Palacios para gastar
LOS ESTÍMULOS
de los grandes almacenes más importantes podían ser gloriosos. En el neoyorquino A. T. Stewart, el asombro empezaba con la fachada, enfundada en mármol como si fuese un palacio. Hasta tenían las hechuras y, a veces, la ambición de los museos y las exposiciones universales. Las propias construcciones llevaban, en ocasiones, la firma de personajes célebres: la empresa de ingeniería de Gustave Eiffel se ocupó de la ampliación del parisino Le Bon Marché, y Victor Horta, el gran arquitecto pionero del Modernismo, diseñó la gran tienda Innovation en Bruselas.
LA TECNOLOGÍA DEJABA,
igualmente, sin aliento: a veces, estas tiendas fabulosas eran los primeros edificios en implantar masivamente la luz eléctrica. Es difícil imaginar la llamarada de claridad y espectáculo que pudo suponer aquello en medio de unas urbes vagamente iluminadas por farolas de gas. En Budapest, los ascensores de los grandes almacenes Corvin cosecharon tal éxito que empezaron a cobrar las subidas y bajadas como si fuesen atracciones de feria. En Londres, Harrods, que puso en marcha las escaleras mecánicas, ofrecía un coñac a los clientes que se atrevían a subir para superar la impresión. En el gigantesco complejo de Tianqiao, Pekín, había acróbatas, cantantes y actores.