Historia y Vida

LA MANO DURA DE NAPOLEÓN III

La película francesa La mujer que sabía leer se sirve en su trama del aplastamie­nto de la disidencia que practicó el sobrino del Gran Corso.

- ISABEL MARGARIT, DOCTORA EN HISTORIA

El escritor Victor Hugo, quien se convertirí­a en feroz enemigo de Napoleón III, fue un visionario cuando, en 1848, vaticinó el triunfo político de aquel errático personaje: “No es un príncipe el que vuelve: es una idea. Desde 1815 el pueblo espera a Napoleón...”. Lo cierto es que en diciembre de 1848, tras varios meses de agitación política provocada por los hechos revolucion­arios de febrero, Luis Napoleón Bonaparte fue elegido presidente de la Segunda República con el apoyo de las clases populares. Eran las primeras elecciones con sufragio universal masculino celebradas en Francia, y su vencedor resultó ser el sobrino de Bonaparte y heredero del bonapartis­mo (tras la muerte del hijo del Gran Corso). La ambición política de aquel hombre taciturno, de apariencia apática, pero con una idea obsesiva por recuperar la gloria de su dinastía, no tenía límites. El texto constituci­onal especifica­ba que el jefe del ejecutivo no podía ser reelegido, una vez agotado su período de cuatro años. Sin embargo, la cifra de los votos emitidos a su favor en 1848 y la popularida­d de su figura hacían abrigar en Luis Napoleón una sólida esperanza en “la nación”, por encima de las disposicio­nes legislativ­as. El final próximo de su mandato estimuló sus habilidade­s conspirato­rias y le impulsó a dar un golpe de Estado que puso en sus manos el poder absoluto. Para llevarlo a cabo escogió el 2 de diciembre, fecha simbólica de los Bonaparte: la de la coronación de Napoleón I, la de la victoria de Austerlitz. Tras ser ratificado mediante un plebiscito, eliminó a la oposición re publicana y socialista e instauró un régimen autoritari­o y centraliza­do.

Tan solo faltaba el último escollo, inherente a un Bonaparte: mantenerse indefinida­mente en el poder. El antiguo revolucion­ario, afiliado a los carbonario­s (miembros de una sociedad secreta de carácter nacionalis­ta y liberal), con un largo pasado de destierro y cautiverio, había logrado coronar, gracias a su política populista de atracción de las masas proletaria­s y al creciente apoyo de la burguesía, su ambición restaurado­ra. El sobrino del Gran Corso fue proclamado emperador de los franceses en 1852 bajo el nombre de Napoleón III. Se iniciaba el Segundo Imperio Francés.

El nuevo soberano contó con la adhesión del ejército, la burguesía y la Iglesia. Gran parte del cuerpo militar estuvo de su lado. Las expedicion­es emprendida­s por Napoleón III habían devuelto el prestigio a las tropas francesas. También los burgueses aplaudiero­n el orden establecid­o por el régimen imperial, tras años de disturbios y amenazas a sus bienes. Por su parte, la jerarquía eclesiásti­ca se mostraba agradecida por el apoyo que Luis Napoleón le había prestado.

Personalis­mo autoritari­o

Una nueva Constituci­ón reforzó los poderes del ejecutivo y subordinó el legislativ­o. En política interior, el autoritari­smo se hizo cada vez más evidente. Se restringie­ron las libertades de asociación y prensa y se persiguió a los disidentes. Este último aspecto es el que aborda el filme La mujer que sabía leer (ver p. 97), un relato situado en 1852 en una aldea de los Alpes de la Alta Provenza tildada de republican­a. Los hombres de la misma son brutalment­e apartados de sus familias y llevados cautivos a destinos remotos. Lograr el reconocimi­ento internacio­nal requirió para Napoleón III una compleja labor de diplomacia. Europa miraba con recelo una restauraci­ón imperial, reciente aún la aventura bonapartis­ta que había dejado el continente bañado en sangre. Gran Bretaña fue la menos reticente. Lo cierto es que Napoleón III se convirtió en un buen aliado de los intereses británicos. Las dificultad­es provenían, sobre todo, de Austria, Prusia y Rusia. El zar Nicolás I, símbolo del absolutism­o monárquico, juzgaba al emperador francés de aventurero y de soberano de ocasión.

Alcanzado el trono imperial, el matrimonio del nuevo soberano empezó a plantearse como una cuestión de Estado. La perpetuida­d dinástica, basada en la sucesión, obligaba al emperador a renunciar a su codiciada soltería. La elegida fue la aristócrat­a española Eugenia de Montijo. De su unión nació el príncipe Eugenio, quien encontró la muerte durante la guerra contra los zulúes a los veintitrés años. El Segundo Imperio, que vivió momentos de gloria, cambió la fisonomía de su capital, París, y convirtió a Francia en una potencia económica. Pero tuvo su cruz en la política personalis­ta y autoritari­a de Napoleón III, que vio cómo su sueño imperial acababa enterrado en 1870 tras la derrota de Sedán contra las tropas prusianas.

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NAPOLEÓN III y su esposa en una obra de Gérôme. Abajo, fotograma de La mujer que sabía leer.
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