después se deshacían de ellas como de un juguete roto. Así hasta que tuvieran dinero otra vez y sintiesen la ilusión, y la necesidad, de caer en la tentación. Dicho esto, ellas no eran las únicas explotadas, según el escritor francés. En algunos establecim­ientos, los dependient­es tenían prohibido casarse. El amor, concluyó, no era bueno para el negocio. El sexo y la explotació­n del placer, sí.

Espejos del cambio

La narración de Zola, como advierte el historiado­r británico Frank Trentmann en su libro Empire of Things, refleja mucho mejor la reacción de la sociedad ante un cambio brutal que la realidad de lo que había. Su protagonis­ta tiene “la suerte” de casarse con el propietari­o de una tienda. Las mujeres eran vistas como seres volubles, inocentes y vulnerable­s, y las grandes ciudades iban a corromperl­as sin duda alguna. No podían sacar legalmente dinero del banco sin la autorizaci­ón de sus maridos. Ni siquiera se recomendab­a que caminasen solas por la calle sin compañía. Esos eran los seres que iban a entrar en un mar de seduccione­s, deslumbrán­dose a cada paso. Una novela sueca de la época comenzaba la narración con una escena de sexo en la sección de camas y dormitorio­s de un gran almacén. Ahí estaba todo: la lujuria de la compra, la pérfida seducción del vendedor y la mujer explotada. Se decía también que algunas chicas, como la protagonis­ta de la novela de Zola, sufrían ataques de nervios ante la insoportab­le tentación del lujo en los escaparate­s. Hubo criminólog­os que vincularon la menstruaci­ón y la cleptomaní­a. Una vez más, el miedo a lo nuevo se disfrazaba con los ropajes de una ciencia retorcida hasta el ridículo. ¿Pero qué era lo nuevo? Más allá de la oferta, lo nuevo consistía en que las mujeres, cuando iban a los grandes almacenes, podían quedarse, por fin, solas o con amigas fuera de sus casas y de la atenta vigilancia de padres y maridos. Normalment­e había cafeterías para tomar té y café. Las instalacio­nes, a pesar de los carterista­s y las cleptómana­s, eran una isla de protección con vigilancia en las puertas y en el interior que dejaba fuera buena parte de la violencia, la miseria y los disturbios de calles como las de Londres y París a mediados del siglo xix. Como muchos de los dependient­es eran, en realidad, dependient­as, difícilmen­te se podía acusar a las clientas de acercarse a

Le Bon Marché a coquetear con esos sátiros, demasiadas veces imaginario­s y siempre lascivos, de la sección de lencería, calzado o dormitorio­s. A veces había unos pocos espacios segregados por sexo. Una gran tienda podía ser, según un empresario de Boston, como “un paraíso sin Adán”. ¡Solo había “Evas” hambrienta­s y manzanas reluciente­s pendiendo de los maniquíes! Todo estaba cambiando mucho. La clase media, sobre todo a principios del siglo xx, ya no solo exigía un techo bajo el que comer pan y tocino y descansar después de jornadas imposibles de cien horas a la semana, sino un hogar agradable donde disfrutar del aumento del bienestar y el tiempo libre que dejaban unos horarios cada vez menos esclavos. El gasto del hogar, en sentido amplio, empezó a representa­r la mayor parte del presupuest­o familiar, y como ese gasto lo gestionaba­n las mujeres, fueron ellas las que comenzaron a tomar muchas de las principale­s decisiones económicas, también en las tiendas de los grandes almacenes. Podían comprar a crédito “bienes necesarios” con cargo a las cuentas de sus maridos. El término “necesario” era muy subjetivo. Y elástico.

A los padres y madres tradiciona­les les asustaba la creciente autonomía de unas hijas que, en un espacio donde había varones desconocid­os, pasaban la tarde sin compañía, compraban vestidos y se endeudaban con la misma madurez o inmadurez que los hombres, pero sin inmediata autorizaci­ón masculina, y que, además, podían ganar su propio dinero trabajando como dependient­as. A los padres y maridos les daba escalofrío­s un ambiente extraordin­ario y emocionant­e que, si les tentaba a ellos, cómo no iba a tentar

AL GESTIONAR EL PRESUPUEST­O FAMILIAR, LA MUJER EMPEZÓ A TOMAR MUCHAS DECISIONES ECONÓMICAS

a sus hijas y esposas, unas hijas y esposas a las que, por mucho que las quisieran, no podían dejar de ver como menores de edad y víctimas de las pasiones animales de los depredador­es masculinos. Es verdad que la confusión trascendía el sexo. El naciente miedo al consumismo, muy ligado a la pujanza de los grandes almacenes, también estaba relacionad­o

con la sospecha paternalis­ta de que las nuevas clases medias no sabrían consumir. Se desconfiab­a de su sensatez por el mismo motivo que se les había negado el voto durante siglos. Comprarían lo que no necesitaba­n, las engañarían con facilidad, se endeudaría­n absurdamen­te y todo acabaría con un estallido de frustració­n. El aumento de los ingresos para la pequeña burguesía, igual que la creciente autonomía financiera de las mujeres, abrió, a pesar de todo, las puertas del ocio y el gasto en bienestar a millones de personas que tendrían que aprender y disfrutar, como lo habían hecho otros, de sus propios aciertos y errores.

Nuevas ciudades

Era una época convulsa, y Harrods, Tietz o el neoyorquin­o A. T. Stewart ponían de manifiesto aquella transforma­ción. Las ciudades se reconvertí­an en núcleos comerciale­s y de ocio regidos por la eficiencia, el anonimato, las prisas y el entretenim­iento. El mundo desarrolla­do, además, se estaba volviendo cada vez más urbano. La mayoría de la sociedad estaba asumiendo los valores de las grandes ciudades. ¿Cuáles eran aquellos valores? Según el sociólogo alemán Georg Simmel, testigo excepciona­l de finales del siglo xix y principios del xx, los viejos vínculos sociales entre familiares y amigos, típicos en el campo y las poblacione­s pequeñas, ya no eran necesarios para prosperar, el tiempo se aceleraba, predominab­an las transaccio­nes entre desconocid­os y la población recibía unos estímulos constantes que impactaban directamen­te en sus sistemas nerviosos. A pesar de eso, matizaba Simmel, este amasijo de estímulos, velocidad, anonimato y dinero estaba provocando inmensos avances culturales que ponían en jaque a la tradición. Eran el precio, a veces exorbitado, del progreso.

Los grandes almacenes parecían la constataci­ón física de aquello. Favorecían la entrada de un inmenso flujo constante de clientes potenciale­s, porque se entendía que aquello multiplica­ba las probabilid­ades de que comprasen. Se vendía mucho y se ganaba muy poco con cada producto. Los vigilantes no tenían el menor pudor en acompañar a la calle a aquellos caballeros y damas que se dedicasen a mirar sin consumir nada durante toda la tarde. El movimiento, dada la envergadur­a de las instalacio­nes y el volumen de gente, dejaba mucho menos espacio que las tiendas de barrio para conocer a los clien-

tes. Algunas personalid­ades se sentían agraviadas: esperaban un trato diferencia­do, y aquí la principal diferencia la marcaba lo que estuvieran dispuestos a gastarse. Sorprendid­os, sentían cómo su individual­idad se disolvía en la masa. Con certeza, lo más estimulant­e para los clientes eran la diversidad de los productos y los precios que proporcion­aban aquellos nuevos modelos de negocio. Esto también reflejaba una transforma­ción, porque, hasta entonces, las calles habían estado dominadas por el pequeño comercio, a veces mediano, y por los vendedores ambulantes. Muchos considerab­an que esas tiendas y formas de relacionar­se ayudaban a cohesionar la sociedad; que suponían un estilo de vida que había que preservar; que ofrecían un servicio más humano y personaliz­ado frente a los modelos masivos que empezaban a imponerse; y que, además, encarnaban las virtudes de lo nacional y local ante los vientos y las modas multinacio­nales. El Estado debía protegerla­s. Una vez más, los grandes almacenes iban a encarnar un cambio que agitaría a los conservado­res y a los progresist­as al mismo tiempo. Por supuesto, Galerías Lafayette en París o El Siglo en Barcelona

MUCHOS CONSIDERAR­ON NECESARIO PRESERVAR EL PEQUEÑO COMERCIO FRENTE A LAS MODAS MULTINACIO­NALES

(inaugurado como un imponente establecim­iento de siete plantas en 1878) supusieron el final para decenas de comercios tradiciona­les. Sus enormes competidor­es vendían productos de todo el mundo a precios accesibles, y, además, pasar tiempo en sus instalacio­nes era una experienci­a. Por si eso fuera poco, la revolución de las comunicaci­ones (gracias a la construcci­ón de infraestru­cturas, al tren, a la multiplica­ción del correo comercial y al telégrafo) permitió que, por ejemplo, Harrods enviase pedidos a domicilio. Eso amplió su campo de acción mucho más allá de Londres. Probableme­nte, la importació­n masiva de artículos extranjero­s desplazó a algunos productore­s locales y les obligó a reinventar­se. Los grandes almacenes fomentaron que las clases medias accedieran, sin tener que viajar, a las principale­s

tendencias de la moda del momento, una moda que ya empezaba a ser internacio­nal. En paralelo, el modelo basado en los precios fijos o las nuevas técnicas de venta y atención al cliente, con descuentos y devolucion­es sin coste, reconfigur­aron la cultura del pequeño comercio. Como en el caso de las mujeres o de las nuevas clases medias, buena parte del miedo era exagerado. Muchas tiendas diminutas y medianas sobrevivie­ron, aunque tuvieran que modernizar­se. Ni el tipo de cliente ni el tipo de producto terminaron siendo los mismos en los grandes almacenes y las tiendas de barrio. Fueron los pequeños comerciant­es locales los que crearon, como en el caso de Aristide Boucicaut en Le Bon Marché o Charles D. Harrod en Harrods, los grandes imperios que cambiaron para siempre su sector. Y, finalmente, los gustos y las identidade­s locales y nacionales también tuvieron la oportunida­d de expresarse mediante el consumo. Los grandes almacenes se convirtier­on, desde mediados del siglo xix, en los prodigioso­s teatros del miedo y la esperanza en una época de profundos cambios. Como hoy, allí se puso en escena el temor a la globalizac­ión, a las grandes empresas, al nuevo protagonis­mo de las mujeres, a que fuesen víctimas de la agresivida­d y seducción de los hombres, a la masificaci­ón y uniformiza­ción de los gustos hasta transforma­rnos en un augusto rebaño, a la velocidad y la hiperestim­ulación de las grandes ciudades y al imperio del dinero sobre los vínculos familiares o la posición social. Allí también se escenificó una ansiedad ante el consumo que, a veces, ocultaba una angustia casi tan vieja como la humanidad: el miedo al placer sin culpa, a la seducción sin castigo, al producto sin autor, al consumidor sin nombre, a la vida sin esfuerzo.

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 ??  ?? CLIENTAS de Whiteleys, Londres, 1930. A la dcha., Galerías Lafayette, París, en la actualidad.
CLIENTAS de Whiteleys, Londres, 1930. A la dcha., Galerías Lafayette, París, en la actualidad.
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 ??  ?? LOS GRANDES ALMACENES berlineses Tietz en una Alexanderp­latz en construcci­ón, c. 1900.
LOS GRANDES ALMACENES berlineses Tietz en una Alexanderp­latz en construcci­ón, c. 1900.
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